ALAN.
Ha pasado un día desde aquel desastre en la reunión familiar. Desde que Guillermo lo noqueó y lo llevó de regreso a casa, Réen no ha despertado. Nadie se ha atrevido a invadir su espacio, a despertar al fantasma que duerme en su habitación. Ni mamá, ni papá, ni yo. Todos respetamos un silencio cargado de miedo y de culpa.
Lo recuerdo claramente. La imagen se repite como un corte en la memoria que no puedo borrar: Réen en los brazos de mamá, temblando, roto, llorando con un sonido que jamás pensé escuchar en alguien tan joven. Sus palabras, entrecortadas, desesperadas, me perforaban el pecho: "He matado… niños… adultos… si no lo hacía, iba a morir… no tenía opción…". Y luego, los delirios, las historias fragmentadas que trataban de explicar lo que había hecho y lo que había vivido.
Me siento junto a la ventana, observando cómo la nieve cae sobre Denver. Febrero se ha instalado con su frío seco, y cada copo que toca el suelo parece amortiguar el mundo, aislándonos aún más. Mi mente no puede evitar vagar.
¿Qué diablos vivió durante esos cuatro años en cautiverio? ¿Qué horrores le obligaron a cometer? Apenas tenía siete años cuando desapareció, y ahora, me cuesta reconocer al niño que era. Cuatro años encerrado, obligado a sobrevivir en un infierno que no podemos ni imaginar. Y después… nueve años más en aquel pueblo, en ese orfanato de Noruega, rodeado de silencio, secretos y recuerdos que se niega a compartir.
Un niño de siete años, atrapado en pesadillas que nosotros apenas podemos atisbar, ahora convertido en un hombre de veinte, con cicatrices que no son visibles y un pasado que ni siquiera Guillermo conoce por completo. Y yo… yo solo puedo mirar, impotente, preguntándome qué clase de monstruos habían moldeado a mi hermano.
El frío de la habitación, la nieve afuera, el silencio absoluto de la casa… todo conspira para recordarme que no sabemos nada de lo que realmente vivió, y tal vez nunca lo sabremos.
Un grito agudo me saca de mis pensamientos:
—¡Papá! —la voz de Beily resuena entre el silencio de la casa, cortando la tensión que llevaba acumulada desde la noche pasada.
Bajo la vista y la veo caminar con pasos torpes hacia mí, sus pequeñas piernas tambaleándose con esfuerzo, y repitiendo mi nombre varias veces, como si necesitara asegurarse de que realmente estaba allí. Mi corazón se suaviza por un instante, y no puedo evitar sonreír.
—Hola, mi pequeña —digo, agachándome un poco para recibirla y levantarla en mis brazos—. ¿Qué pasa, Beily?
Ella señala con fuerza hacia la cocina, como intentando explicarme algo que aún no puede expresar con palabras completas. Sus ojos brillan y sus mejillas están sonrosadas por la emoción.
—¿Tienes hambre? —pregunto, acariciándole la cabeza.
Ella asiente vigorosamente, moviendo la cabeza arriba y abajo, mientras deja escapar un pequeño chillido de entusiasmo.
—Por supuesto, mi amor —respondo, sonriendo más ampliamente—. Ahorita te preparo algo rico, ¿sí?
El peso de Beily en mis brazos, su calor, su risa contenida, me recuerda que todavía hay vida fuera del pasado de Réen. Por un momento, solo por un instante, puedo permitirme respirar y ser solo Alan, padre de una niña de un año que confía en mí sin reservas.
Mientras camino hacia la cocina, ajustando a Beily contra mi pecho, siento que la nieve y el frío afuera quedan lejos. Aquí dentro, aunque todo lo demás siga siendo pesado y silencioso, hay un pequeño remanso de normalidad que todavía puedo tocar.
**
GABRIELA.
Estoy sentada en el sillón de la sala, con uno de los libros que Réen me trajo de Noruega abierto sobre mis piernas. Sus páginas todavía olían a papel nuevo y a un ligero perfume de humedad que recordaba a los días que pasó allí. A mi lado, Cristina está en el suelo, completamente absorta en las figuras de madera que Réen también trajo, moviéndolas cuidadosamente dentro de la cajita que contenía, mezcladas con algunos dulces y chocolates de Noruega. Me sorprende ver cómo, a pesar de todo, esos pequeños objetos logran traer una sensación de normalidad a la casa.
Mamá y papá han salido a hacer unas cosas, dejándonos al cuidado de Guillermo, que hace guardia afuera de la habitación de Réen. Sé que está atento, mirando hacia la entrada de la casa, asegurándose de que nadie interrumpa su espacio. Y entiendo por qué nadie quiere acercarse: Réen necesita tiempo, necesita respirar, necesita recuperar algo de sí mismo sin sentirse observado, sin que nadie invada su mundo.
Mi mente, sin embargo, no puede dejar de recordar aquel día, hace una semana y media, cuando Réen llegó finalmente a casa. Guillermo lo acompañaba, y Alan había ido a recogerlos al aeropuerto. Lo recuerdo con una claridad que me duele un poco: Réen, con el cabello largo y desordenado, los ojos azules compartidos con mamá, pero apagados, sin brillo, con ojeras profundas que hablaban de noches interminables, de miedo, de soledad. Su expresión al vernos, a nosotros, a mí y a Cristina, estaba llena de desconfianza, de incredulidad, de miedo… y también de algo que no podía identificar.
Cristina se había escondido detrás de mí aquel día, como si de pronto el mundo se hubiera vuelto demasiado grande y demasiado peligroso. Y sin embargo, ahí estaba, frente a él, frente a Réen, ese hombre de veinte años que toda la familia había estado describiendo durante años con historias y anécdotas de su infancia. Era como ver a un hermano imaginario convertirse en alguien real, tangible, de carne y hueso, con una mirada que podía atravesarte si no sabías cómo reaccionar. Ni Cristina ni yo sabíamos cómo acercarnos, cómo sentirnos… era extraño, confuso.
Pero también había momentos de normalidad. Recuerdo los días antes de la reunión familiar, cuando estábamos en el centro comercial comprando ropa para él. Sus cambios eran pocos, apenas lo necesario, y aún así queríamos que tuviera algo de comodidad, algo que le hiciera sentir que este era un lugar seguro, que no estaba solo. Intentamos cortarle el cabello, algo que finalmente logramos. Y entonces ocurrió algo inesperado: al llamarlo "hermano" por primera vez en mucho tiempo, sentí un calor extraño en el pecho. Cristina parecía rebosar de felicidad al decirlo también. Era tan… normal, tan simple, tan bien, que me hacía dudar de todo lo que había pasado antes.
Recuerdo también que mamá no pudo contener las lágrimas en un pasillo del centro comercial. Réen, sin darse cuenta o tal vez intencionalmente, la llamó "mamá", y algo en ese momento rompió todo el dolor acumulado. Todo parecía encajar de manera extraña, como si hubiéramos sido simplemente separados por un viaje largo y complicado, y no por trece años de incertidumbre y terror.
Pero la reunión familiar vino con su peso. Los primos, los tíos, todos querían verlo de nuevo, presentarse, reconectar… y Réen respondía con calma, con seguridad, con esa extraña mezcla de distancia y control que lo caracterizaba ahora. Todo iba bien, ligero, hasta que algún pariente, sin mala intención pero con curiosidad mordaz, preguntó sobre dónde había estado durante esos años que desapareció.
Réen, con su voz tranquila, comenzó a contar la historia que había preparado: la versión falsa de su cautiverio, su escape y su estancia en el orfanato del pueblo que lo había encontrado. Al principio, parecía convincente, casi inocente, como si hablara de una aventura que solo él había vivido. Pero las preguntas comenzaron a intensificarse, los familiares buscando detalles que Réen no podía, o no quería, dar. Y entonces empezaron a surgir grietas: palabras sueltas, miradas que se perdían, pequeñas inconsistencias.
Fue cuando comenzaron las preguntas más directas, sobre lo que hizo mientras estuvo cautivo. Réen se tensó, su voz bajó, y los recuerdos que no podía compartir comenzaron a filtrarse a través de delirios y palabras inconexas. Hablaba de matar… de niños… de adultos… de cómo la vida y la muerte habían sido solo un juego cruel en el que él no tenía elección. Sus manos temblaban, sus ojos brillaban con algo que no reconocíamos: un pasado que nos era completamente ajeno, un horror que no podíamos imaginar.
Cristina y yo nos quedamos paralizadas, incapaces de procesar lo que escuchábamos. Algunos familiares empezaron a retroceder, otros miraban con incredulidad y miedo. Los recuerdos de ese niño que habíamos conocido en historias, ese hermano perdido, se mezclaban con la figura de este hombre roto, lleno de cicatrices invisibles que solo él podía sentir.
Y entonces ocurrió: Réen comenzó a descontrolarse, su respiración se aceleró, su cuerpo se tensó, y sus palabras se volvieron incoherentes. Guillermo, que había estado al tanto desde el inicio, entendió de inmediato lo que estaba sucediendo. Con movimientos rápidos y precisos, se acercó y lo noqueó para evitar que se hiciera daño o que alguien más lo sufriera.
El caos se instaló por unos segundos. La reunión terminó abruptamente, los familiares se dispersaron, confundidos, horrorizados, incapaces de comprender. Y Réen, ahora inconsciente, fue llevado de regreso a casa, bajo la atenta vigilancia de Guillermo.
Yo, desde la sala, mientras Beily jugaba y mamá y papá no habían regresado aún, no podía dejar de pensar en todo lo que había pasado. En aquel niño de siete años que desapareció, en el hombre que regresaba con veinte, en lo que había vivido en esos años que nadie podía imaginar. Cuatro años de cautiverio, nueve años en ese pueblo y el orfanato, traumas que solo él conocía en su totalidad, horrores que ni siquiera Guillermo, su guardián y amigo, podía comprender del todo.
Y mientras miraba por la ventana la nieve cayendo suavemente sobre Denver, una sensación de impotencia me recorrió: ¿cómo podía alguien sobrevivir tanto y seguir siendo humano? ¿Qué diablos había tenido que hacer Réen para llegar hasta aquí?
El peso de la incertidumbre y del miedo se mezclaba con un deseo desesperado de protegerlo, de cuidarlo, aunque no supiéramos cómo.
El sonido de la puerta abriéndose me sacó de mis pensamientos. Sentí la corriente de aire frío de afuera colarse por el pasillo, trayendo consigo ese olor a nieve que se impregnaba en la ropa y en la piel. Cerré el libro de golpe, como si hubiera estado haciendo algo prohibido, y levanté la vista hacia la entrada.
Mamá y papá entraron primero, cargando algunas bolsas en las manos, el cabello de mamá cubierto con copitos de nieve derretidos. Pero detrás de ellos, para mi sorpresa, apareció el abuelo Matías. Su silueta era inconfundible: alto, firme, con ese andar seguro a pesar de sus años, como si nunca hubiera dejado de ser un hombre de la Marina.
—¿Ha salido? —preguntó con voz grave, sus ojos dirigiéndose hacia las escaleras antes que a nosotras.
—No… —respondí en automático, abrazando el libro contra mi pecho.
El abuelo asintió apenas, como si ya lo esperara, y sin quitarse aún la bufanda avanzó hacia el perchero. Colgó su abrigo con calma, casi con solemnidad, y luego comenzó a subir las escaleras.
—Papá, ¿qué vas a hacer? —la voz de mamá lo alcanzó desde el pasillo, cargada de nervios.
Él se giró apenas, la mano ya sobre la baranda de madera. —Voy a hablar con él.
Papá dejó las bolsas sobre la mesa del comedor con un golpe seco y dio un paso adelante. —No es buena idea. —Su tono era firme, casi cortante—. No sabemos si sigue dormido… o si está despierto y simplemente no quiere que nadie lo moleste.
El abuelo Matías se detuvo, lo miró con esos ojos que parecían capaces de atravesar a cualquiera, y su voz salió serena, pero con el peso de alguien que había visto demasiado.
—Lo sé. —Señaló con un gesto leve hacia arriba—. Pero ese muchacho necesitará hablar con alguien… alguien que entienda lo que vivió. Y aquí nadie más que yo es capaz de hacerlo.
Un silencio pesado se extendió en la sala. Yo apenas podía respirar. Tenía razón, y lo sabíamos. Nadie de nosotros podía imaginar lo que Réen había pasado en esa soledad en un país extraño. Solo abuelo, con sus historias calladas de la guerra, de los años en la Marina, de cosas que rara vez compartía, podía siquiera acercarse a comprender esa oscuridad.
Mamá apretó los labios, con la mirada baja, luchando entre el miedo y la esperanza. Papá, en cambio, se quedó quieto, los puños cerrados sobre la mesa, como si quisiera detenerlo pero no encontrara las palabras.
Yo miré hacia las escaleras, imaginando a Réen ahí arriba, atrapado entre pesadillas y silencios, sin saber si necesitaba descanso o ayuda. Sentí un nudo en el pecho: parte de mí quería que el abuelo lo dejara en paz, que le diera tiempo, pero otra parte… otra parte sabía que quizá eso era lo que Réen necesitaba.
El abuelo Matías dio un último vistazo a todos nosotros, y entonces, sin decir nada más, continuó subiendo los escalones, cada crujido de la madera sonando como un eco que llenaba toda la casa.
El crujido de la escalera se fue apagando hasta que lo escuchamos allá arriba, frente a la puerta de la habitación de Réen. La madera gimió suavemente cuando el abuelo Matías la abrió, y después… silencio. Apenas unas palabras bajas, incomprensibles desde donde estábamos. Yo contuve el aliento, esperando escuchar la respuesta de mi hermano, algún movimiento, algo.
Pero nada.
Unos segundos después, demasiado rápido, escuchamos la puerta cerrarse de nuevo. El abuelo reapareció en lo alto de las escaleras, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.
—¿Tú entraste a la habitación? —le preguntó a Guillermo, su voz grave llenando la casa.
Guillermo, que seguía firme en la silla al lado de la puerta de arriba, lo miró sorprendido. —No, señor. —Negó con la cabeza con firmeza—. No he cruzado el umbral desde anoche.
—¿Escuchaste algo? —insistió el abuelo.
Guillermo se enderezó, serio, como si temiera la respuesta que estaba por dar. —Tampoco. Ni un ruido.
El abuelo bajó un escalón, su mirada endureciéndose. —Entonces tenemos un problema.
Mamá dejó caer las bolsas que aún tenía en las manos, y el sonido seco me hizo dar un salto en el sillón. —¿Qué pasó? —preguntó, su voz quebrándose.
El abuelo nos miró a todos, y por un segundo pareció dudar. Pero luego habló con la misma firmeza de siempre, como un oficial dando un informe.
—Réen no está en la habitación.
El aire se cortó en seco. Papá palideció, mamá se llevó las manos a la boca, y Cristina soltó las figuritas de madera, que cayeron al suelo con un golpe hueco. Yo sentí que el corazón se me aceleraba, un frío subiéndome por la espalda.
—¿Cómo que no está? —preguntó papá, dando un paso adelante—. ¡Estaba ahí desde ayer!
—Lo sé —respondió el abuelo, bajando otro escalón, más rápido esta vez—. Pero la cama está vacía. No hay señales de que alguien lo haya obligado a salir. Parece que se fue por su cuenta.
—Eso no es posible… —susurró mamá, con los ojos vidriosos.
Guillermo se puso de pie de golpe, su postura rígida, como si estuviera listo para desplegar un operativo en ese instante. —Voy a revisar la casa. —Su voz era seca, eficiente, pero en sus ojos había un brillo de preocupación que no había visto antes.
Yo me quedé clavada en el sillón, el libro aún entre mis brazos, como si pudiera protegerme de lo que acabábamos de escuchar. Réen… ¿a dónde había ido? ¿Por qué?
Lo único que sentí con claridad fue un vacío en el estómago, el mismo que sentí el día que lo perdimos trece años atrás.
***
RÉEN.
El frío me envuelve por todas partes, pero es extraño… no lo siento como debería. La nieve se pega a mi ropa, al cabello corto que todavía cae sobre mi frente, pero no hay ese ardor helado que quema la piel. No hay ese dolor que se mete en los huesos como cuchillas. Lo que siento… está adentro.
Cada paso en estas calles de Denver me pesa más que el anterior. La gente pasa cerca de mí, abrigada, escondida en sus bufandas, mirando sus teléfonos. Yo camino como un fantasma entre ellos. Y en mi cabeza, el dolor late como un martillo, recordándome que no importa cuán lejos esté, nunca salí de ahí.
Las cicatrices arden. Todas. En la espalda, en las costillas, en el muslo. Mi mano izquierda tiembla, los cortes del cuchillo del Verdugo parecen abrirse otra vez. Puedo sentirlos. Como si la piel se volviera a desgarrar bajo su hoja.
Y entonces vienen los rostros. Los diez. Sus miradas frías, duras, clavadas en mí cada vez que fallaba. La mujer, Trescientos dos, apretando mis vendas con brutalidad fingida mientras murmuraba que aguantara. Los demás, reprendiéndome, empujándome, levantándome cuando me derrumbaba, pero siempre con ese gesto de enojo, de dureza. Como si odiaran lo que hacían. Como si odiaran lo que yo les recordaba.
Y sin embargo… me cuidaban.
A escondidas del Verdugo. Me daban agua cuando no tocaba. Me enseñaban a vendar una herida. Me dejaban dormir unos minutos más cuando él no miraba. Yo era el niño. El único niño. El más débil. Y ellos eran la línea entre la vida y la muerte para mí.
Aunque nunca me lo dijeran. Aunque sus manos se cerraran como garras cuando me alzaban del suelo. Aunque sus voces sonaran como órdenes y castigos.
El Verdugo… su sombra aún está sobre mí. Siento su voz en mi nuca, cada palabra clavándose como un hierro candente. "El que no teme morir, no teme matar". Todavía lo escucho. Todavía me lo creo.
Tres años. Tres años bajo sus botas, bajo sus ojos, bajo sus cuchillas. Tres años de huesos rotos, de sangre seca en la arena, de gritos ahogados en mi garganta porque llorar estaba prohibido. Tres años siendo moldeado como algo que no pedí ser.
Y ahora, aquí, en medio de esta ciudad cubierta de nieve, con los autos pasando y las luces reflejándose en el hielo, me siento igual. Como si todavía estuviera ahí. Como si nunca hubiera escapado.
Camino. No sé a dónde. No sé por qué. Solo sé que si me detengo… los recuerdos me aplastan.
