El Valle de Ghoreth era un lugar maldito, un tajo irregular abierto en las entrañas de las montañas de Karador como si un dios furioso hubiera descargado un hacha colosal sobre la tierra, dejando atrás un laberinto de rocas dentadas que se elevaban en picos irregulares y afilados, cubiertos por una capa de nieve prematura que crujía bajo las botas como huesos viejos rompiéndose en el silencio. El viento aullaba a través de grietas profundas, arrastrando copos helados que se clavaban en la piel expuesta como diminutas cuchillas invisibles, y el suelo era un traicionero mosaico de piedra suelta, hendiduras ocultas y pendientes resbaladizas donde un paso en falso podía enviar a un hombre rodando hacia abismos sin fondo, sus gritos perdiéndose en el eco eterno de las profundidades.
Pese a que el otoño aún no había cedido del todo al invierno, el frío aquí era un enemigo vivo, un velo gélido que se filtraba por las juntas de las armaduras y congelaba el sudor en cristales que irritaban la carne, convirtiendo cada movimiento en una lucha contra el entumecimiento que podía costar un brazo o una vida. Árboles retorcidos, con troncos negros y nudosos como venas expuestas en una herida gangrenosa, se aferraban a las laderas con raíces que serpenteaban sobre la roca, ofreciendo escasos refugios donde el musgo húmedo y pegajoso se acumulaba en parches que ocultaban trampas naturales: pozos de agua helada disfrazados de suelo firme, o enormes nidos de serpientes de montaña que atacaban con veneno que hinchaba las venas hasta reventarlas en erupciones pútridas.
El aire olía a hierro oxidado mezclado con el hedor acre de la tierra húmeda y el sutil aroma de la descomposición temprana, donde cuerpos caídos días atrás yacían semiocultos bajo mantas de nieve sucia, sus carnes hinchadas atrayendo a carroñeros alados que graznaban desde las alturas, sus alas batiendo como presagios de más muerte por venir.
Para Albrecht von Drakenwald, el "Dragón de Hierro", este era un lugar de mierda si era sincero consigo mismo, un infierno esculpido por la naturaleza para castigar a los necios que osaban marchar sobre él. Había luchado en innumerables guerras y en terrenos que variaban desde las llanuras infinitas del este hasta los pantanos traicioneros del sur, había enfrentado a los ejércitos de marqueseados rivales, a las hordas desorganizadas de baronías menores que compensaban su falta de disciplina con números de indisciplinadas levas, a los condados fronterizos donde las tropas ocultas en bosques densos convertían cada avance en una lotería de proyectiles silbantes y asesinatos por la noche, y por supuesto a bandidos que acechaban en caminos olvidados, sus emboscadas rápidas y sucias como mordidas de ratas.
Pero Thaekar, el marquesado al que defendía con una lealtad forjada en décadas de servicio, era una tierra bendecida en comparación: un vasto tapiz de valles fértiles donde los ríos serpenteaban como venas de plata, nutriendo campos de trigo dorado que se mecían bajo cielos amplios y generosos, minas profundas en las faldas de las montañas que vomitaban plata, hierro y gemas en cantidades que enriquecían a generaciones enteras, ciudades bulliciosas con mercados rebosantes de especias traídas de tierras lejanas, torres de vigilancia que se elevaban como dedos acusadores hacia los invasores, y castillos con salones amplios donde el eco de banquetes resonaba entre tapices bordados con hilos de plata que narraban victorias ancestrales.
Era un lugar de prosperidad dura pero merecida, donde la gente vivía con la espalda recta y orgullo, pocas veces había luchado en un lugar tan rocoso, escarpado y lleno de nieve. Sus hombres apenas podían moverse bien, sus formaciones habituales se veían limitadas por pendientes que obligaban a dividir columnas en serpientes delgadas, vulnerables a ataques desde alturas invisibles, o por grietas que tragaban caballos enteros en caídas abruptas, sus relinchos convirtiéndose en ecos prolongados que desmoralizaban a los que seguían. O al menos eso pensaba Albrecht, mientras observaba desde una cresta elevada, su armadura pesada crujiendo con cada respiración profunda, el metal frío pegándose a su piel curtida como una segunda epidermis marcada por cicatrices que contaban historias de batallas donde había perdido aliados, ganado honores y visto ríos de sangre secarse bajo soles indiferentes.
A sus sesenta años, Albrecht era el hombre más viejo en el ejército del marquesado, al menos desde que Graham Ronkler, el Viejo, había muerto poco después de su retiro con 122 años a cuestas, superando sus cincuenta años de servicio ininterrumpido en campañas que habían forjado las fronteras actuales de Thaekar. El rostro de Albrecht era un mapa grabado por el filo de espadas enemigas, surcado por líneas profundas que hablaban de noches sin sueño planeando asedios, de decisiones que habían costado ríos de sangre propia y ajena, y de una voluntad que se había endurecido como el hierro que daba nombre a su apodo.
Ahora, junto a la compañía mercenaria del León de Obsidiana, liderada por Zahim al-Raqqan, el León Sin Sombras, originario del continente abrasador de Isendarn, Zahim era un hombre de metro ochenta, de complexión delgada pero firme, un cuerpo forjado en los desiertos donde el calor lamía la piel como lenguas de fuego invisibles y la arena se clavaba en las heridas abiertas como granos de sal que prolongaban el tormento, obligando a los guerreros a endurecer no solo el físico sino el espíritu contra el abrazo abrasador de un sol que no perdonaba debilidades. Sus músculos eran largos y densos, como tensos hilos de acero templado en hornos naturales de dunas ondulantes, capaces de resistir no solo el ardor eterno de las arenas movedizas, sino el dolor que doblegaba a hombres comunes en meros esqueletos resecos, un físico moldeado por marchas interminables a través de oasis y dunas.
Su piel, como bronce pulido erosionado por tormentas de arena implacables, estaba marcada por cicatrices finas como venas de oro fundido, cada una un recuerdo de duelos bajo lunas llenas donde la sangre se evaporaba antes de tocar la arena caliente. El cabello negro como la tinta de los escribas antiguos de Isendarn se dividía en dos trenzas que caían por sus hombros, entretejidas con hilos de seda carmesí, un ritual de su pueblo que juraba venganza eterna contra los invasores que habían profanado sus oasis sagrados, cada nudo un voto silencioso por almas caídas en guerras olvidadas bajo cielos infinitos. Sus ojos almendrados, de un dorado profundo como el sol poniente reflejado en dunas doradas, tenían una mirada felina que no parpadeaba sin motivo, capturando detalles en la penumbra como un depredador acechando presas en la vastedad, analizando movimientos con una precisión que convertía cada batalla en un tablero donde las piezas enemigas caían antes de saber que estaban en jaque.
Su rostro era elegante, simétrico, con una nariz afilada como la proa de una dhow navegando por mares de arena infinitos, labios delgados que rara vez se curvaban en sonrisas genuinas y cejas perfiladas con meticulosidad casi ritual, como si cada gesto fuera una oración a los dioses del viento y la arena que guiaban sus pasos. En sus brazos y hombros, tatuajes de inscripciones místicas en el antiguo alfabeto isendari serpenteaban como ríos de tinta viva, brillando tenuemente bajo la luz fría de Karador, símbolos que se decía absorbían el dolor de heridas y lo convertían en fuerza renovada, protegiéndolo en combates donde otros habrían sucumbido al agotamiento. Su presencia era silenciosa, poderosa, controlada, un oasis de calma en el vendaval de la guerra, pero bajo esa superficie yacía un filo que había decapitado príncipes en las arenas de Arzhad, dejando sus cabezas clavadas en picas como advertencias para tribus rivales.
Y a él se unía Konrad Eisenfaust, el cuarto general del marquesado, "El Puño de Hierro". A sus cuarenta y un años, Konrad exudaba una presencia imponente y severa, un monolito humano de estatura alta y complexión sólida, su figura inamovible como una torre de vigilancia que había resistido asedios durante siglos sin ceder un palmo, su rostro anguloso y varonil, con una mandíbula marcada que parecía tallada en granito endurecido por vientos eternos y pómulos definidos que proyectaban sombras duras bajo la luz difusa de un sol oculto tras nubes plomizas, enmarcado por un cabello largo y negro como la medianoche profunda, que caía libremente por sus hombros como una cascada de obsidiana pulida, mechones que se agitaban con el viento gélido de las alturas y capturaban copos de nieve que se derretían al contacto, dejando rastros húmedos que serpenteaban por su cuello como venas expuestas.
Su bigote y barba, bien recortados en líneas precisas y geométricas, le otorgaban una apariencia aristocrática y disciplinada, un contraste deliberado con el caos descontrolado en el que se sumergía, liberando el centro del valle donde el barro se mezclaba con fragmentos de armadura rota, astillados como conchas quebradas bajo pisadas pesadas, y trozos de carne destrozada pisada por los caballos hasta convertirse en una pasta indistinguible que se adhería a las herraduras como una maldición pegajosa.
Sus ojos, de un celeste penetrante como el hielo de un glaciar remoto que no ha conocido el deshielo, observaban con una mezcla de juicio calculado y desdén sutil, propios de un estratega que veía a las personas no como individuos con sueños y miedos, sino como piezas en un gran tablero donde cada movimiento debía servir al equilibrio mayor del marquesado, sacrificando peones sin remordimiento para preservar la estructura entera. Su armadura de placas pulida hasta un brillo funcional sin ornamentos innecesarios —placas de acero templado reforzadas en las articulaciones con remaches de acero negro que absorbían la luz en lugar de reflejarla, alrededor de su cintura una cuerda de hilos de oro trenzada como cinturón simbólico de su linaje noble— crujía con cada paso medido, un sonido que recordaba el de cadenas tensas a punto de romperse pero que nunca lo hacían. Konrad era el estratega del deber y la ley, el general que jamás actuaba por emoción impulsiva o gloria efímera, priorizando la victoria del Estado sobre cualquier ambición personal.
Juntos comandaban 156 Batallones de Plata, unos 11,505,000 hombres endurecidos por años de entrenamiento riguroso en los campos de Thaekar, donde las llanuras amplias permitían simulacros de batallas que forjaban no solo cuerpos sino mentes colectivas, capaces de reformar líneas bajo fuego enemigo como si el dolor fuera un mero inconveniente pasajero. Tras los intensos diez días de batalla, sus filas habían menguado a casi nueve millones de thaekianos, diezmadas por cargas implacables que dejaban surcos de cadáveres destrozados y amontonados en pilas irregulares, donde cuerpos retorcidos se apilaban como leña seca esperando una hoguera, sus armaduras abolladas capturando la luz en reflejos distorsionados que ocultaban las heridas abiertas debajo.
Junto a ellos, los 2,900,000 mercenarios del León de Obsidiana, venidos de las arenas abrasadoras de Arzhad en Isendarn, habían bajado a más de 1,400,000, pero seguían siendo una fuerza letal: tropas extranjeras endurecidas en las campañas interminables de los desiertos, donde habían asaltado ciudades amuralladas bajo lluvias de flechas envenenadas que hinchaban venas hasta reventarlas en erupciones pútridas, y luchado en dunas infinitas contra tribus nómadas que se desvanecían como sombras al atardecer, solo para reaparecer con cuchillas curvas en la oscuridad. Estos mercenarios traían consigo tácticas adaptadas al caos, moviéndose como vientos impredecibles que erosionaban formaciones enemigas con ataques rápidos.
Se enfrentaban contra los 18,408,000 legionarios zusianos, de los cuales habían podido acabar con más de un millón, un tributo de sangre que cubría el valle en una alfombra pegajosa donde el avance se medía no en metros sino en capas de caídos. Dirigidos por el Sexto General zusiano, Quentin Shadowstrike, "El Imperturbable", un experto en la ofensiva que convertía cualquier ventaja enemiga en una ilusión frágil, desplegando formaciones que se adaptaban al terreno como agua fluyendo por grietas ocultas, explotando debilidades con embestidas que no daban respiro a los defensores, obligándolos a reformar líneas una y otra vez hasta que el agotamiento los quebraba como ramas secas bajo un pisotón.
Quentin era un depredador calculado, su mente un laberinto de planes que anticipaban movimientos enemigos con una precisión que rozaba lo sobrenatural, sus ojos grises escrutando el campo como un halcón desde las alturas, identificando brechas en formaciones thaekianas antes de que sus propios comandantes las notaran. Además de sus nuevas máquinas infernales de bronce que rugían como truenos primordiales salidos de las profundidades de la tierra, escupiendo bolas de hierro ardiente que explotaban entre las líneas thaekianas en erupciones de metal fundido y fuego devorador que consumía carne hasta dejar siluetas carbonizadas retorciéndose en el suelo, huesos expuestos humeando como ramas quemadas en una fogata olvidada, resonaban como el aliento de dioses enfurecidos con ecos que desencadenaban deslizamientos menores en las laderas, rocas rodando para aplastar secciones de tropas en masas planas de metal fusionado con hueso pulverizado.
Estas máquinas estaban posicionadas en salientes elevados, sus tripulaciones trabajando con una eficiencia mecánica que contrastaba con el caos abajo, disparando en salvas coordinadas que vaporizaban filas enteras, dejando residuos de carne carbonizada pegados a rocas calientes que siseaban al enfriarse en el aire gélido de la montaña, el humo negro elevándose en columnas que oscurecían el cielo y confundían a los arqueros enemigos con velos asfixiantes. A pesar de su estilo ofensivo, Quentin no era ningún salvaje sin estrategia; el hombre brillaba en las batallas donde la diferencia numérica era abrumadora, donde el caos devoraba planes y líneas colapsaban en avalanchas de pánico controlado, un líder que inspiraba a sus novatos con su sola presencia, convirtiendo manos temblorosas en apretones firmes que hundían hojas en carne enemiga con una determinación que ignoraba el miedo e inexperiencia.
A pesar de que muchos soldados zusianos eran novatos, apenas completado su entrenamiento de legionario en los campos rigurosos de Zusian donde el fracaso significaba muerte, y que los thaekianos tenían más cantidad de veteranos curtidos, Quentin lograba que sus tropas lucharan como veteranos endurecidos, cada uno un engranaje en una máquina de guerra que no se detenía ante nada, adaptando tácticas sobre la marcha para explotar el terreno hostil en su favor.
Las banderas de ambos bandos ondeaban con ferocidad en el viento cortante, el lobo de oro en campo negro con detalles carmesíes del Ducado de Zusian flameando como un desafío eterno a los elementos y a los enemigos, sus telas rasgadas por proyectiles erráticos capturando copos de nieve que se derretían en manchas oscuras, casi parecia que simbolizaba la resiliencia de un ducado que había renacido de cenizas pasadas. El dragón negro en campo de plata del Marquesado de Thaekar respondía con su propia ferocidad, un recordatorio de un marquesado que había defendido sus fronteras con una tenacidad que convertía derrotas en leyendas de resistencia.
Y a pesar de que por el aire volaban cabezas separadas de cuellos en arcos irregulares, torsos eviscerados que giraban como fardos mal atados antes de impactar el suelo con un golpes sordos húmedo, o cuerpos enteros destrozados que se desintegraban en el vuelo tras explosiones, dejando rastros de tendones colgantes y órganos expuestos que atraían a cuervos oportunistas, pero ni los enormes tubos de cobre ni los hombres de Quentin eran lo que se estaba cobrando tantas vidas en ese campo de batalla, o sus cargas como las de un buey enfurecido, rompiendo las líneas thaekianas a pesar de sus mejores formaciones defensivas como si nada.
La "Cadena de Hierro Invertida", una disposición donde infantes pesados formaban un núcleo de escudos entrelazados que absorbía impactos como un yunque, flanqueado por infantes pesados que rodeaban al enemigo para perforar flancos expuestos con perforaciones repetidos hasta el agotamiento, permitiendo que su caballería pesada irrumpiera en el centro debilitado con cargas que compactaban filas en masas apretadas donde el pánico se propagaba como una plaga, con bloques de tropas pivotando en sincronía para envolver secciones thaekianas en pinzas de acero que se cerraban con la lentitud inexorable de una prensa.
Además de una fusión con la formación de contracarga la "Columna Fracturada", donde líneas delgadas de élite se posicionaban en zigzag para dividir formaciones enemigas como un cuchillo segmentando carne, creando brechas que se explotaban con cargas laterales de jinetes que surgían de nichos ocultos en las laderas, cada "espina" reforzada por arqueros y ballesteros que hacían llover proyectiles en patrones cruzados para cegar el avance enemigo con velos de flechas que obligaban a alzar escudos, dejando expuestos flancos donde las hachas descendían con la precisión de verdugos entrenados.
Ambas estaban siendo inefectivas, miles de cuerpos siendo destrozados en un tapiz interminable de agonía, no era eso lo que sacudía tantas bajas, sino el terreno mismo, las avalanchas de nieve que se desprendían de las crestas con un rugido sordo como el de un gigante despertando, enterrando secciones enteras de tropas en mantas blancas que se teñían de rojo al filtrarse la sangre a través de la capa helada, hombres asfixiándose bajo el peso compacto que colapsaba pulmones en exhalaciones finales ahogadas por cristales de hielo que cortaban gargantas internas; las rocas sueltas que rodaban en cascadas impredecibles, aplastando formaciones en impactos que fusionaban metal y hueso en masas irreconocibles, extremidades protruyendo de escombros como raíces muertas; las alturas traicioneras donde un paso en falso enviaba a pelotones enteros a barrancos profundos, sus cuerpos rebotando contra paredes dentadas en caídas que rompían espinas en ángulos imposibles antes de impactar el fondo en explosiones de polvo y fragmentos; los ríos subterráneos que emergían en grietas ocultas, convirtiendo senderos en trampas de agua helada que arrastraban a caballos y jinetes en corrientes rápidas que congelaban miembros antes de ahogarlos en remolinos espumosos; y las nieblas repentinas que descendían de las cumbres, cegando a arqueros y haciendo que flechas erráticas perforaran aliados en confusiones fatales, obligando a reformar líneas en la oscuridad donde el pánico se filtraba como el frío, convirtiendo tácticas precisas en luchas a ciegas donde dagas se hundían en siluetas indistintas hasta que el amanecer revelaba el horror de errores propios.
En el corazón del Valle de Ghoreth, donde las rocas se elevaban en formaciones irregulares como dedos acusadores hacia un cielo plomizo que amenazaba con más nieve, unidades de infantería pesada de un Batallón de Plata thaekiano se atrincheraban en una cresta elevada, sus escudos largos entrelazados formando una barrera impenetrable que absorbía el empuje furioso de una carga zusiana ascendente. Los legionarios subían por la pendiente con una determinación salvaje que ignoraba el terreno resbaladizo, sus botas clavándose en la nieve compacta con crujidos que resonaban como madera rompiéndose bajo el peso de un ariete, cada paso una lucha contra la gravedad que tensaba músculos hasta el límite, venas hinchadas en cuellos y brazos como cuerdas a punto de romperse.
El aire estaba cargado con el hedor metálico de la sangre fresca y el sudor rancio, mezclado con el aliento caliente de hombres que gritaban maldiciones en lenguas guturales, sus ojos inyectados en rojo por el agotamiento y la rabia. Un legionario zusiano, un coloso de armadura abollada y cicatrices que cruzaban su rostro como mapas de guerras pasadas, embistió contra la línea thaekiana con su alabarda ancha alzada, el filo descendiendo en un arco que partió un escudo en dos con un estruendo de madera astillada y metal retorcido. El thaekiano detrás del escudo, un guerrero de mandíbula cuadrada y ojos serenos como acero templado, no retrocedió; en cambio, pivotó con precisión, su lanza perforando el hueco bajo el casco enemigo, atravesando la garganta en una explosión de sangre que roció la nieve como pintura escarlata, el legionario gorgoteando mientras se llevaba la mano al cuello, sus dedos resbalando en el torrente caliente, pero aun así, con su último aliento, clavó su daga en el costado del thaekiano, arrastrándolo consigo al suelo en un abrazo mortal donde ambos se retorcían en agonía, miembros entrelazados en una danza final de muerte.
A pocos metros, en una grieta lateral donde el viento canalizado aullaba como un coro de almas perdidas, una unidad de infantería media thaekiana intentaba flanquear a un grupo de legionarios que ascendían por un sendero estrecho, las paredes rocosas amplificando cada eco de metal chocando contra metal. Los thaekianos se movieron con sus hachas de peto descendiendo en patrones cruzados que interceptaban las partesanas de los zusianos ligeros, cada bloqueo preciso desviaba el filo enemigo hacia el vacío, permitiendo contraataques que cortaban tendones en las piernas expuestas, obligando a los legionarios a cojear pero no rendirse, sus rostros contorsionados en muecas de dolor y furia mientras seguían avanzando, arrastrando piernas inútiles que dejaban surcos ensangrentados en la nieve.
Un zusiano, con el casco abollado por un golpe previo que le había abierto una brecha en la frente de la que manaba sangre que le nublaba la vista, rugió como una bestia herida y lanzó su partesana en un giro salvaje, el filo enganchando el brazo de un thaekiano y arrancándolo de cuajo en un chorro de sangre y tendones expuestos, el miembro volando por el aire como un trapo descartado, aterrizando con un golpe sordo en la nieve donde se hundió parcialmente, dedos aún crispados en un último reflejo. El thaekiano herido, con el rostro pálido pero los ojos ardiendo con una voluntad inquebrantable, no gritó; en su lugar, usó su mano restante para empuñar una daga secundaria, clavándola en el ojo del zusiano con un crujido húmedo, el globo ocular reventando como una uva madura, el legionario aullando mientras caía de rodillas, pero incluso entonces, sus manos se cerraron alrededor del cuello del thaekiano, estrangulándolo en un forcejeo brutal donde uñas se clavaban en carne, rasgando piel hasta exponer músculos que palpitaban como serpientes enroscadas.
Más allá, en una vasta meseta plana que se extendía como una llanura interminable, rodeada por picos dentados que se elevaban como guardianes silenciosos y eternos, cubiertos de nieve perpetua que brillaba bajo un sol pálido y distante, la caballería pesada thaekiana intentaba una contracarga desesperada contra bloques masivos de jinetes zusianos que descendían de laderas adyacentes en oleadas imparables. El suelo entero temblaba bajo el galope atronador de miles de caballos, sus cascos pateando nieve compacta y tierra congelada, enviando nubes densas de polvo helado y cristales de hielo que se arremolinaban en el aire gélido, oscureciendo la visión y convirtiendo el campo en un remolino blanco y caótico. Los thaekianos reformaban sus líneas con frenesí, sus caballos resbalando y pisando con cuidado sobre nieve traicionera que ocultaba rocas sueltas y grietas ocultas, mientras sus alabardas descendían en un muro impenetrable de filos curvos y dentados, interceptando la vanguardia enemiga con impactos que resonaban como truenos lejanos y ensordecedores, metal chocando contra metal en explosiones de chispas que iluminaban viseras ensangrentadas y distorsionados por el terror y la rabia. Las cargas se entrechocaban en un caos masivo, donde filas enteras de jinetes zusianos eran destrozadas en grupo: alabardas thaekianas cortando torsos y cabezas en arcos sangrientos, dejando que cuerpos decapitados cabalgaran unos metros más antes de desplomarse, mientras extremidades amputadas volaban por el aire como proyectiles erráticos, aterrizando en salpicaduras de sangre caliente que derretía la nieve en charcos rojos y viscosos, y los caballos heridos relinchaban en agonía, pisoteando a sus propios jinetes caídos en un pandemónium de cascos y carne triturada.
Los jinetes ligeros zusianos flanqueaban a la caballeria pesada y cargando contra la infanteria bajo la meseta, enjambres enteros de jinetes ágiles y veloces que zigzagueaban como lobos hambrientos, cargaban contra las densas formaciones de infantería thaekiana con sus lanzas en ristre, perforando filas enteras en explosiones colectivas de acero, huesos astillados y carne perforada que salpicaba en chorros de sangre, mientras flanqueaban la carga principal de caballería pesada thaekiana, quienes no les daban respiro alguno, respondiendo con contracargas que aplastaban grupos de zusianos bajo cascos pesados, dejando senderos de cuerpos aplastados y vísceras esparcidas como lodo pisoteado. En estas embestidas grupales, lanzas zusianas atravesaban pechos y abdómenes en masa, haciendo que intestinos se derramaran en cascadas humeantes sobre la nieve, mientras los thaekianos intentaban resistir solo para que sus cráneos valoran en explosiones de sesos y fragmentos óseos, rostros enteros desfigurados en pulpajos irreconocibles que se pegaban a las armaduras como trozos de carne cruda.
En el núcleo del valle, donde una avalancha reciente había dejado un campo inmenso de rocas dispersas como dientes caídos de un gigante mitológico, esparcidas por hectáreas de terreno irregular y traicionero, los tubos de bronce de Quentin disparaban salvas incesantes que iluminaban el aire con destellos anaranjados y cegadores, las bolas de hierro impactando contra formaciones thaekianas enteras en explosiones devastadoras que vaporizaban cuerpos en nubes masivas de humo acre y fragmentos voladores, dejando siluetas carbonizadas de docenas de soldados que se retorcían en el suelo con movimientos espasmódicos y grotescos, huesos expuestos humeando como ramas en fogatas extinguidas, extremidades separadas volando en arcos irregulares por miles, aterrizando con salpicaduras colectivas de sangre y carne chamuscada que se pegaban a la nieve como un lodo pegajoso y putrefacto. Estas salvas no discriminaban: batallones enteros de thaekianos eran desintegrados en masas de torsos sin brazos ni piernas, cabezas rodando como bolas de nieve ensangrentadas, y órganos internos expuestos al aire frío, vaporizando en nubes de vapor sanguinolento que se elevaban como nieblas espectrales sobre el campo. Los thaekianos en las líneas traseras pivotaban en bloques coordinados para cubrir a los sobrevivientes, escudos alzados absorbiendo el residuo de esquirlas que volaban por el aire como una tormenta de metal, aun así muchos caían perforados en grupo por fragmentos que atravesaban armaduras como papel mojado, dejando agujeros humeantes donde órganos se derramaban al exterior en chorros colectivos, hígados, intestinos y pulmones expuestos y desparramados en pilas humeantes que resbalaban bajo botas de los que seguían luchando. Esto permitía que los zusianos se adentraran en sus filas como una marea infranqueable, solo retrasados por moribundos que se arrastraban con entrañas colgando, dejando que las filas posteriores fueran superadas en oleadas de violencia, donde espadas y hachas cortaban cuellos y abdómenes en masas, sangre salpicando en fuentes que teñían la nieve en un tapiz rojo interminable.
A lo largo del flanco oriental del valle, donde un río congelado serpenteaba como una vena helada y quebradiza entre acantilados escarpados y verticales que se perdían en las alturas, los mercenarios del León de Obsidiana, atacaban en oleadas desde grietas ocultas y emboscadas en la nieve, sus espadas curvas, lanzas con puntas de hoja de palma y flechas emergian en enjambres como serpientes atacando a presas desprevenidas. Grupos enteros de ellos flanqueaban líneas zusianas que cruzaban el hielo resquebrajado, sus ataques hacían caer filas de enemigos en cascadas de cuerpos resbaladizos, cabezas separadas rodando sobre el hielo y rompiéndolo con impactos que enviaban grietas expansivas, mientras los mercenarios pisoteaban a los caídos, aplastando costillas y cráneos bajo botas reforzadas en un frenesí que dejaba el río congelado como un mosaico de sangre congelada y fragmentos humanos. Más allá, en secciones adyacentes, emboscadas masivas surgían de cuevas y salientes, donde mercenarios lanzaban jabalinas que perforaban grupos de zusianos en ráfagas, clavando cuerpos unos a otros en pilas grotescas de carne ensartada, vísceras derramándose en charcos que se filtraban a través del hielo agrietado. Atacando siempre a los que parecían reclutas, si algún batallón que se notaba veterano o de élite ellos corrían a las cuevas.
En las alturas occidentales, donde nieblas espesas se arremolinaban como espíritus vengativos alrededor de picos nevados y escarpados que formaban un laberinto natural de rocas y precipicios, los tiradores thaekianos posicionados en salientes rocosos descargaban andanadas interminables de flechas y virotes contra columnas zusianas que ascendían por senderos traicioneros y empinados, las saetas silbando como avispas enfurecidas en nubes densas que oscurecían el cielo, impactando en carne expuesta con impactos húmedos y colectivos que perforaban culaquier hueco en las armaduras de los legionarios, haciendolos caer en cascadas de nieve y cuerpos que rodaban por las laderas, acumulándose en pilas al pie de los acantilados como avalanchas humanas de extremidades retorcidas y sangre coagulada. Los zusianos respondían con sus ballesteros en formaciones agrupadas, sus virotes gruesos atravesando escudos thaekianos en salvas que clavaban cuerpos a la roca en grupos, dejando siluetas inmovilizadas con flechas saliendo de pechos y gargantas, sangre gorgoteando en chorros que se congelaban en el aire frío antes de tocar el suelo. Estas escaramuzas se extendían por kilómetros de alturas, donde avalanchas menores eran provocadas por los caídos, enterrando vivos a grupos de combatientes bajo toneladas de nieve y rocas, solo para que sobrevivientes emergieran con miembros rotos y rostros desfigurados.
El valle entero era un caos que se extendía por kilómetros en todas direcciones, el suelo convertido en un lodazal inmenso de nieve derretida por la sangre caliente y viscosa, donde pisadas resbalaban en vísceras pisoteadas, huesos triturados bajo botas y cascos, y el aire apestaba a hierro, humo y putrefacción, con gritos de agonía resonando como un coro infernal que se mezclaba con el estruendo de metal y explosiones. En secciones periféricas, secciones enteras se enfrentaban en combates aislados pero feroces, donde grupos de zusianos emboscaban a los thaekianos que aislados, cortando extremidades con espadas en barridas que enviaban brazos y piernas volando en arcos sangrientos, dejando tocones humeantes que se cauterizaban en la nieve fría, mientras contrataques thaekianos aplastaban cráneos con mazas en golpes que convertían cabezas en pulpajos esparcidos.
Quentin Shadowstrike, "El Imperturbable", observaba desde una colina elevada que había tomado en su ofensiva, la colina dominaba el panorama entero, su capa ondeando en el viento gélido como una bandera de muerte, dirigiendo formaciones que fluían como agua letal y destructiva, explotando grietas en las defensas thaekianas con embestidas incesantes que no daban respiro alguno, obligando a los enemigos a reformar líneas una y otra vez hasta que el agotamiento los quebraba en masas exhaustas. En un sector central, infantería pesada zusiana embistió contra muros de escudos thaekianos en oleadas masivas, sus hachas de peto chocando contra alabardas que abrían huecos en ráfagas, ambas líneas siendo empujadas hacia atrás como insectos clavados en un tablero, órganos desgarrados en chorros colectivos de fluidos internos que salpicaban el suelo en lagos rojos, torsos abiertos exponiendo costillas rotas y corazones latiendo expuestos antes de detenerse en paradas finales.
Lejos, en las llanuras inferiores donde el valle se ensanchaba en un embudo mortal e interminable, la artillería zusiana continuaba su bombardeo implacable, cañones eructando fuego y humo en salvas que desintegraban secciones enteras de formaciones thaekianas, cuerpos volando en pedazos como muñecos rotos en explosiones masivas, torsos sin extremidades aterrizando con impactos que salpicaban entrañas en todas direcciones, dejando cráteres humeantes llenos de fragmentos óseos y carne carbonizada. Los thaekianos y mercenarios avanzaban en formaciones dispersas para tratar de limitar el daño, pero el terreno irregular hacía difícil el progreso, con grupos enteros tropezando en rocas y cayendo en emboscadas donde zusianos los masacraban, las hojas de sus armas perforaban abdómenes, arrancaban cabezas y cercenaban miembros, los intestinos, como cuerdas ensangrentadas se enredaban en las piernas de los caídos y siendo su perdición.
Quentin empezó un nuevo avance inexorable, rompiendo líneas thaekianas pese a los densos bloques de infantería pesada de élite y a la caballería pesada de élite thaekiana, su alabarda y las de su guardia personal, los Heraldos del Abismo, penetrando las densas líneas en una tormenta colectiva de torsos partidos, brazos amputados, extremidades volando en nubes de sangre, y el sonido ensordecedor de muerte y sangre derramándose en ríos que fluían por el valle. Las alabardas y martillos de guerra zusianos cortaban y pulverizaban torsos y cabezas thaekianas en barridas masivas, dejando pilas de cuerpos desmembrados que se acumulaban como barricadas de carne y acero, los contrataques thaekianos eran sumamente ineficientes.
Al otro lado del valle, Albrecht suspiró, un sonido profundo y ronco que se escapó de su pecho como el último aliento de un fuego agonizante, cargado con el peso de décadas de campañas donde la victoria siempre había costado más de lo que valía. El avance de Quentin era una disección sistemática que amenazaba con perforar el centro thaekiano como una lanza hundiéndose en una herida infectada, exponiendo el cuartel general a un caos que no podía permitirse. Desde su cresta, donde la nieve se acumulaba en sus hombros como una capa de escarcha que crujía con cada movimiento, Albrecht escrutaba el panorama con ojos que habían visto naciones desmoronarse en polvaredas similares. El valle de Ghoreth no perdonaba errores; ya había devorado a miles en sus grietas heladas, y ahora Quentin lo usaba como un arma, canalizando sus fuerzas por senderos que Albrecht había subestimado, obligando a sus batallones de plata a dispersarse en respuestas fragmentadas que diluían su fuerza.
Tenía que detenerlo antes de que el imperturbable penetrara lo suficiente para convertir el centro en un vórtice de desorden, donde las reservas thaekianas se verían arrastradas a un remolino de contraataques que agotarían sus líneas como un veneno lento filtrándose por venas expuestas. Pensó en enviar a su mano derecha, su espada más afilada: Ewald von Drachenhof, "El Dragón de Plata", un hombre cuya mera presencia imponía silencio en los salones de consejo y terror en los campos de batalla. Ewald se erguía a su lado, su armadura grisácea reluciendo con un lustre mate que absorbía la luz invernal en lugar de reflejarla, como si estuviera forjada de las sombras de tormentas pasadas. De complexión robusta, con hombros anchos que recordaban las raíces nudosas de los árboles ancestrales que se aferraban a las laderas de Thaekar, Ewald había sobrevivido a un centenar de batallas, cada una grabada en su piel como runas antiguas: una cicatriz irregular que cruzaba su mejilla izquierda, recuerdo de un duelo en las llanuras de Eldor donde había decapitado a un conde rival con un solo giro de alabarda, y otra en su antebrazo derecho, un surco dentado de un asedio en las murallas de Valthor donde había sostenido una brecha solo durante horas, sus músculos temblando pero no cediendo hasta que los refuerzos llegaron como una marea salvadora.
Su cabello blanco como la nieve caía en mechones desordenados sobre su frente, enmarcando un rostro que reflejaba una mezcla de sabiduría endurecida y dureza inquebrantable, surcado por líneas que no eran solo arrugas del tiempo sino mapas de decisiones que habían salvado ejércitos enteros. La barba densa, también plateada, estaba recortada a la perfección que realizaba incluso en el corazón de campañas, como si el orden en su apariencia fuera un ancla contra el caos que lo rodeaba. Sus ojos, de un marrón profundo como la tierra fértil de Thaekar después de una tormenta, escrutaban el alma de quienes lo miraban, capaces de congelar el corazón de un hombre con solo un vistazo bajo cejas gruesas y pobladas. Ewald no hablaba mucho; su alabarda, una reliquia familiar con un mango envuelto en cuero curtido de dragones de las colinas sureñas, cuando aún existían, hablaba por él, su hoja curva grabada con runas que contaban victorias ancestrales.
Aunque no dudaba de la destreza de Ewald —había visto cómo el Dragón de Plata desmontaba cargas enteras con barridos que convertían jinetes en pilas de miembros desarticulados, mientras sus tripas se derramaban en espirales humeantes sobre la nieve—, Albrecht se preguntaba si sería suficiente contra Quentin. El imperturbable no luchaba con furia ciega; era un cirujano del campo de batalla, diseccionando defensas con una paciencia que erosionaba como el hielo que se filtraba por grietas invisibles hasta hacer estallar la roca desde dentro. Miró a su derecha, donde Ewald observaba el avance enemigo con una calma que ocultaba el cálculo interno, su mano enguantada apretando el mango de su alabarda como si ya anticipara el peso de los golpes venideros.
Luego, su mirada se posó en su sobrino y mano izquierda, Johann von Kaltberg, un joven cuya presencia aún llevaba el brillo de la juventud no probada del todo, pero con un fuego interno que Albrecht reconocía de su propia sangre. Johann, con el rostro fino y perfecto heredado de su linaje materno, de los Drakenwald, una casa noble de las tierras altas donde las mujeres eran conocidas por su belleza etérea y su astucia cortante—, tenía el cabello de un rojo intenso como las llamas del atardecer en las forjas de Thaekar, cayendo en mechones desordenados que enmarcaban su rostro pálido y juvenil, con algunos cabellos rebeldes pegados a su frente por el sudor helado que se condensaba en el aire frío. Su piel, suave y casi impecable salvo por una cicatriz fina en la mejilla de un entrenamiento reciente donde había aprendido que la arrogancia costaba sangre, era un recordatorio de que aún estaba en las primeras etapas de su vida como caballero, pero su mirada reflejaba una madurez que rara vez se veía en alguien tan joven, ojos verdes heredados de su madre que escrutaban el campo no con miedo sino con una hambre calculada, como si cada enemigo fuera un rompecabezas a desarmar.
Johann era talentoso, sin duda: en los simulacros de las llanuras thaekianas, había demostrado una intuición para el flanqueo que convertía defensas sólidas en trampas para sus propios dueños, dirigiendo cargas que rodeaban al enemigo como un lazo que se apretaba lentamente, asfixiando opciones hasta que solo quedaba la rendición o la masacre. Pero Albrecht no mandaría a su sobrino a la muerte; no aquí, donde el valle devoraba a los inexpertos como un lobo ciego que no distinguía entre presa y carroña. En cambio, decidió actuar él mismo, pero primero necesitaba coordinar con Konrad y Zahim, cuyas fuerzas mantenían los flancos en un equilibrio precario, sus tácticas entretejidas como hilos en un tapiz que se deshilachaba bajo la presión zusiana.
En el flanco oriental, donde el río congelado serpenteaba como una arteria helada entre acantilados que se perdían en la niebla, Zahim al-Raqqan dirigía a sus mercenarios contra una gran ofensiva encabezada por la mano izquierda de Quentin. Vladek Riedmann, conocido como "El Serpiente de Acero", era un hombre de porte imponente, con una cabellera larga y oscura que caía en ondas revueltas por el viento gélido, enmarcando un rostro de facciones marcadas por surcos profundos y su barba, cuidada con precisión quirúrgica pese al caos de la campaña, se recortaba en líneas afiladas que acentuaban una mandíbula cuadrada, como si estuviera esculpida para resistir impactos que habrían pulverizado a hombres menores. Sus ojos, de un gris acerado penetrante que parecía diseccionar cada sombra y movimiento a su alrededor, captaban detalles que escapaban a la mayoría: el sutil cambio en la formación enemiga, el resbalón de una bota en el hielo, el leve temblor en una lanza que delataba fatiga. Su complexión era robusta, con una musculatura marcada por venas prominentes que serpenteaban bajo la piel como raíces expuestas en suelo erosionado.
Vestía una armadura oscura y dorada, con placas adornadas con detalles intrincados de granates engastados que formaban patrones espirales reminiscentes, un broche con una flor dorada entrelazada por una serpiente hecha de rubí decoraba su capa, un símbolo heráldico que susurraba historias de linajes rotos: se decía que Vladek había nacido en las ruinas de Sarnath, una de las tierras desoladas por las guerras de los Valles Negros, donde Thornflic Bladewing, "La Espada del Verdugo", había comandado la aniquilación de las fuerzas rebeldes de Zhorst. Aquel terrateniente zusiano había intentado reconstruir los viejos derechos y propiedades de un noble de antaño, invocando lealtades olvidadas que desataron un conflicto donde ciudades y castillos enteros fueron reducidas a cenizas humeantes, y los rebeldes, atrapados en valles similares a este. Hijo de un líder de una casa noble rebelde, Vladek había sido salvado y reclutado por Quentin Shadowstrike quien fue en su momento la mano derecha de Thornflic, Vladek era un joven de apenas dieciséis inviernos, pero que en la rebelión mostró una excepcional destreza en el combate cuerpo a cuerpo y poseer una inteligencia táctica que le permitía prever movimientos antes de que se materializaran.
Vladek ascendiendo rápidamente en la legión personal de Quentin cuando esté fue reconocido para ser un general zusiano, Vladek gano ese ascenso por méritos que se contaban en varias centenas de victorias incuestionables: había liderado asaltos imposibles tanto en ofensivas, rodeos y emboscadas, acabado com innumerables lineas de suministros enemigas y matado a un centenar de reconocidos oficiales y guerreros del occidente Aureriano.
Se decía que su lealtad a Quentin era inquebrantable, viéndolo no solo como su líder, sino como un mentor que le había enseñado a transformar el caos en un tapiz predecible, donde cada muerte era un hilo necesario para tejer la victoria. Vladek se había ganado la posición de mano izquierda por su capacidad para tomar decisiones difíciles sin titubear, por su frialdad en el campo de batalla que lo convertía en un muro infranqueable, y por un compromiso con la victoria que ignoraba el costo personal, ya que él mismo había perdido a su familia en las purgas de Sarnath, un sacrificio que lo impulsaba a asegurar que Quentin nunca enfrentara tal debilidad. Era un guardián dispuesto a enfrentar cualquier amenaza que se cruzara en su camino, no por gloria, sino para garantizar la supervivencia de su señor y de los ideales que habían reconstruido su vida de las cenizas.
Ahora, Vladek dirigía una ofensiva con caballería pesada de élite como cabeza de asalto, sus jinetes cargando a través del hielo quebradizo con martillos de guerra en mano que mandaban a volar a los jinetes ligeros de los Leones de Obsidiana. Aquellos mercenarios, buenos en maniobras rápidas gracias a sus monturas ágiles criadas en las estepas arenosas de Isendarn, vestían armaduras ligeras de cuero endurecido y placas segmentadas que permitían movimientos fluidos pero ofrecían poca protección contra impactos directos. La carga inicial de Vladek fue un trueno rodante: los cascos de sus caballos, envueltos en herraduras con púas para aferrarse al hielo, resquebrajaban la superficie en grietas que se expandían como venas fracturadas, enviando fragmentos afilados al aire que se clavaban en ojos y gargantas expuestas.
Los martillos zusianos descendían como juicios divinos sobre los mercenarios, no solo aplastando cuerpos sino destrozándolos con una fuerza bruta que los partía en dos como si fueran ramas secas bajo el peso de un glaciar. Los torsos se abrían en grietas irregulares, derramando intestinos humeantes que se enredaban en las patas de las monturas, mientras ríos de sangre espesa y coagulada formaban charcos que se congelaban al instante en cristales rojizos, resbaladizos bajo los cascos que patinaban y derribaban a jinetes enteros. Grupos enteros de mercenarios eran barridos por oleadas de zusianos montados, sus martillos girando en arcos amplios que pulverizaban hombros y costillas, enviando fragmentos de hueso astillado volando como una lluvia que se incrustaba en las caras de los aliados cercanos, dejando surcos sangrientos que se llenaban de lágrimas y pus antes de que el frío los sellara en máscaras grotescas de agonía.
A lo largo de la línea frontal, donde el clamor de los gritos se mezclaba con el crujido de huesos y el chapoteo de vísceras, decenas de jinetes ligeros de los Leones de Obsidiana cargaban en manadas, sus lanzas adornadas con tiras de seda negra ondeando como serpientes venenosas, buscando las juntas expuestas en las armaduras zusianas. Pero los martillos respondían con salvajismo, interceptando cascos y yelmos en impactos que deformaban el metal en concavidades retorcidas, comprimiendo cráneos hasta que los cerebros brotaban por las orejas y narices en chorros de masa grisácea y rosada, mezclada con fragmentos de dientes rotos que salpicaban el suelo como granizo ensangrentado. En un sector del caos, un pelotón de jinetes ligeros intentó flanquear la formación zusiana, pero fueron recibidos por miles de jinetes ligeros zusianos, lanzas de ambos bandos perforaban pechos expulsando pulmones inflados que se desinflaban con silbidos ahogados, mientras hígados y riñones se derramaban en montones resbaladizos que hacían tropezar a las bestias, enviando a los caídos a rodar bajo los cascos que los pisoteaban hasta convertirlos en pulpa irreconocible, con huesos triturados mezclándose con la nieve teñida de carmesí.
Más allá, en las extensiones donde las filas se extendían hasta el horizonte nublado, escuadrones de arqueros soltaban andanadas de flechas contra la infanteria pesada zusiana, perforando gargantas y juntas, pero los pesados zusianos avanzaban imparables, sus alabardas descendiendo en barridas que decapitaban a docenas de infantería mercenaria, cabezas rodando por el hielo con expresiones congeladas de terror, ojos vidriosos aún parpadeando mientras lenguas hinchadas colgaban de bocas abiertas en gritos mudos. La sangre brotaba en fuentes rojas, pintando el aire con nieblas rojas que se condensaban en gotas heladas sobre las barbas y crines, y los heridos gateaban entre los cadáveres, arrastrando entrañas expuestas que se congelaban en espirales rígidas. En otro flanco, una carga masiva de caballería mercenaria se estrellaba contra una muralla de escudos zusianos, resultando en un torbellino de extremidades amputadas: brazos volando con dedos aún crispados en puños, piernas seccionadas que se retorcían en espasmos finales, y torsos eviscerados que vomitaban contenidos estomacales ácidos y semidigeridos, mezclándose con bilis amarillenta que corroía la nieve y liberaba vapores nauseabundos que asfixiaban a los vivos.
El hedor a hierro oxidado, excrementos liberados en la muerte y carne chamuscada por el roce de armaduras impregnaba todo, mientras que en secciones centrales, miles de jinetes mercenarios se veían rodeados, sus lanzas chocando inútilmente contra los martillos que descendían como avalanchas, aplastando clavículas y columnas en crujidos ensordecedores que reverberaban sobre los gemidos de los moribundos. Algunos se aferraban a sus asesinos, para usar sus katares en las rendijas de las armaduras zusianas, pero fueron recompensados con contragolpes que les abrían el vientre de lado a lado, permitiendo que bucles de intestinos se desenrollaran como cuerdas viscosas, pisoteados hasta convertirse en una pasta pegajosa que adhería botas y cascos al suelo helado.
En las periferias del caos, donde las reservas de los Batallones de Plata se unían a la refriega, batallones enteros de thaekianos eran aniquilados en minutos: alabardas y martillos de caballería pesada y media que descendían sobre cráneos expuestos, reventándolos como melones maduros en explosiones de sesos gelatinosos y fragmentos óseos que salpicaban a compañeros, cegándolos con glóbulos oculares reventados y fluidos cerebrales que se pegaban a las pestañas como resina pegajosa. Monturas relinchaban al resbalar en charcos de médula espinal derramada, derribando a jinetes que eran pisoteados hasta que sus costillas perforaban pulmones, expulsando borbotones de sangre espumosa con cada jadeo final.
Pero al parecer era lo que Zahim quería, atrayendo a los Zusianos a un cuello de botella, un estrechamiento natural donde el río se angostaba entre salientes rocosos cubiertos de escarcha que ocultaban nichos excavados. Vladek, con su vista aguda, notó el sutil repliegue de los mercenarios, no una retirada caótica, sino un retroceso calculado que dejaba senderos aparentes de huida, pero el impulso de su carga era inexorable, impulsado por la necesidad de romper el flanco antes de que los thaekianos se reagruparan. Al entrar en el embudo, los jinetes pesados se compactaron, sus armaduras chocando con un estruendo metálico que ahogaba los relinchos de los caballos. Zahim, desde un saliente elevado donde la niebla lo camuflaba, dio la señal con un silbido agudo que cortó el aire como una daga invisible. Sus mercenarios emergieron de las grietas laterales, no en una oleada frontal, sino en ataques pinchados: jabalinas con puntas serradas que perforaban las bardas de los caballos zusianos, abriendo heridas en los flancos equinos que liberaban chorros de músculo deshilachado y tendones seccionados, haciendo que las bestias se encabritaran y colapsaran en pilas que obstruían el paso, aplastando a sus jinetes bajo toneladas de peso convulsionante.
Vladek, en el corazón de la melé, giró su arma —una alabarda con hoja curva reforzada por aleaciones de las forjas de Sarnath— para interceptar a un mercenario que saltaba desde una roca, la hoja hundiéndose en el torso del atacante en un corte limpio, un giro que rasgó costillas como páginas de un libro antiguo, exponiendo el hígado que se deslizó en una masa resbaladiza sobre el hielo, donde se congeló en una forma grotesca antes de ser pisoteado en pasta. Zahim, descendiendo con su espada curva en mano, coordinaba contrataques que explotaban la compactación: sus hombres usaban garfios atados a cuerdas para enganchar armaduras y tirar a los jinetes al río, donde el hielo se rompía bajo el peso, sumergiendo a los zusianos en corrientes heladas que les robaba el aliento en un abrazo asfixiante.
La pelea se extendió en un caos de flanqueos intermitentes, donde los Leones de Obsidiana usaron la niebla para desaparecer y reaparecer, clavando katares en juntas de armadura que liberaban no solo sangre, sino fragmentos de tendón que se enredaban en las cinchas de las sillas, causando caídas en cadena. Vladek rugió órdenes para reformar, sus jinetes pesados formando un semicírculo que absorbía los asaltos, sus martillos descendiendo en arcos que convertían cráneos en concavidades rellenas de masa encefálica que se filtraba por las viseras en hilos grises y pegajosos. Zahim, reconociendo la resiliencia de Vladek, ordenó un repliegue parcial para atraerlo más profundo, sabiendo que cada metro ganado costaba reservas que debilitarían el asalto principal de Quentin, convirtiendo el flanco en un drenaje lento pero constante de fuerzas zusianas
En el vasto flanco occidental, donde las alturas nevadas se entretejían en un laberinto interminable de picos escarpados, grietas profundas y precipicios traicioneros que formaban un caos natural de rocas dentadas y abismos helados, cientos de miles de guerreros thaekianos y zusianos se enzarzaban en un torbellino de matanza indiscriminada, sus formaciones chocando como glaciares en colisión, aplastando a legiones enteras bajo el peso de avances implacables. Konrad mantenía sus líneas con una precisión férrea e inquebrantable, sus batallones pivotando en bloques coordinados que absorbían las andanadas zusianas sin romperse, redistribuyendo el impacto como engranajes de una máquina colosal que giraba para triturar al enemigo en pedazos sangrientos. De repente, nieblas repentinas descendieron como velos traicioneros y asfixiantes, condensándose desde las cumbres en capas espesas y opacas que reducían la visibilidad a meros contornos borrosos y fantasmales, un fenómeno natural y letal en las montañas de Karador que convertía el campo en un velo de muerte impredecible.
Aprovechando la bruma cegadora, Konrad despachó a sus tiradores en oleadas masivas, descargando proyectiles sobre las siluetas indistintas de las hordas zusianas, sus flechas y virotes silbando en ráfagas de salvas dirigidas a masas compactas donde el eco de impactos revelaba densidades enemigas, perforando carne y armadura en una lluvia interminable que convertía el suelo en un tapiz resbaladizo de fluidos derramados. Decenas de flechas perforaban juntas de yelmos zusianos, hundiéndose en sienes y ojos con chasquidos sordos y húmedos, dejando a soldados tambaleándose ciegos mientras sus cerebros se licuaban en chorros grises que se filtraban por las rendijas, salpicando a compañeros que pisoteaban los cuerpos caídos, aplastando cráneos bajo botas que crujían huesos como ramas secas. En secciones enteras del flanco, grupos de zusianos avanzaban a tientas, solo para ser acribillados por andanadas que atravesaban muslos y abdómenes, seccionando arterias que expulsaban fuentes de sangre hirviente, formando charcos que se congelaban al instante en cristales rojizos y quebradizos, haciendo que monturas y hombres resbalaran en avalanchas colectivas que arrastraban a cientos hacia precipicios donde rocas afiladas como cuchillas los destrozaban en caídas vertiginosas, miembros arrancados volando en espirales mientras torsos se abrían contra aristas que exponían vísceras humeantes al aire gélido.
Los zusianos mandaron a sus ballesteros, sus virotes gruesos emergiendo de la niebla como espectros vengativos, clavándose en escudos thaekianos que se astillaban en fragmentos afilados que se incrustaban en caras, cuellos y pechos, perforando pulmones que se desinflaban con silbidos ahogados mientras borbotones de sangre espumosa brotaban de bocas abiertas en gritos mudos. En un sector del laberinto rocoso, un virote atravesaba los craneos de los tiradores thaekianos y emergía por la nuca en un hilo viscoso de materia cerebral mezclada con astillas de hueso, extendiéndose como una cuerda pegajosa antes de romperse y salpicar a aliados cercanos que, cegados por glóbulos oculares reventados, tropezaban y caían en grietas donde el peso de cuerpos acumulados los comprimía hasta que costillas se incrustaban en órganos vitales, liberando excrementos y bilis en un hedor nauseabundo que impregnaba la bruma. Los cuerpos rodaban por las laderas en avalanchas masivas que arrastraban a más, convirtiendo el flanco en un remolino caótico de extremidades retorcidas, armaduras entrechocando y vísceras expuestas, mientras las avalanchas los arrastraban a todos hacia precipicios donde rocas dentadas trituraban huesos en fragmentos irreconocibles, mezclando carne pulverizada con nieve teñida de carmesí en un lodo pegajoso que obstruía las grietas.
Más allá, en las extensiones donde las alturas se extendían hasta horizontes nublados, escuadrones de infantería ligera zusiana cargaban a ciegas a través de la niebla, sus hachas y espadas cortando aire y carne por igual, pero eran recibidos por emboscadas thaekianas que emergían de rocas ocultas, lanzando jabalinas que perforaban sus pechos, colgando de puntas ensangrentadas antes de que el frío los petrificara en trozos rígidos. Konrad, desde su posición elevada donde la niebla se disipaba ligeramente en remolinos traicioneros, ajustaba órdenes con gestos secos transmitidos por banderas de señales que cortaban la bruma como cuchillas espectrales, sus batallones reformando en bloques impenetrables para explotar la confusión: infantería media avanzando en cuñas masivas que pinchaban las líneas enemigas, sus espontones perforando abdómenes en estocadas profundas que liberaban bucles humeantes de intestinos que se enredaban en botas y piernas, causando tropiezos colectivos que abrían brechas para contraataques salvajes, donde espadas thaekianas arrancaban algunas cabezas zusianas rodando por pendientes con expresiones congeladas de agonía, ojos hinchados reventando en explosiones de gelatina viscosa que cegaban a los vivos.
En otros sectores, formaciones thaekianas se veían rodeadas por contraemboscadas, sus líneas quebradas por cargas zusianas que emergían de la bruma como demonios, hachas de peto y alabardas descendiendo sobre cráneos que se abrían como huevos rotos, sesos derramándose en masas gelatinosas que se pegaban a las armaduras, mientras heridos gateaban entre pilas de cadáveres, arrastrando entrañas expuestas que se congelaban en espirales rígidas y quebradizas. Su defensa no solo detenía el avance zusiano, sino que lo sangraba de momento en un goteo constante de horror, permitiendo a Konrad ganar minutos preciosos para sincronizar con el centro del campo de batalla, donde el agotamiento empezaba a manifestarse en formaciones que se doblaban como metal fatigado bajo presión constante de Quentin.
En las profundidades del laberinto de picos, donde precipicios se abrían como fauces hambrientas, batallones thaekianos tendían emboscadas en salientes rocosos, lanzando rocas y troncos rodantes que aplastaban a columnas zusianas enteras, convirtiéndolas en pulpa irreconocible con huesos triturados mezclándose con carne desgarrada en charcos que se filtraban por grietas, atrayendo avalanchas secundarias de nieve y cuerpos que sepultaban a vivos y muertos por igual, comprimiendo pulmones hasta el estallido en explosiones internas de sangre y aire. Más adelante, en valles estrechos flanqueados por paredes heladas, cargas de caballería se estrellaban en un caos de monturas empaladas que derramaban intestinos equinos en montones resbaladizos, jinetes arrojados al suelo donde eran pisoteados hasta que sus costillas perforaban órganos, expulsando orina y sangre en arroyos que serpenteaban por el terreno, congelándose en venas rojizas que craqueaban bajo nuevas oleadas. El hedor a hierro oxidado, vísceras podridas y excrementos liberados en la muerte saturaba la niebla, haciendo que guerreros vomitaran bilis amarillenta que se mezclaba con la nieve, mientras en secciones centrales del flanco, miles de arqueros zusianos soltaban andanadas ciegas que perforaban gargantas thaekianas, lenguas hinchadas colgando de heridas abiertas en gritos gorgoteantes, y los caídos se acumulaban en pilas grotescas donde extremidades entrelazadas formaban nudos de carne retorcida. Por todo el flanco, el caos se extendía en un mosaico de montones humeantes que antes eran humanos.
Albrecht tenía que pensar en cómo ganar más tiempo para el ataque en pinza y para que el flanco sur de esta gran campaña no retrocediera como el flanco norte, donde informes recientes hablaban de retrocesos catastróficos. Mandó mensajeros a su derecha, órdenes de avanzar con cautela pero firmeza, preparando formaciones en cuña para un asalto coordinado que explotaría un saliente débil en las defensas zusianas, mandó su orden para que el centro empezara a formar la tenaza que detendría el avance de Quentin, quien como un maldito huracán de sangre y extremidades no dejaba de arrasar con el centro, doblando peligrosamente su frente en un arco que amenazaba con envolver reservas thaekianas en un bolsillo de aniquilación.
Con un gesto a Ewald, este tomó a algunas élites, la formación que ordenó tenía un punto débil intencional, un hueco simulado en el centro donde las líneas se adelgazaban para atraer a Quentin como una trampa de acero disfrazada de oportunidad, permitiendo que Ewald flanqueara con sus élites en un contraataque que frenara o matara al imperturbable lo antes posible. Ewald, con su alabarda relicta en mano, avanzó con pasos medidos, sabiendo que este movimiento no era un duelo de honor, sino una disección táctica donde cada golpe debía erosionar la confianza de Quentin, obligándolo a cometer un error que Albrecht pudiera explotar para revertir el flujo de la batalla. Mientras tanto, en secciones periféricas del valle, escaramuzas aisladas estallaban como fuegos fatuos.
Quentin miró como las formaciones thaekianas empezaban a cambiar, un sutil reacomodo que no escapaba a su ojo entrenado, forjado en campañas donde el más mínimo desplazamiento de escudos podía preludiar una trampa o una debilidad expuesta. Las líneas frontales, antes un muro compacto de placas plateadas que absorbían impactos como una esponja de metal, se curvaban ahora en arcos amplios, permitiendo que reservas se filtraran hacia los flancos en movimientos que recordaban el flujo de un río bifurcándose alrededor de rocas intransigentes. Sabía que algo venía —un contraataque coordinado, quizás, o un intento desesperado de envolver su empuje central—, y por eso había iniciado esa carga final, un torrente de acero y monturas que necesitaba al menos matar a uno de los generales contra los que se enfrentaba. ¿Y qué mejor que el segundo general de Thaekar, Albrecht von Drakenwald, cuya reputación como el "Dragón de Hierro" lo convertía en un trofeo que no solo rompería el espíritu enemigo, sino que abriría una brecha irreparable en su cadena de mando, permitiendo a los legionarios zusianos derramarse como una inundación por las grietas del valle? Matarlo no era solo venganza o estrategia; era un cálculo frío para acelerar el colapso, ya que informes de exploradores informaban que Albrecht coordinaba refuerzos desde el franco derecho, y su caída desorganizaría las señales que mantenían unido el frente sur.
Quentin, junto a sus Heraldos del Abismo caballería pesada de élite de sus legiones personales, a su mano derecha y su espada, avanzaba como el eje de una rueda destructiva. Iosif Dragovich, "El León de Ojos Amatistas", cabalgaba a su lado derecho, un hombre de presencia imponente que parecía absorber la luz mortecina del valle, su melena rubia cayendo en ondas salvajes que se agitaban con cada galope, enmarcando un rostro recto y definido donde una mandíbula cuadrada proyectaba sombras duras bajo la escarcha acumulada. Su mirada penetrante, escrutaba no solo el terreno inmediato sino las intenciones ocultas en las formaciones enemigas, como si pudiera desentrañar los hilos invisibles de las órdenes thaekianas. Sus ojos, de un morado profundo que evocaba las amatista extraídas de las minas a su alrededor parecían escrutar el alma de quienes los cruzaban, detectando vacilaciones que convertía en oportunidades letales. La barba que rodeaba su mandíbula estaba perfectamente cuidada, recortada en ángulos precisos que acentuaban su apariencia de líder calculador y formidable, un contraste deliberado con el salvajismo de la batalla que lo rodeaba.
Su complexión era atlética, con una musculatura definida que había forjado del dolor en un aliado, endureciendo tendones hasta que se volvían como cuerdas de arco tensadas al límite. Vestía una armadura ornamentada en tonos oscuros con detalles dorados que serpenteaban como venas de oro fundido sobre placas curvadas, con un diseño intrincado y sofisticado que incorporaba grabados de leones rampantes entrelazados con runas ancestrales que se decía invocaban resistencia en el fragor del combate. Su porte era elegante, casi aristocrático, pero sus ojos y su arma estaban ardiendo con una intensidad feral, su alabarda en mano cortaba todo a su paso en dos, la hoja descendiendo en giros que no solo partían thaekianos en secciones irregulares —dejando placas colgando de remaches retorcidos como pieles mudadas a la fuerza—, sino que comprimía huesos subyacentes en fracturas que resonaban como ramas secas quebrándose bajo peso invisible, obligando a los enemigos a colapsar en pilas donde sus propias armas se volvían obstáculos para los que venían detrás.
A su izquierda cabalgaba su espada, Bogdan Dragovich, "El Torbellino de Hierro", un hombre cuya figura imponía respeto con la solidez de un bastión andante, una apariencia de noble guerrero que exudaba la herencia compartida con su hermano mayor, Iosif, pero amplificada en robustez. Era una copia casi exacta en facciones —el mismo rostro definido, la mandíbula cuadrada que parecía desafiar al viento gélido, y ojos amatistas que perforaban la niebla como faros en tormenta—, pero con una complexión más robusta, hombros anchos como yugos de bueyes y músculos que se contraían bajo la armadura como resortes tensos listos para desatarse. Ambos hermanos, junto a los Heraldos del Abismo, penetraban el centro atravesando con pirática fuerza bruta y una brutalidad no ciega, sino canalizada en formaciones que se adaptaban al terreno irregular, explotando grietas donde los thaekianos se atascaban, sus caballos relinchando con furia mientras pisoteaban cuerpos caídos en masas informes, herraduras clavándose en torsos ya inertes con crujidos que liberaban fluidos espesos que se mezclaban con la nieve en una pasta viscosa y resbaladiza. Las alabardas caían en torbellinos rojos, sus armaduras girando en espirales descendentes que desmenbraban todo a su paso.
De pronto, las formaciones thaekianas se consolidaron en media lunas densas, arcos curvados de escudos superpuestos que se anclaban en salientes rocosos para absorber el empuje, con infantería pesada en el núcleo reforzando las curvas con hachas de peto que se extendían como espinas de un erizo metálico, mientras en los flancos caballería pesada thaekiana se desplegaba en cuñas compactas, sus jinetes empezaron a cargar para contrarrestar cargas directas, creando un embudo que canalizaba el avance zusiano hacia puntos de máxima resistencia. Esta transformación no era un mero repliegue; era una trampa viva, donde las medias lunas se contraían ligeramente para atraer, solo para expandirse en contraembestidas que explotaban la carga enemiga, con infantería ligera thaekiana emergiendo de reservas ocultas en grietas laterales para pinchar flancos expuestos. Quentin, percibiendo el cambio predecible, ajustó su carga, ordenando a sus jinetes pesados formar puntas de flecha que perforaran los centros de las medias lunas, explotando la densidad para crear brechas donde el peso colectivo de los thaekianos se volvía en su contra.
En el corazón de una de esas medias lunas, el "Dragón de Plata" junto a sus élites cargó penetro la linea de Heraldos de Quentin, su alabarda alzada en un arco que buscaba directamente a Quentin, cortando a través de dos Heraldos en un barrido que mando a volar sus cráneos en un arco carmesí, su carga un intento audaz de decapitar el avance zusiano en su núcleo. Pero Bogdan, anticipando el movimiento con una vuelta brusca de su montura que hizo crujir el hielo bajo los cascos, interceptó a Ewald no con un choque frontal, sino con un gancho lateral de su alabarda que enganchó la correa de la hombrera del thaekiano, tirando con fuerza bruta que desequilibró al "Dragón de Plata" y lo hizo rodar de su caballo en una caída torpe, su armadura grisácea arañando la nieve en surcos irregulares mientras su cuerpo rebotaba contra una roca saliente, comprimiendo su hombro en un ángulo que dislocó su hombro con un pop audible, dejando a Ewald jadeando en el suelo, su alabarda se clavó a un metro de distancia en el barro, mientras los Heraldos lo rodeaban sin rematarlo aún, usándolo como cebo para atraer más thaekianos al caos.
Quentin, sin detenerse, siguió avanzando, su alabarda trazando senderos de destrucción que abrían el centro como una herida que se ensanchaba, mientras en los flancos la artillería zusiana eructaba nuevas salvas de bolas de hierro ardiente, impactando en las medias lunas thaekianas con explosiones que desintegraban secciones enteras, enviando placas de armadura volando como hojas muertas en una tormenta, incrustándose en carne expuesta donde perforaban músculos profundos que se contraían en espasmos incontrolables, obligando a los thaekianos a reformar bajo el peso de compañeros colapsados. En una sección cercana, un cañón zusiano descargó una andanada que pulverizó un nudo de caballería pesada thaekiana, los fragmentos incrustándose en bardas equinas que se partían en astillas que se clavaban en jinetes, comprimiendo pulmones contra costillas astilladas en un colapso colectivo de relinchos ahogados y jadeos entrecortados, mientras los supervivientes patinaban en el lodazal resultante, sus formaciones disolviéndose en un remolino de pánico que Quentin explotaba con embestidas laterales de sus Heraldos, cortando rutas de escape y convirtiendo el valle en un laberinto de muerte donde cada giro llevaba a más caos.
El avance de los zusianos continuaba inexorable, pero Quentin sentía el peso aplastante de la resistencia thaekiana intensificándose como una garra invisible que se cerraba alrededor de sus legiones, no en una pared sólida de oposición sino en el sutil endurecimiento de las líneas enemigas, un estrangulamiento gradual que comprimía el espacio disponible para maniobras con cada paso atronador de sus Heraldos, convirtiendo el terreno en un laberinto resbaladizo de cuerpos destrozados y ríos congelados de sangre espesa que se coagulaba en grumos gelatinosos bajo los cascos. Por todo el frente central, donde formaciones colosales de infantería zusiana aprovecharon las aberturas chocando como olas rompiendo contra acantilados, los thaekianos endurecían sus filas, sus hachas de peto y espontones perforando pechos zusianos en estocadas profundas que liberaban chorros de sangre hirviedo, pintando la nieve en arcos rojos que se congelaban al instante en rubíes, mientras heridos se arrastraban entre pilas de cadáveres, arrastrando entrañas expuestas que se enredaban en las botas de aliados, causando tropiezos masivos que abrían brechas para contracargas salvajes, cabezas rodando por el hielo con mandíbulas colgantes y ojos reventados en explosiones de gelatina viscosa que cegaban a los vivos.
Las señales de humo elevándose desde crestas distantes, columnas espirales de gris opaco que se disipaban en la niebla como susurros de advertencia teñidos de hollín y cenizas de hogueras alimentadas con huesos enemigos, indicaban refuerzos aproximándose en hordas interminables, posiblemente batallones frescos arrastrados de reservas ocultas en los valles laterales, donde miles de thaekianos marchaban en columnas serpenteantes, sus armaduras chirriando contra el viento gélido mientras pisoteaban a los rezagados que colapsaban de agotamiento, aplastando cráneos bajo botas que crujían huesos como cáscaras de nuez. En el horizonte nublado, sombras de formaciones adicionales se materializaban como siluetas borrosas y amenazantes bajo la luz filtrada por nubes bajas cargadas de nieve, amenazando con cerrar la tenaza que Albrecht había orquestado con maestría sangrienta, un movimiento que Quentin reconocía como un eco de tácticas thaekianas clásicas: no un cerco rápido, sino un estrangulamiento lento y agonizante que asfixiaba avances mediante desgaste acumulado, sangrando a las legiones zusianas gota a gota en un torrente colectivo de heridas supurantes.
Sin embargo, con Iosif y Bogdan flanqueándolo en un triángulo de devastación, sus alabardas girando en arcos que desmenbraban a cualquier thaekiano cercano, enviando fragmentos de hueso astillado que se incrustaba en caras aliadas, dejando surcos sangrientos que se llenaban de pus helado, y los cañones zusianos recargando para otra salva atronadora que haría estallar torsos en explosiones de vísceras humeantes, Quentin presionó adelante para perforar el corazón thaekiano antes de que se cerrara por completo, sus Heraldos cargando en oleadas que pisoteaban a los caídos, convirtiendo el suelo en una pasta pegajosa de carne triturada, médula derramada y fluidos corporales que se mezclaban en un lodo rojo y negro donde monturas relinchaban al resbalar, derribando a jinetes enteros que eran aplastados bajo cascos hasta que sus costillas perforaban pulmones, expulsando borbotones de sangre espumosa con cada jadeo final.
Mientras tanto, en ambos flancos donde el caos se extendía como una plaga devoradora, las acciones empezaban a actuar en conjunto, un sincronismo no planeado pero inevitable en el flujo caótico de la batalla que abarcaba legiones enteras, donde Zahim, en el oriental envuelto en nieblas traicioneras, inició una ofensiva brutal para contraatacar y presionar a Vladek, desplegando sus Leones de Obsidiana en hordas masivas usando la niebla como velo espectral para ocultar avances en cuñas puntiagudas que pinchaban los bordes de la caballería e infantería zusiana, sus espadas curvas y lanzas perforando las armaduras zusianas. Zahim, con su espada curva en mano goteando trozos de carne y tendones arrancados, ordenó un asalto coordinado desde salientes ocultos, sus mercenarios emergiendo como espectros vengativos de la bruma, clavando lanzas con hojas de palma en gargantas y pechos, perforando pulmones que se desinflaban con silbidos ahogados mientras chorros de bilis amarillenta brotaban de heridas abiertas, salpicando a compañeros que, cegados por ojos reventados, tropezaban y caían en grietas donde el peso de cuerpos acumulados los comprimía hasta el estallido de órganos internos.
Vladek, percibiendo el cambio en el ambiente cargado de hedor a hierro oxidado y excrementos liberados en la muerte, desvío algunos de los cañones de órgano hacia el flanco con un rugido de mando que reverberaba sobre los gemidos de los moribundos, debilitando la ofensiva de Zahim con salvas atronadoras que perforaban filas enteras de mercenarios, bolas de hierro gruesas atravesando torsos en hileras que expulsaban nubes carmesí, convirtiendo el hielo en un pantano congelado donde piernas se rompían en caídas, huesos astillados protruyendo de carne desgarrada en ángulos grotescos. En secciones del flanco oriental, donde batallones chocaban en remolinos de brutalidad, alabardas y hachas de peto zusianas respondían contra las lanzas y sables de los Leones, y las hachas de peto y espolones de los Batallones de Plata, cortando extremidades en amputaciones irregulares que dejaban brazos colgando de tiras de tendón contraídas, mientras heridos gateaban suplicando, arrastrando entrañas que se congelaban en espirales rígidas.
En el flanco occidental, Konrad mantenía su ofensiva con una tenacidad férrea, éste tenía la ventaja de no tener comandantes destacados contra él en ese sector; en cambio, enfrentaba a comandantes de legión veteranos, hombres endurecidos quienes habían aprendido a leer el terreno como un pergamino antiguo empapado en sangre, intuyendo la maniobra thaekiana a través de los sutiles cambios en los apresurados movimientos y por las señales de Quentin que advertían de un cambio inminente, sus tropas se empezaron a reagrupár en bloques impenetrables mientras pisoteaban a los caídos, aplastando cráneos en crujidos ensordecedores que se mezclaban con el chapoteo de vísceras derramadas. Estos comandantes empezaron a desligarse de sus posiciones periféricas, reagrupando tropas dispersas para reforzar el centro en un flujo masivo, reuniendo a los zusianos que se habían extendido en escaramuzas menores y canalizándolas hacia el núcleo como afluentes uniéndose a un río mayor de muerte, aguantando lo que tenía que aguantar: no un avance ciego, sino una consolidación que convertía el centro en un yunque resistente donde los thaekianos golpearían en vano.
Cuando Quentin empezó a romper la formación de Albrecht en el corazón del valle, perforando el centro en un empuje colosal que doblaba las medias lunas thaekianas como metal fatigado bajo un martillo invisible, creando brechas donde legionarios se derramaban como un torrente liberado de sangre y acero, se escucharon ruidos distantes que crecían en intensidad, un clamor gutural que reverberaba por las laderas como el rugido de una tormenta aproximándose, estandartes de piel curtida, teñidos de un rojo oscuro en capas superpuestas de sangre seca y fresca, su símbolo cráneos ornamentados con cuernos retorcidos que goteaban trozos de carne fresca. Eran los Hijos del Alarido, una horda mercenaria de millones que irrumpió desde el flanco derecho del frente mayor, donde los hermanos Drakov estaban enzarzados en un duelo titánico contra ese general thaekiano mudo, Gustav Halberdthal. Los mercenarios cargaron con sus armas rústicas y dentadas descendiendo en tajos que separaban torsos en mitades irregulares, derramando intestinos humeantes que se enredaban en el hielo resbaladizo.
"Mierda", pensó Quentin con un destello de irritación que cortó su concentración como una grieta en una armadura impecable, reconociendo el error logístico que había permitido esta infiltración: posiblemente un desvío causado por el colapso de un paso montañoso cercano, o peor, la verdadera pinza siempre fue planeada por los Hijos del Alarido. Los mercenarios se avalanzaron contra su flanco derecho con ferocidad bestial, sus aullidos un coro ronco y discordante que reverberaba por las laderas como el lamento de bestias heridas y moribundas, precediendo a una oleada masiva que chocaba contra los heraldos periféricos de Quentin, hachas dentadas hundiéndose en hombros zusianos en tajos profundos que separaban brazos en amputaciones irregulares, dejando extremidades colgando de tiras de tendón que se contraían en espasmos finales antes de que los heridos fueran arrastrados al suelo por el peso de sus propias armaduras desequilibradas, donde eran pisoteados hasta que sus cráneos se abrían como melones maduros en explosiones de sesos gelatinosos.
Esta irrupción inesperada creó un vórtice de confusión en el flanco derecho, donde los zusianos, se veían forzados a improvisar defensas circulares contra la nueva horda mercenaria, Vladek tuvo que retirarse y reorganizar su fuerza mientras el hielo del río que habían cruzado la mayoría se quebró bajo el peso colectivo, enviando a cientos a aguas gélidas donde se ahogaban en un remolino de extremidades agitadas y borbotones de sangre que teñían el flujo en rojo, pero la mayoría de los zusianos cruzaron por las partes menos profundas, mientras los arqueros y ballesteros reforzaron el despliegue con andanadas que perforaban gargantas de mercenarios. Alabardas, hachas de peto, partesanas chocaron contra las lanzas con hoja de palma de los Leones de Obsidiana y las armas rústicas de los Hijos del Alarido, chocando en un torbellino donde tajos abrían pechos en grietas irregulares, expulsando pulmones inflados que se desinflaban con silbidos, mientras cañones de órgano se sobrecargaban en salvas que pulverizaban grupos enteros, enviando fragmentos de hueso y carne volando en nubes de metralla que se incrustaban en aliados.
Aun así, todo el flanco derecho estaba siendo superado por esa nueva ofensiva mercenaria conjunta, donde hordas de Hijos del Alarido y Leones de Obsidiana se fusionaban en un caos unificado. En secciones del río quebrado, mercenarios empalaban a zusianos en picas improvisadas, perforando abdómenes hasta que riñones se derramaban en montones humeantes. Heridos graves se arrastraban entre los caídos, sus rostros desfigurados por mandíbulas arrancadas y narices aplastadas, suplicando misericordia que nunca llegaba, mientras chorros de orina y sangre se mezclaban en arroyos congelados. Por todo el valle, el hedor a carne chamuscada, vísceras podridas y bilis saturaba el aire, hacia que guerreros vomitaran en medio de la matanza, y en las periferias, reservas thaekianas se unían a la refinada, convirtiendo el flanco en un matadero interminable de miles de cuerpos mutilados apilados en montones irregulares, extremidades entrelazadas en nudos de agonía, y el suelo transformado en un tapiz viviente de horror donde la nieve reflejaba el cielo gris en un espejo roto de muerte absoluta
Quentin ajustó su estrategia sobre la marcha con una precisión letal, ordenando a Bogdan desviar una sección masiva de heraldos para contener la avalancha de los Hijos del Alarido que se desprendían del núcleo central como una rama cortada de un tronco putrefacto, cargando hacia el flanco derecho con formaciones en cuña que pisoteaban a los caídos, convirtiendo el suelo en un lodo pegajoso de extremidades trituradas y vísceras derramadas. Bogdan lideraba la desviación con un rugido gutural que cortaba el clamor ensordecedor de gritos agonizantes y metales chocando, sus hombres respondiendo con una disciplina férrea que contrastaba con el caos circundante, clavando hojas en los primeros alaridantes que emergían de la niebla en hordas caóticas, tajos salvajes y estocadas profundas que mandaban a volar torsos eviscerados y miembros amputados en arcos sangrientos, dejando brazos colgando de tiras de tendón contraídas que se retorcían en espasmos finales mientras cuerpos colapsaban en pilas resbaladizas donde el peso colectivo incrustaba costillas en pulmones perforados, expulsando borbotones de sangre espumosa y bilis amarillenta que se mezclaba con la nieve en vapores nauseabundos.
Por todo el flanco derecho, donde legiones enteras chocaban como glaciares en colisión, la infantería pesada zusiana se formo para crear barreras improvisadas entre salientes rocosas para detener el incremento de las ofensivas thaekianas, sus alabardas alzándose como una valla de espinas metálicas cubiertas de jirones de carne fresca, interceptando cargas en violentos impactos que abrían pechos en grietas irregulares, derramando pedazos de metal y carne que se pegaban a las botas en grumos gelatinosos, mientras heridos gateaban entre los cadáveres apilados. En secciones adyacentes, escuadrones de Hijos del Alarido irrumpían con armas dentadas que descendían en barridas brutales, separando hombros y cuellos en amputaciones irregulares que expulsaban cascadas humeantes, pintando el aire en nieblas rojas que se condensaban en gotas heladas sobre armaduras y crines, los zusianos respondían con contraataques que perforaban abdómenes en estocadas que liberaban bucles de intestinos humeantes, enredándose en las piernas, pisoteándolos hasta convertirlos en pulpa irreconocible con huesos astillados protruyendo de carne desgarrada en ángulos grotescos.
Mientras tanto, Iosif ayudaba a estabilizar el centro del valle, un remolino colosal de matanza donde formaciones de cientos de miles se entretejían en un tapiz de muerte, cabalgando a la vanguardia de jinetes pesados de élite que se desplegaban en líneas escalonadas como una marea imparable, sus ojos amatistas escrutando las brechas thaekianas para sellarlas con contraembestidas precisas y devastadoras, sus martillos de guerra descendiendo en arcos que interceptaban avances enemigos antes de que se materializaran, comprimiendo escudos en deformidades retorcidas que presionaban brazos contra torsos hasta que músculos se rasgaban en chorros de tejido fibroso y sangre coagulada, forzando retrocesos masivos que daban espacio a Quentin para mantener su enfoque. En el núcleo central, donde el clamor de gritos se mezclaba con el crujido de huesos y el chapoteo de fluidos derramados, decenas de miles de infantes ligeros thaekianos cargaban en manadas desesperadas, sus lanzas perforando gargantas expuestas o piernas, mientras los infantes ligeros zusianos formaban grupos donde unos atascaban con parmesanas y otros con sus arcos compuestos, dejando a heridos retorciéndose en agonía mientras chorros de médula espinal derramada se congelaban en hilos blancos y rojos que se pegaban a la nieve como resina pegajosa.
Quentin, aún apuntando hacia el cuartel general de Thaekar, una elevación rocosa salpicada de estandartes plateados que ondeaban como desafíos lejanos bajo la luz mortecina del atardecer inminente teñida de humo y cenizas de hogueras alimentadas con cadáveres, avanzaba como un ariete inexorable que perforaba líneas enteras, sus formaciones doblándose bajo su presión en un caos de extremidades mutiladas y torsos eviscerados. Su alabarda descendía en rápidas y violentas estocadas que cercenaban no solo individuos sino secciones enteras de thaekianos, cortando armas, escudos y armaduras como si fueran capas de pergamino empapado en sangre, la hoja curva hundiéndose en placas que se partían en fisuras irregulares, liberando remaches que se incrustaban en carne expuesta, los defensores colapsaron en pilas masivas donde sus propias armaduras y armas se volvían lastres, misntras los caballos los pisoteadas hasta que cráneos se abrían como melones maduros en explosiones de sesos gelatinosos que salpicaban a compañeros cercanos, cegándolos con glóbulos oculares reventados y fluidos cerebrales viscosos. Por todo el frente central, el avance se volvía más amargo con una muerte omnipresente, un tapiz de caos donde el progreso zusiano se pagaba con un peaje de cuerpos que se acumulaban en barreras naturales irregulares, el suelo convirtiéndose en un mosaico resbaladizo de metal retorcido, nieve compactada bajo pisotones constantes y charcos de orina liberada en la muerte que se mezclaban con sangre en arroyos congelados que craqueaban bajo nuevas oleadas.
En el centro, cañones zusianos arrastrados por equipos de artilleros con músculos tensos como cuerdas de arco y oídos sangrantes por el estruendo constante, eructaban salvas y salvas que iluminaban el valle en fogonazos anaranjados intermitentes, las bolas de hierro forjado cargadas con fragmentos de roca para maximizar el esparcimiento impactando en bloques thaekianos con detonaciones que no solo creaban cráteres humeantes y hediondos, sino que lanzaban ondas de choque que desequilibraban filas enteras, comprimiendo armaduras contra costillas hasta que huesos se astillaban en redes internas irregulares, inmovilizando soldados en posturas rígidas donde sus jadeos se ahogaban bajo el peso aplastante de compañeros caídos, torsos eviscerados vomitando sangte y vilis que corroían la nieve. Cañones de órgano, posicionados en elevaciones rocosas donde la niebla los ocultaba parcialmente, descargaban ráfagas múltiples que silbaban como enjambres de avispas metálicas enfurecidas, perforando escudos en patrones irregulares que dejaban orificios donde el metal se doblaba hacia adentro, presionando contra carne hasta que músculos se contraían en espasmos violentos que desarmaban a los thaekianos, obligándolos a soltar armas que rodaban por laderas en avalanchas menores, creando obstáculos resbaladizos que ralentizaban sus propios contraataques y causaban tropiezos donde piernas se rompían en ángulos grotescos, huesos protruyendo de carne desgarrada mientras heridos suplicaban entre pilas de cadáveres.
En el flanco izquierdo, el occidental, la contienda se volvía más estable en su muerte reñida y prolongada, un equilibrio precario donde las líneas no se rompían en estampidas caóticas sino que se erosionaban en un desgaste mutuo interminable, con infantería thaekiana y zusiana chocando en bloques compactos que absorbían impactos como esponjas de acero empapadas en sangre, cada embate dejando pilas de caídos que se convertían en trincheras improvisadas cubiertas de extremidades entrelazadas y vísceras expuestas que atraían a ratas de montaña. Konrad Eisenfaust ya no se limito a dirigir desde atrás; entro en combate con hacha de peto en mano, un arma masiva con hoja ancha reforzada por remaches que capturaban la luz en destellos opacos salpicados de sangre fresca, liderando una carga de caballería pesada thaekiana que se desplegaba en cuñas devastadoras, sus jinetes explotando grietas en las formaciones zusianas con alabardas que se hundían en junturas de cadera, inmovilizando piernas en ángulos torcidos que colapsaban jinetes en montones donde el peso equino los compactaba en masas indistinguibles de carne pulverizada y hueso triturado. Konrad descendía su hacha en un arco que interceptaba alabardazos zusianos, partiendo armas enemigas en choques que enviaban fragmentos metálicos volando como metralla que se incrustaba en caras y cuellos, y con golpes laterales que hundían la hoja en hombros, partiendo pechos hasta la cadera en tajos profundos que derramaban intestinos humeantes en montones resbaladizos, mientras su caballería alternaba entre cargas frontales que perforaban núcleos enemigos en remolinos de extremidades amputadas y flanqueos donde emergían como sombras de la niebla, perforando flancos con alabardas que abrían vientres de lado a lado, liberando intestinos en chorros calientes.
En las extensiones del flanco occidental, donde picos escarpados formaban un laberinto de muerte, Konrad, montado en su corcel de pelaje gris moteado y salpicado de fluidos enemigos, lideraba cargas con un salvajismo calculado, su hacha descendiendo en violentos arcos que reventaban cráneos como huevos rotos, sesos derramándose en gelatinas viscosas que cegaban a aliados, mientras su caballería con alabardas en mano abría grandes brechas para que su infantería penetrara las formaciones zusianas, pisoteando senderos donde rocas sueltas se convertían en proyectiles bajo cascos pesados, perforando abdómenes en estocadas que expulsaban pulmones y corazones latiendo aún, colgando de puntas ensangrentadas antes de petrificarse en el frío. En secciones centrales del flanco, la infantería zusiana intentaban algunas contraofensivas, deteniendo la mayoría de avances.
Y después de que pasaran horas interminables, un lapso eterno donde el sol se hundía en un crepúsculo teñido de humo y cenizas, elongando sombras que se entretejían con pilas de caídos en un tapiz macabro de miles de cuerpos mutilados apilados en montones irregulares, Quentin emergía bañado en sangre espesa y puntas de acero roto, sus heraldos agrandando la brecha que logro abrir, ensanchandola como una grieta en hielo bajo presión constante, creando pasillos de caos donde legiones se derramaban pisoteando estandartes caídos que se convertían en alfombras irregulares bajo botas y pezuñas, aplastando cráneos en crujidos que reverberaban sobre los gemidos de los moribundos. Ambos flancos permanecían inestables pero aguantando el embate enemigo con una tenacidad sangrienta, un equilibrio precario donde Zahim y Konrad mantenían presiones constantes que drenaban reservas zusianas en escaramuzas prolongadas, donde la muerte se acumulaba en capas gruesas que convertían el valle en un laberinto de extremidades crispadas y torsos eviscerados.
De pronto, en el corazón de la brecha central, Johann emergió de una reserva oculta con un contingente de miles de élites thaekianas, su lanza alzada en una carga que buscaba directamente a Quentin, su montura galopando a través de un tapiz de caídos donde cascos chapoteaban en masas compactadas de carne triturada y fluidos derramados, su empuje perforando el núcleo como una lanza hundiéndose en arcilla blanda y sanguinolenta, creando un pasillo de caos donde guerreros se derramaban en oleadas. Johann, con su cabello rojo pegado a la frente por sudor helado que se cristalizaba en gotas irregulares salpicadas de sangre enemiga, embistía con una estocada ascendente que buscaba la junta bajo el brazo de Quentin, pero Quentin respondió con un giro lateral que enganchaba la lanza tirando a Johann de equilibrio y dejando una brecha donde un corte de su alabarda le arrancó parte de su brazo en un tajo profundo que separaba músculo y hueso, Johann intentó desenvainar con la mano sobrante, solo para que un golpe de Quentin con el mango de la alabarda lo impactara en el yelmo, la sangre brotando por las rendijas en hilos viscosos, cayendo a una pila convulsionante donde su lanza cayó al barro, hundiéndose en una pasta de nieve y carne acumulada, pisoteada por monturas que lo arrastraban al olvido.
Cuando Quentin empezó a avanzar despedazado a las élites que intentaron detenerlo Ballesteros thaekianos, posicionados en salientes elevados donde la niebla los camuflaba como espectros vengativos, dispararon contra Quentin y sus fuerzas en una andanada sincronizada que cubrió una sección entera del frente, sus virotes gruesos silbando desde las alturas impactando contra él y todos a su alrededor, perforando cuellos de bestias en puntos vulnerables, causando que animales se encabritaran en relinchos ahogados antes de colapsar en pilas convulsionantes que derribaban a jinetes, obligando a Quentin a desmontar en un rodar controlado que lo dejaba expuesto momentáneamente entre cadáveres, aunque giró su alabarda en un arco defensivo que interceptó una docena de jinetes enemigos.
No pudo avanzar más para asesinar a Johann ni a Albrecht, el primero porque thaekianos lo arrastraron de vuelta a líneas seguras en un rescate apresurado y caótico, sus escudos formando un caparazón; el segundo porque el cuartel general se revelo como un señuelo astuto, con Albrecht ya reposicionado en una cresta adyacente elevada, manteniendolo fuera de alcance directo. Quentin tuvo que retroceder a regañadientes,.no podía avanzar más en medio del caos que se extendía por todo el valle, donde ambos lados habían perdido el control de la situación volviendo los alrededores en una carnicería.
Quentin ordenó una retirada mientras montaba un caballo ajeno, habia fallado en su intentó y necesitaba poner orden entre sus tropas aun si eso significa retroceder. Mientras él y sus exhaustas legiones retrocedían dejando tras de sí pilas de miles de mutilados, el valle palpitaba en un crepúsculo de fogonazos intermitentes y ecos distantes de cañones que reverberaban como truenos, un mensajero llegaba galopando desde el norte, su montura exhausta piafando vapor sanguinolento de narices dilatadas y heridas, portando noticias sombrías del frente de los Drakov.
Habían fallado en romper las líneas de Gustav Halberdthal, el general thaekiano no enfrento en duelo directo a los viejos hermanos; en cambio, mandó a su guardia personal a detener a los hermanos Drakov, dejando a los Drakov sobreextendidos en un mar de extremidades retorcidas y torsos eviscerados, mientras Gustav huía a través de pasadizos ocultos en las montañas, reposicionando sus reservas para flanquear y estrangular el avance. Los Drakov, enzarzados en un duelo titánico contra esta guardia, perdió la oportunidad de acabar con Gustav, quien, sin algún general dirigiendo a sus Legiones de Hierro tuvo vía libre para mermar una buena cantidad de zusianos. Haciendo que los Drakov retrocedieran junto con una buena cantidad de tropas mermadas.
Con esta noticia colgando en el aire como un presagio de estancamiento mayor y derrota inminente, Quentin pensó en alguna estrategia, con ambos lados del flanco sur retrocediendo Karador quedaba en equilibrio para ambas fuerzas, ademas de que con esa retirada ambos frentes se les haría mas difícil mandar refuerzos tanto para ambos lados como para el centro...
El día se extinguía en un crepúsculo que tiño el caos en tonos púrpura y carmesí, un cierre a la masacre del día, mientras por todo el campo, heridos graves se arrastraban entre montones de cadáveres, sus cuerpos desfigurados por heridas abiertas que supuraban pus helada, suplicando en vano mientras lobos y cuervos descendían en enjambres para devorarlos aún vivos, y el viento llevaba el clamor de miles de almas extinguiéndose en un coro de agonía final que reverberaba por las montañas. Ese día Zusian perdió a casi 3 millones de soldados misntras Thaekar perdió poco menos de 1.7 millones de thaekianos y mercenarios.
