[Eiren]
Me quedé mirando mis manos bajo la tenue luz de la lámpara de aceite.
Las abría y cerraba, y entre los dedos, con un solo pensamiento, se formaban copos de nieve.
Caían despacio, derritiéndose apenas tocaban el suelo de madera.
El frío no me calaba.
Ni un poco.
Podía estar en camisón delgado, podía dejar que el viento de la ventana abierta me golpeara el rostro, y nada.
Era como si mi piel se hubiera hecho inmune.
El problema no era el frío.
El problema eran los recuerdos.
Cada vez que enfermaba de gravedad —esa fiebre helada, esa tos interminable que me tumbaba en la cama— algo se movía en mi cabeza.
Imágenes borrosas.
No completas, pero lo suficiente para dejarme temblando por dentro.
Sensaciones que nunca se iban: golpes, caídas, huesos quebrándose, la presión en mis pulmones como si me hundieran bajo el agua, heridas que tardaban en cerrar.
Y lo más extraño… esas memorias de frío.
En esos recuerdos, sí me helaba hasta los huesos.
Muy distinto de ahora, que podía dormir sobre la nieve si quería y no sentir nada.
Al principio pensé que eran sueños.
Pero entonces las piezas empezaron a encajar con lo que leía en el libro de Garren.
Ese condenado libro lleno de frases que parecían un mal chiste.
"El agua como el viento, pero el viento no como el agua".
"Si la corriente fluye, no la detengas, arrástrala contigo".
Antes me parecían incoherencias, pero ahora… las entendía.
No como estaban escritas, sino de otra forma, una forma mía.
Y cuando probaba, funcionaba.
No se lo he dicho a padre ni a madre.
No porque no confíe en ellos… sino porque no sé qué pensar yo mismo.
¿Qué clase de vida tuve antes?
¿Por qué en mis recuerdos siempre estoy entrenando, siempre cayendo, siempre volviendo a levantarme a pesar del dolor?
Y sobre todo… ¿por qué siento que esas memorias no me pertenecen del todo, como si fueran de otra persona que se parece demasiado a mí?
Cerré los ojos y la vi otra vez.
La mujer.
Esa imagen es la que más me persigue.
La lluvia azotaba tan fuerte que me cegaba.
Yo colgaba de un acantilado, los dedos hundidos en el lodo que se deshacía bajo mi peso.
Y ella… ella me sujetaba de la mano.
Su cabello era plateado, brillante incluso bajo la tormenta.
Sus ojos, de un azul tan pálido que parecían blancos, me miraban con una desesperación que me atravesaba el pecho.
Me gritaba que resistiera.
Que ya me tenía.
Que no me soltara.
Que no me dejaría caer.
Pero mis manos estaban resbalando.
El barro, la lluvia, la fuerza de la corriente abajo… no aguanté.
Sentí cómo sus uñas se clavaban en mi piel un segundo antes de perder el agarre.
Y entonces caí.
El vacío, el rugido del agua abajo, el frío verdadero… ese frío sí lo sentí.
Un frío que nada tiene que ver con el de ahora.
Un frío que dolía.
Un frío que mataba.
Me incorporé en la cama, con la respiración agitada.
Pasé la mano por mi rostro y estaba empapado de sudor, aunque en la habitación hacía un aire helado.
—¿Quién eres? —murmuré en voz baja, pensando en esa mujer.
Mi madre adoptiva, Liana, siempre me abraza con calor, siempre me llama hijo sin dudarlo.
Pero esa mujer… esa mujer en mis recuerdos, ¿acaso era mi madre biológica?
¿O alguien más?
¿Por qué su imagen es la única que se mantiene nítida cuando todo lo demás se deshace?
Los copos de nieve se me escaparon otra vez de las manos, flotando por la habitación hasta perderse en la oscuridad.
Y yo me quedé mirando al techo, con una sola idea atormentándome:
Si ella era mi madre… ¿por qué no estoy con ella ahora?
Y más aún… ¿sigue buscándome?
¿O aquella noche, cuando caí, me dio por muerto?
¿Tenía alguien más, además de ella?
¿Una familia…?
¿O era solo yo y esa mujer contra el mundo?
La pregunta me mordía por dentro.
Si alguien me buscaba todavía, ¿por qué no me han encontrado en estos años?
Y si no lo hacen… ¿será porque realmente creyeron que me hundí para siempre?
Pero entonces me acuerdo de lo que seguía después de esa caída.
El barro en mis dedos soltándose, el rugido del agua abajo… y luego, nada.
Un vacío.
Un enorme hueco en mi memoria que salta de esa noche al momento en que me encontraron flotando en el río, ya con Liana y Roderic llamándome "hijo".
Entre esos dos puntos hay años perdidos, años de entrenamiento, de fracturas, de heridas, de persecuciones.
Lo sé porque lo siento, porque lo veo en mis recuerdos difusos.
No es la misma voz de Liana gritándome que tenga cuidado, no son los regaños cálidos de Roderic… eran voces frías, duras, órdenes que caían como golpes.
Y yo obedecía.
Siempre obedecía.
Me pregunto quién era ese Eiren de antes.
¿Un soldado? ¿Un prisionero? ¿Un arma?
El que soy ahora apenas está aprendiendo a controlar el hielo sin matarse en el intento.
Pero ese otro… ese que recuerdo, se levantaba con los huesos rotos y volvía a intentarlo.
Ese no se permitía fallar.
Ese vivía con sangre en las manos.
Me llevé la mano al pecho.
Aún puedo sentir ese tirón, como si algo invisible jalara desde dentro.
Dolor en el pecho, en los músculos, en la cabeza… pero lo peor es que no era mío.
Lo recuerdo bien, porque lo sentí la primera vez que desperté después de enfrentarme a aquella bestia en el almacén.
Cuando abrí los ojos, después de estar inconsciente más de una semana, el mundo giraba, mis padres me gritaban que me calmara, y yo… yo gritaba que dolía.
Pero no era mi dolor.
No podía serlo.
Ese tirón fue el mismo que me mostró la imagen de la mujer en el acantilado.
El mismo que me llenó la cabeza con gritos desgarradores que no venían de mi habitación, ni de mis padres, ni de mí.
Eran de alguien más.
Los sentía atravesando mi corazón como si fueran míos, pero no lo eran.
¿Era una conexión?
¿Con ella?
La lluvia golpeaba la ventana aquella noche.
Lo recuerdo como si fuera ayer.
Yo temblaba, no de frío, sino de esa presión ajena, de esos gritos que no podía callar aunque no eran míos.
Esa fue la primera vez que la vi claramente: la mujer de cabello plateado, ojos casi blancos, aferrada a mi mano.
Esa fue la primera vez que creí de verdad que podía ser mi madre.
Pero si lo es…
¿Por qué no está aquí?
¿Por qué sigo viendo esa noche una y otra vez, sin llegar a nada más?
¿Será que ella también siente lo mismo?
¿Ese tirón, ese dolor que no nos deja?
¿Me estará buscando todavía, en alguna parte del mundo, convencida de que sigo vivo?
Apreté los dientes y los puños.
No lo sé.
No sé nada.
Solo sé que lo que soy ahora es un chico adoptado, torpe con su magia, que vive en un pueblo pequeño y que hace reír a los niños con rosas de hielo.
Pero al mismo tiempo… soy también el eco de alguien más.
De ese otro Eiren que se rompía los huesos y volvía a pelear.
De ese que caía una y otra vez.
De ese que tenía a alguien a su lado, alguien que no era Liana ni Roderic.
Cerré los ojos, dejando que otro copo de nieve naciera en la palma de mi mano.
Pequeño, perfecto, helado.
Mi cuerpo recuerda cosas que mi mente no.
Y eso me da miedo.
Porque si el cuerpo recuerda…
Tarde o temprano también va a recordar quién fui antes de caer en ese río.
***
[????]
La noche parecía no terminar jamás. La nieve descendía lenta, casi con delicadeza, como si el cielo quisiera ocultar con su blancura todo lo que el tiempo no pudo sanar. Han pasado dos semanas desde que se cumplieron nueve años de aquella tragedia… nueve años de dolor, de caos, de preguntas sin respuesta. Y, aun así, para mí las noches frías no son abrigo, no son silencio: son el eco de sus gritos, de mis culpas, de aquello que nunca pude evitar.
Cinco meses han pasado desde el último ataque de pesadillas… esa noche en que su voz desgarrada me pidió, entre llantos y temblores, que lo dejara ir. Que ya no estaba aquí. Que habían pasado años desde aquel día. Y yo, con el alma rota, no pude más que apretar sus manos mientras la veía luchar contra un enemigo que ya no existía.
Recuerdo cada detalle de aquel día, como si el tiempo se complaciera en repetírmelo una y otra vez. Yo estaba aquí, en este mismo despacho, cuando llegaron con la noticia del incidente. Las paredes se cerraron sobre mí, y el aire se volvió veneno. Al salir, el carruaje se acercaba: destrozada, apenas reparada para mantenerse en pie. De ella descendieron los hombres que quedaban, heridos, manchados con sangre que no toda era suya. Yo corrí hacia ellos, pero mis ojos sólo buscaban una figura.
Y entonces la vi. Allí estaba ella, envuelta en mantas raídas y húmedas, helada hasta los huesos, abrazándose a sí misma como si el mundo pudiera romperla en cualquier momento. No hubo palabras, no hubo fuerza en mí para decir nada. Sólo la certeza de que todo había cambiado para siempre.
Un crujido de bisagras me arranca de mis pensamientos. La puerta del despacho se abre lentamente, y una voz temerosa me llama:
—Maestro…
Levanto la mirada, aunque siento que mis ojos aún están clavados en aquella carreta de hace nueve años.
—La maestra… ha tenido otro episodio. Los demás jóvenes maestros están con ella.
Mi corazón se encoge. Otra vez. Otra vez la memoria la atrapa y la arrastra a ese mismo día del que yo tampoco logro escapar.
Me pongo de pie, con las piernas pesadas como si llevara cadenas. Asiento con la cabeza, aunque por dentro sólo siento ese vacío amargo que la nieve, el tiempo y las responsabilidades no han podido cubrir.
Las luces de la mansión brillaban cálidas desde fuera, pero para mí eran una herida abierta. Cada vez que me acercaba en noches como esta, sentía que ese resplandor no era hogar, sino un recordatorio de lo que perdimos y de lo que jamás pudimos reparar.
Los sirvientes, apenas me vieron entrar al vestíbulo, se inclinaron como siempre. Pero sus ojos… sus ojos cargaban la misma expresión de dolor y miedo de todas las noches en que esto sucedía. No me decían nada, no hacía falta: en sus rostros estaba el reflejo de lo insoportable, del peso que compartíamos sin remedio.
Los soldados estacionados en el corredor se mantenían firmes, pero ni ellos podían ocultar el estremecimiento. Porque aún antes de acercarme, los gritos y los llantos de mi esposa atravesaban los muros, desgarrando la calma con una crudeza insoportable.
Cada paso que daba hacia su habitación era más pesado, más frío. Lo supe antes de llegar: el hielo. Siempre era igual. Una lengua de escarcha ya se extendía por el suelo, reptando desde el marco de la puerta como si la misma casa quisiera expulsar el dolor.
Cuando estuve lo bastante cerca, el aire se volvió insoportable, cortante en la piel y en los pulmones. El hielo brotaba del interior, cubriendo las paredes, el suelo, las ventanas. Un silencio helado intercalado con sus alaridos.
Suspiré, con esa amargura que ya no me abandonaba, y extendí la mano. Mi propio hielo se desplegó, absorbiendo, controlando, anulando el caos de ella antes de que se extendiera más allá de lo que yo pudiera detener. No era la primera vez que tenía que hacerlo, y sabía que tampoco sería la última. Era el único modo de mantener la mansión a salvo, a los criados, a mis… a los jóvenes maestros.
Un sirviente, pálido, murmuró con voz temblorosa detrás de mí:
—Maestro… el hielo es más fuerte que la última vez.
No respondí. Mi mirada estaba fija en la puerta cubierta de escarcha, en esa barrera fría que parecía reírse de mis esfuerzos. Sabía que dentro me esperaban sus ojos deshechos, y los míos incapaces de hacerla volver del todo.
Apreté la mandíbula. Un paso más. El deber de padre, de esposo, de señor de esta casa, aunque yo mismo estuviera roto.
Empujé la puerta con fuerza, el crujido del hielo quebrándose fue como un grito más, uno distinto, metálico y seco. La madera cedió y lo que me recibió dentro fue la visión de siempre… y aun así, cada vez dolía como si fuera la primera.
La habitación estaba cubierta de escarcha, las paredes respiraban un frío antinatural, y el suelo era un espejo de hielo resquebrajado. Los candelabros se habían apagado, y las únicas luces eran las lámparas que mis hijos habían traído para resistir la oscuridad.
Allí estaban ellos, mis hijos, rodeando a su madre. Los vi con sus rostros tensos, algunos con las manos extendidas, intentando contenerla, otros con los ojos húmedos, impotentes. Eran soldados en formación, herederos de mi sangre, y aun así, frente a ella eran niños otra vez, buscando una manera de alcanzarla y fallando.
Sus gritos me desgarraron el pecho:
—¡No lo sueltes! —clamaba ella—. ¡Aún lo tengo! ¡Aún puedo salvarlo!
Su voz se quebraba en llanto, en un gemido ahogado que helaba más que el hielo que nos rodeaba.
Y yo… yo sabía exactamente a quién veía en esas pesadillas. Lo supe desde aquella primera vez, hace nueve años. Era él. Era nuestro hijo. El que nunca regresó.
Me acerqué, dejando que mi propio hielo absorbiera el suyo, apagando poco a poco la tormenta que nacía de su desesperación. Sentí la resistencia, como si su magia quisiera apartarme a mí también, como si no pudiera distinguirme de ese vacío que ella abrazaba cada noche.
—Basta… —susurré, con más súplica que orden.
Ella no me escuchaba. Sus ojos estaban perdidos en la nada, fijados en un recuerdo que ni el tiempo ni mi poder podían arrancar. Una y otra vez repetía esas palabras, cada vez más débiles:
—Resiste… ya te tengo… resiste…
Y yo solo podía pensar en lo que no sabía: si había muerto esa noche… o si seguía vivo en algún rincón del mundo, buscando la misma respuesta que nosotros.
Mis hijos me miraban, esperando que yo hiciera lo que siempre hacía: romper el hielo, calmarla, sostenerla hasta que el cansancio la venciera. Y lo hice, aunque dentro de mí la misma pregunta me devoraba:
¿Y si él está ahí afuera… recordándonos también en sus pesadillas?
****
[Eiren]
El aire helado de la mañana me quemaba los pulmones con cada inhalación, pero era un fuego frío, uno que me despertaba de golpe y me recordaba que estaba vivo.
La espada descansaba firme en mi mano derecha, como si siempre hubiera pertenecido ahí. No necesitaba pensar demasiado en los movimientos: mi cuerpo sabía qué hacer. El filo cortaba el aire con un silbido nítido mientras giraba, retrocedía, avanzaba, y el sonido se mezclaba con el crujir de la escarcha bajo mis botas.
Desde que llegué al pueblo, ya sentía que algo estaba distinto en mí. La fuerza en mis brazos al levantar los costales, la rapidez con la que podía moverme entre los surcos de tierra, lo agudo de mis sentidos cuando alguien se acercaba a mis espaldas. No eran cosas que pudiera explicar… eran parte de mí. Y ahora, con mi mana latiendo dentro, todo eso se había multiplicado.
Levanté la espada y dejé que mi energía fluyera hacia el filo. Una vibración recorrió mi brazo, como un murmullo helado. Entonces lancé un tajo descendente y el aire se partió en una línea azul que voló hasta un árbol cercano. El impacto retumbó seco, astillando la corteza, dejando marcas heladas en el tronco y escarcha cayendo como polvo brillante.
No me detuve. Avancé entre los árboles, mis pasos seguros, mi respiración acompasada. Balanceaba la espada de un lado a otro, dejando escapar ondas heladas que dibujaban cortes en el aire. Cada movimiento era una extensión de mis músculos, de mis recuerdos que no eran recuerdos, de ese instinto que se había grabado en mis huesos desde antes de que yo pudiera recordarlo.
Giré sobre mí mismo y la hoja trazó un semicírculo, liberando un tajo de hielo que barrió el suelo frente a mí, levantando la nieve en una estela blanca. Sentí la resistencia del mana en mi pecho, y la liberación al soltarlo, como si el bosque entero respirara conmigo.
—Otra vez… —murmuré, alzando la espada.
Canalicé más mana, dejando que corriera por mi brazo hasta el filo. Esta vez lo lancé hacia arriba, un tajo vertical que se proyectó como un rayo azul, partiendo un grupo de ramas y haciendo que la nieve acumulada en ellas cayera sobre mí como una lluvia helada. Sonreí.
No era perfecto. A veces el maná se dispersaba, a veces la hoja vibraba demasiado fuerte y sentía que iba a romperse en mis manos. Pero cada error, cada golpe de tos que venía después, cada fiebre helada que me tumbaba en cama… todo eso valía la pena. Porque en medio del dolor, algo dentro de mí despertaba más y más.
Avancé más profundo en el bosque, girando, retrocediendo, lanzando hechizos entre los tajos. Un giro de muñeca y el suelo se cubrió de púas de hielo; un corte horizontal y el aire se llenó de cristales afilados que se deshicieron al instante. Sentía cómo mi cuerpo se movía más rápido que mis pensamientos, como si estuviera recordando algo que había hecho miles de veces en otro lugar, en otra vida.
Me detuve, con el pecho agitado, la espada apuntando hacia el suelo. El vapor de mi aliento se confundía con la neblina del bosque.
—…No soy un novato en esto, ¿verdad? —susurré para mí mismo, observando las cicatrices azules y los rastros de escarcha que había dejado a mi paso.
El silencio del bosque no respondió. Solo el eco de mis tajos seguía flotando en mi mente, mezclado con esos recuerdos que aún no lograba atrapar del todo.
El filo de la espada descansaba contra mi hombro, pero yo apenas lo sentía. Todo mi enfoque estaba en mis manos. No en la hoja, no en el aire helado del bosque, sino en el flujo que recorría mi cuerpo.
—Mantener el flujo estable en los tres nodos secundarios… —murmuré, como si al decirlo en voz baja pudiera darle forma a lo invisible.
Los nodos. No eran algo que hubiera tenido dentro de mí al principio. No nací con ellos, no los descubrí un día de golpe. Yo mismo los construí. Había leído esas instrucciones absurdas en el libro de Garren una y otra vez durante semanas sin entender nada. ¿Cómo demonios iba a estabilizar nodos si no tenía ninguno? Hasta que un día… me di cuenta. El libro nunca decía que estuvieran allí desde el inicio. Decía que había que localizarlos… y, si no estaban, yo podía crearlos.
Sentí la presión en el pecho, el primer nodo, el principal. Era un río corriendo sin diques, salvaje. Luego, como un arquitecto improvisado, había aprendido a dividir esa corriente en tres ramales más pequeños, tres nodos secundarios que mantenían el torrente bajo control.
—Ahora… interrumpir el nodo principal. —cerré los ojos y respiré hondo.
Un latigazo recorrió mis brazos cuando lo hice. Como si hubiera soltado un torrente contenido con las manos desnudas. Mis músculos se tensaron, la frente me ardía por el esfuerzo. El cuarto nodo, ese maldito cuarto nodo que siempre amenazaba con dispersarse, se agitó como un pájaro enjaulado dentro de mí.
—No… no te vas a soltar esta vez. —gruñí entre dientes.
Mi instinto se movía más rápido que mi pensamiento. Era como si mi cuerpo supiera cómo cerrar esas fugas, cómo estabilizar la corriente que luchaba por escapar. Una presión helada me recorrió la espalda hasta la nuca, pero me mantuve firme.
—Bien… ahora… localizar el centro de mi flujo vital. —susurré.
Siempre me costaba. No porque no lo tuviera, sino porque ese centro no estaba en un solo lugar. Mi mana no se sentía como un núcleo, no era una esfera guardada en mi pecho. Era un río… una red de corrientes que nunca paraban. Pero el libro de Garren hablaba de "condensarlo en la periferia del segundo canal". Al principio pensé que eran metáforas estúpidas. Ahora entendía que eran instrucciones precisas.
—Vamos… vamos… —mis manos temblaban mientras guiaba la energía, concentrándola en un punto que no existía hasta que yo lo hacía existir.
El aire del bosque se volvió pesado. La nieve en el suelo se endureció bajo mis botas. El vapor de mi aliento ya no salía en nubes suaves, sino en ráfagas heladas que se arremolinaban frente a mi cara.
El segundo canal… el que había creado meses atrás, a la altura del brazo izquierdo. El que casi me había roto cuando lo intenté por primera vez. Ahora lo usaba como si siempre hubiera estado ahí. La energía se arremolinaba, densa, condensada, como un corazón que latía fuera de lugar.
—Condénsalo… en la periferia… del segundo canal… —jadeé, repitiendo las palabras del libro.
De pronto, un estallido de escarcha rodeó mi mano. No era solo hielo, no era solo nieve: era mana puro, denso, frío, pulsando como si tuviera vida.
Lo levanté frente a mí. La espada reflejaba el resplandor azulado que se escapaba de mi palma. Y entonces lo entendí.
—Esto… esto es el hechizo de prueba. —una sonrisa cansada se me escapó.
Solo era yo, mi cuerpo, mi mana y mi terquedad de no aceptar que algo no podía hacerse.
Extendí la mano y, con un impulso seco, solté la condensación. Una ráfaga azulada salió disparada, golpeando un tronco y congelándolo de inmediato, desde la base hasta las ramas más altas. El sonido del hielo extendiéndose fue como un rugido, un crujido que llenó todo el bosque.
Me quedé jadeando, sudor frío en la frente y la garganta seca.
—Lo logré… —susurré, incrédulo.
Miré mis manos temblorosas, aún rodeadas de briznas de escarcha que se deshacían en el aire.
—El hechizo de prueba… —murmuré—. Si esto es de bajo nivel… no quiero imaginar el de alto.
Me reí solo, un poco nervioso. El eco de mi propia voz se perdió en el bosque.
Pero no podía parar allí. No después de meses intentando entender esa maldita frase tras frase absurda del libro. No después de haber sentido, aunque fuera por un segundo, que todo fluía sin romperme por dentro.
—Bien… otra vez. —me enderecé, apretando la empuñadura de mi espada.
Esta vez intenté variar. No quería repetir lo mismo. Había entendido lo básico: crear nodos, redirigir el flujo, condensar en un canal. Pero… ¿y si movía ese centro? ¿Y si lo empujaba hacia otro punto?
—Tres nodos secundarios… —los estabilicé con cuidado, como quien ajusta las patas de una mesa coja—. Interrumpo el principal… lo cierro… lo cierro… —sentí el ardor en la sien, pero me mantuve.
El cuarto nodo tembló otra vez, rebelde como siempre. Me mordí el labio hasta sangrar un poco y lo mantuve atado, imaginando que lo amarraba con cuerdas invisibles.
—Ahora… no al segundo canal. —levanté la mirada hacia el cielo, la respiración agitada—. Esta vez… al tercero.
El tercero no estaba tan desarrollado. Lo había forzado a existir hace apenas dos meses. Era inestable, como una herida fresca. Pero ¿y si funcionaba?
La energía comenzó a arremolinarse hacia el brazo derecho. Una presión brutal se me acumuló en el hombro, como si cargara con un bloque de hielo gigante. La respiración se me cortó, los dedos se me entumecieron.
—Vamos… vamos… condénsate… —jadeé, sintiendo el maná vibrar, chocar, raspar dentro de mí.
Una chispa de luz azul estalló en mi mano, mucho más inestable que antes. No era un orbe definido, sino una llamarada de escarcha que crepitaba como un fuego al revés, consumiendo calor en lugar de darlo.
—¡Ahora! —grité, lanzándola.
La descarga salió disparada como un rayo torcido, golpeando varios árboles a la vez. El hielo se extendió en un patrón irregular, congelando ramas, hojas y hasta parte del suelo. El aire vibró con un zumbido bajo, como un cristal a punto de romperse.
Me tambaleé hacia atrás, respirando con dificultad.
—Maldición… casi se me revienta el brazo. —me agarré el hombro derecho, todavía entumecido.
Me dejé caer sobre la nieve, jadeando y riéndome a la vez.
—Esto no es magia normal… ¿verdad? —me pregunté en voz alta, aunque no había nadie para responder.
El libro hablaba en acertijos. Las notas de Keny eran de fuego, y yo las había torcido hasta que funcionaron con hielo. Pero lo que yo había creado… esa red de nodos, ese sistema de canales, esa manera de forzar el flujo… no estaba en ningún lado.
Me puse de pie con torpeza, todavía con el pulso desbocado. Sentía la sangre retumbarme en los oídos, pero no podía detenerme ahora. Si la segunda variación había respondido… la tercera me estaba esperando, acechando como un precipicio frente a mí.
Enderecé la espalda y cerré los ojos, concentrándome en la red de nodos. El flujo de mana se agitaba dentro de mí como un río embravecido, cada canal forzado, cada punto alterado de la forma en que lo había aprendido por instinto. Tenía que torcerlos de nuevo, reajustar lo que ya estaba debilitado.
—Vamos… —murmuré, y el aire blanco salió de mi boca como humo denso.
El frío me abrazó, pero para mí era un fuego sofocante. Comencé a movilizar mi poder, sintiendo cómo las corrientes heladas recorrían mis brazos hasta la espada. Varié los nodos una vez… dos veces… y en la tercera, el equilibrio colapsó.
Un chasquido recorrió mi cuerpo, como si mis huesos fueran hielo a punto de quebrarse. La espada vibró con un zumbido grave y de su filo brotó un tajo azul, mucho más amplio que los anteriores. La energía salió disparada, cortando el aire y desmembrando ramas como si fueran papel. El impacto retumbó en el bosque y la nieve se levantó en una nube plateada.
Yo, en cambio, caí de rodillas. Mis manos temblaban tanto que apenas podía sostener la empuñadura. Jadeaba, el pecho apretado, y la sensación de calor frío me devoraba desde adentro. El suelo bajo mí se resquebrajó de escarcha.
—Dioses… —susurré, riendo con voz rota—. Esto… sí que no es normal.
El mundo giraba, y sabía lo que venía: fiebre, mareos, días sin poder levantarme. Aun así, una chispa de triunfo brillaba en mi mente. Había alcanzado esa tercera variación, aunque casi me arrancara los pulmones.
Me desplomé hacia atrás, dejando que la nieve me recibiera. Cada respiración dolía, pero la sonrisa seguía ahí, clavada en mis labios helados.
***
Abrí los ojos y lo primero que sentí fue el peso helado del aire. No era el frío normal del invierno; era más denso, más pesado, como si se hubiera incrustado en las paredes mismas de mi habitación. Me incorporé apenas, el cuerpo sudoroso, y vi el vapor escapar de mi boca como si la habitación fuera una cueva en mitad de una tormenta.
—Otra vez… —murmuré, frotándome la cara con las manos entumidas. El aliento helado me raspaba la garganta.
Sabía qué significaba: la fiebre. Mi fiebre, la que siempre convertía todo en escarcha. La que helaba más que cualquier ventisca.
Me dejé caer de nuevo sobre la cama, apretando los dientes.
—Imbécil, Eiren. Te lo advertiste, y aún así lo hiciste.
La madera del techo crujió con un gemido bajo, cubierto de escarcha que no había estado ayer. Me giré hacia un lado, mirando la mesita donde reposaba mi espada envuelta en un trapo. Solo verla me hizo recordar los tajos de mana azul, el bosque iluminado, el eco de la tercera variación devorándome por dentro.
Cerré los ojos y hablé en voz baja, como si intentara grabar mis propias palabras en la mente:
—Hasta que controle lo que ya aprendí… nada de modificaciones. ¿Entendido? Nada.
Me forcé a dividir en mi cabeza lo que había hecho en estos meses. Levanté la mano, débil, y la miré como si pudiera trazar con mis dedos los pasos que me habían llevado hasta aquí.
—La primera parte… —susurré—. Cinco meses de romperme la cabeza, entendiendo cómo mover la magia en mí. Creando los nodos… aunque no existían antes. Eso fue el inicio.
Apreté el puño.
—La segunda… la segunda variación. El límite que ya me había dejado agotado… y aún así lo forcé.
Me mordí el labio. El hielo en el techo crujió de nuevo, como si quisiera corregirme.
—Y la tercera… —reí amargamente—. La tercera casi me parte en dos. Esa no es mía todavía. No puedo forzarla otra vez.
Me giré, encogiéndome bajo las mantas que de poco servían. El calor frío me consumía, y aun así, dentro de mí, había esa chispa de orgullo que se negaba a apagarse.
—Lo que hice… no estaba en el libro. Ni en las notas de Keny. Lo inventé yo. —Me detuve, respirando entrecortado—. Y si puedo inventar algo así… entonces puedo aprender a dominarlo.
La risa salió sola, débil, quebrada, pero auténtica.
—Ja… madre me va a matar cuando me vea hecho un cadáver otra vez.
Apoyé el brazo en los ojos, dejando que la fiebre me consumiera, mientras repetía para mí, como un mantra:
—Tres pasos. Tres partes. No más hasta que domine cada una…
El hielo en la habitación respondió con un crujido seco. Yo cerré los ojos, hundido entre el frío y el calor de mi cuerpo, repitiendo una y otra vez, como si el eco pudiera mantenerme cuerdo:
—No más… hasta que controle lo que ya tengo.
