La oscuridad se arrastraba sobre mí como un manto húmedo. Era extraño… llevaba tres días intentando convencerme de que lo que vi fue solo un error.
Pero no lo fue.
En la base, frente a la chimenea, traté de mantener la calma. El fuego ardía lento, como si estuviera cansado de escuchar mis susurros. En aquellas brasas que encendían un resplandor tenue sobre mi piel pálida, veía un posible final para el reino de Roster. Un final que —lo admito— nos convenía.
Aun así, sostener una expresión neutra era agotador.
Un mechón de mi cabello castaño se había deslizado sobre mi rostro; no lo aparté, porque ocultaba lo necesario… y dejaba ver el cansancio que quería que ellos creyeran.
Habíamos aprendido a temer cualquier gesto que delatara una duda.
Mis creadores no toleraban eso.
Nuestros observadores tampoco.
Necesitábamos encontrar al caballero ejecutor antes de que la paciencia de ambos se quebrara.
Pero la pregunta era… ¿había regresado al norte?
Si lo confirmaba, la trampa sería perfecta.
No conocía su rostro; solo esa sed de sangre que dejó atrás… y eso era suficiente.
Cuando se cumplió el tercer día, reuní al equipo. Mientras hablaba, sus expresiones cambiaron: primero era alivio, luego esa determinación afilada que aprendimos a usar cuando nuestras vidas dependían de mostrar fuerza.
Una mirada que para nuestros enemigos siempre fue una amenaza… y que nos abrió la oportunidad de conocer el mundo.
Y aun así, entre todos ellos, fue Tobías quien destacó.
No por fuerza, sino por esa habilidad extraña que despertó en él justo cuando estaban a punto de ser desechado.
Sus manos temblaban cuando pensaba demasiado rápido, como si las ideas quisieran escapársele por las yemas. No era alto ni fuerte; apenas tenía quince años, con un cuerpo frágil que nunca llamó la atención. Pero su mente… y las mejoras… lo habían convertido en la pieza más precisa de nuestro tablero.
Él sería quien se infiltraría en el norte.
Cuando lo vi inclinado sobre la mesa, revisando su equipo con esa calma que parecía ajena a nuestra situación, sentí un impulso irracional de abrazarlo por la espalda, pero me detuve a mitad de camino. Entonces él levantó la mirada, y por un instante nuestros movimientos quedaron suspendidos; al ver mis manos tan cerca, sonrió, con una nostalgia que no supe descifrar.
Al verle preparado para partir, le entregamos la radio portátil y una pequeña cámara; comprimidas hasta parecer un ladrillo. Este trabajo nos llevó una semana de ajustes, soldaduras, recubrimientos improvisados. Aun así, seguían siendo artefactos imposibles para esta era. Si alguien descubría lo que realmente podían hacer, no habría forma de explicar su origen.
Tobías sonrió apenas al recibirlos.
Supe entonces que haría más de lo que le pedimos.
Antes de que partiera, lo tomé del brazo.
—No entres en zonas confidenciales. No todavía.
Él asintió y se colocó la capucha.
Y se perdió en la noche sin hacer ruido.
…
Los días siguientes se sintieron… falsos.
Como si todos estuviéramos actuando un papel que no nos quedaba bien.
Salíamos a la ciudad e intentábamos mezclarnos con la gente, movernos como si el mundo no estuviera a punto de romperse… pero por dentro algo chirriaba, algo se desajustaba, como una nota falsa que nadie más parecía oír. Y quizá era culpa mía, porque yo tampoco encajaba.
Una tarde, bajo un calor insoportable, fuimos al parque acuático.
No sé por qué acepté.
Quizá quería sentirme humana. Aunque fuera un momento.
Llevaba tres años sin ponerme un traje de baño.
Al mirarme en el reflejo del agua sentí que observaba a una desconocida de piel demasiado pálida, demasiado frágil… como una cicatriz vieja que alguien había olvidado borrar.
Al salir del agua, me dejé caer sobre la toalla y cerré los ojos, respirando despacio mientras el sol calentaba mi piel.
Debería haberme calmado…
Pero entonces lo sentí.
Una respiración que no era mía.
Iba al mismo ritmo, como si compartiéramos un mismo pecho, un mismo aire… pero no un mismo pensamiento.
No sabría decir si hablaba dentro de mi cabeza o desde algún rincón más hondo, uno que nunca había querido reconocer.
Porque sonaba como yo.
Solo que… torcida.
Como si mis palabras hubieran sido sumergidas en un espejo quebrado antes de volver a mí.
Y por un instante, me pregunté algo que jamás debí permitirme pensar:
¿De quién era esa voz, si no era totalmente mía… pero tampoco dejaba de serlo?
Me quité los lentes oscuros, deseando sentirme normal, aunque solo fuera por un momento.
Y entonces los vi: dos chicos riendo cerca del agua.
Algo en mí se encendió al instante.
No era atracción… era un impulso extraño, tirando de mí, como si otra voluntad hubiera encontrado un hilo dentro de mi cuerpo y empezara a jalarlo.
Mi mente gritaba que no.
Pero mi cuerpo dio el siguiente paso.
Ellos también se acercaron, y en ese movimiento sentí sus manos frías deslizarse sobre mis hombros. Un estremecimiento subió por mi espalda.
No era placer.
Era posesión.
Como si una parte de mí —la que nunca había podido controlar— estuviera terminando de despertarse.
Cuando sus dedos bajaron un poco más, mi corazón golpeó con un ritmo que no era mío, como si otra presencia marcara el compás dentro de mi pecho.
Y entonces…
—¡Aléjense de ella, idiotas!
La voz me arrancó del trance.
Al girar la mirada, vi a Tobías.
Habían pasado quince días sin verlo.
Quince días imaginándolo muerto, herido, perdido…
Y ahora estaba ahí.
Agitado. Polvoriento. Con ojeras profundas.
Y con una ira que, por un instante, me asustó más que los dos extraños.
Los chicos se burlaron.
Dijeron cosas sobre mí.
Sobre él.
Sobre "satisfacer".
Y vi, sin necesidad de escuchar nada más, cómo la poca paciencia de Tobías se quebraba.
Lanzó un par de golpes sin mediar palabras, y los dos cuerpos cayeron como si alguien hubiera cortado sus cuerdas.
Luego me tomó la mano.
No como un héroe.
Sino como quien teme que un fantasma pueda escapársele entre los dedos.
Lo seguí tambaleándome.
Cada paso me recordaba que algo dentro de mí seguía respirando fuera de ritmo.
Lo detuve.
—¿Por qué viniste? —pregunté.
Y al escucharlo… supe que no era mi voz.
Era la otra.
La que aparece cuando estoy a punto de perderme.
Tobías me tomó de los hombros, con una mezcla extraña de miedo y rabia.
—Rosa… ¿qué te pasa? ¿Estás… estás bien?
Quise responder.
Pero no sabía cuál de las dos debía hablar.
Algo en mí se quebró.
Me hundí en su pecho, como si así pudiera esconderme de mí misma.
Sentí las lágrimas deslizarse antes de siquiera entender que estaba llorando.
—Tobías… —mi voz salió rasgada—. ¿Qué me hicieron?
Él no contestó.
Solo respiró hondo y posó una mano sobre mi cabeza.
Y entonces, me aferré a su brazo como si no pudiera soltarlo, y la tela se rasgó bajo mi agarre. Su piel estaba caliente y húmeda, y algo pegajoso se adhirió a mis manos. Al mirar, comprendí con un estremecimiento que era sangre.
Tobías apartó su brazo con cuidado, como si lo único que le importara fuera yo.
—Todo pasará, tranquila —dijo.
Lo miré con ojos de cristal.
Y aun así… le creí.
Quizá porque necesitaba creer en algo, aunque otra parte de mí gritara que no debía.
