Cherreads

Chapter 2 - Capitulo 1

Nunca pensé que el sonido de mis botas golpeando metal pudiera parecerme tan fuerte.

Ni que mis pulmones ardieran tanto.

Ni que mi propio corazón sonara como una alarma más dentro de estos pasillos.

Pero aquí estoy.

Corriendo.

Huyendo.

Otra vez mirando hacia atrás para asegurarme de que él sigue con vida.

—Sigue moviéndote —le digo sin girar del todo, aunque puedo escuchar cómo cojea detrás de mí.

No debería estar vivo.

Ese pensamiento me atraviesa como un disparo.

Él no debería estar vivo.

La prueba final… no, la trampa final… estaba diseñada para eliminar al líder de la Línea B.

Y él era el líder.

Lo vi caer cuando la explosión lo lanzó contra la pared.

Vi cómo la sangre le corría por la sien.

Vi la orden aparecer en mi visor:

"Objetivo asegurado. Proceder con el protocolo."

En teoría, debía dejarlo morir.

En práctica… mis piernas se movieron antes de que lo pensara.

No sé si fue instinto.

O culpa.

O algo que se venía gestando desde hace años en cada túnel secreto donde nos veíamos sin hablar.

Algo que nunca debía existir en nosotros.

Lo único que sé es que salté sobre el panel de control, hackeé el sistema y anulé la detonación secundaria.

El resto fue caos inmediato.

Ahora todos lo saben.

Todos.

Los instructores.

Los operadores.

Las cámaras.

Los sensores.

El maldito sistema entero.

—Te dije que no vinieras por mí —gruñe él, respirando con dificultad mientras corremos.

—Y yo te dije que no me dieras órdenes —respondo, aunque la voz me tiembla por primera vez en años.

Las luces de emergencia se encienden una tras otra, trazando un camino rojo detrás de nosotros.

Los altavoces ya repiten el código que nadie quiere escuchar:

"Fuga de prototipos. Activar contención."

Esto nunca formó parte del plan.

Es decir… teníamos uno, sí.

Un plan perfecto, calculado, casi imposible.

Iba a ocurrir dentro de tres días.

Cuando los turnos cambiaran.

Cuando la vigilancia bajara.

Cuando pudiéramos desaparecer sin dejar rastros.

Pero ahora… ahora es improvisación total.

Todo por esa explosión, por esa mirada, por ese instante donde él dejó de moverse y yo dejé de pensar.

Doblamos una esquina.

El pasillo vibra con el eco de pasos armados.

Soldados Helix.

Los de verdad.

Los que sí pueden matar sin consecuencias.

—A la escalera— indico, señalando la puerta metálica que apenas se distingue entre la alarma estroboscópica.

Él asiente.

O creo que asiente.

La sangre le cae del pómulo hacia el cuello.

Abro la puerta de una patada y sentimos el aire frío de los niveles inferiores.

—Esto es una locura —murmura él, casi riendo entre el dolor.

—Siempre lo fue.

Bajamos.

Corremos.

No miramos atrás porque sabemos qué pasa cuando miras atrás en este lugar.

Pero mientras descendemos, mientras el edificio entero tiembla con los protocolos de contención, no puedo evitar pensar lo que nunca diré en voz alta:

No te iba a dejar morir.

No a ti.

El aire cambia cuando entramos al túnel de servicio: más frío, más húmedo, más denso.

Un lugar que nunca fue pensado para que pasaran personas… mucho menos dos prototipos heridos huyendo como animales acorralados.

La puerta se cierra detrás de nosotros con un chirrido metálico que me recorre la columna.

El sonido de los pasos militares se amortigua al otro lado, pero no desaparece.

No lo hará.

Camino unos metros y entonces lo escucho: él se desploma contra la pared.

—Detente —ordeno, aunque su cuerpo ya lo hizo por sí solo.

Me acerco.

La sangre le cae del costado, oscura y espesa, mezclándose con el sudor. La explosión lo golpeó más profundo de lo que pensé. O quizá no lo pensé en absoluto.

—Dame tu brazo —exijo.

—Estoy bien —responde, con los dientes apretados.

Lo miro.

No está bien.

Ni un poco.

—Dame. Tu. Brazo.

Finalmente lo extiende.

Siento su peso; es demasiado para mantenerlo en pie sin que mis rodillas tiemblen.

Nos dejamos caer juntos, él pegado a la pared, yo arrodillada frente a su herida, palpando con manos que deberían ser frías y precisas pero que ahora tiemblan.

Intento evaluar el daño.

No tengo el equipo adecuado.

Solo mis dedos, mi respiración acelerada y la sensación de que cometí el error más peligroso de mi vida.

—Podrías haber seguido el protocolo —murmura él, sin mirarme.

—¿Y dejar que explotaras? —respondo, demasiado rápido.

Él suelta una risa amarga que se convierte en un quejido.

—Eso es lo que debiste hacer.

—No pude.

Lo digo sin pensarlo.

Lo digo como si nunca me hubieran entrenado para medir cada palabra.

Él levanta el rostro.

Es la primera vez que nuestras miradas se cruzan desde que empezó la fuga.

Sus ojos siempre me parecieron demasiado… humanos.

Demasiado conscientes.

Como si entendieran cosas que ninguno de los dos debería entender.

—No pudiste —repite él, casi como si probara el sabor de mis palabras.

—No.

Silencio.

Un silencio que pesa más que cualquier entrenamiento.

—¿Qué estamos haciendo, Línea A? —pregunta.

El nombre.

Su forma de decirlo siempre me duele un poco.

—Sobreviviendo —respondo.

—No es eso —insiste, respirando entrecortado—. Me salvaste. Te arriesgaste. Tú no haces eso. No contigo. No conmigo. No con nadie.

Quisiera mirarlo con frialdad.

Quisiera tener una respuesta calculada, limpia, neutral.

Pero la tengo atrapada en la garganta desde la explosión.

—Si te morías —susurro, sin atreverme a levantar la vista—, yo…

Las palabras se rompen antes de salir del todo.

Él se inclina un poco hacia adelante, con esfuerzo.

—¿Tú qué?

Todo en mí quiere retroceder.

Todo en mí quiere huir.

Pero ya estamos huyendo, ¿no?

Y aun así, nada da más miedo que esto.

—Yo… no sé —miento.

Su expresión cambia.

No a decepción.

No a dolor.

Algo peor: comprensión.

Como si hubiera esperado esa respuesta.

Como si ya supiera la verdad que yo no me atrevo a decir.

—No debimos vernos nunca —dice él, con voz baja—. Tenían razón al separarnos.

—No —respondo, más rápido de lo que pretendía.

—¿Entonces por qué estás temblando?

Lo estoy.

No por miedo.

O no solo por eso.

Se escucha un golpe lejano al otro lado del túnel: más puertas abriéndose.

Más soldados entrando.

El reloj sigue corriendo.

Él intenta levantarse, pero la herida lo detiene.

—No puedes cargarme todo el camino —gruñe—. Déjame. Vete tú.

—Cállate —le corto—. No te voy a dejar atrás.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Dilo.

El tono de su voz.

La exigencia.

La certeza de que me está desarmando sin tocarme.

—Dilo, Línea A. ¿Por qué volviste por mí?

Mi respiración se quiebra.

Abro la boca.

Y justo cuando estoy al borde de decirlo —de decir lo que ni yo comprendo—, una alarma distinta a todas estalla al fondo del túnel.

Un código que nunca habíamos escuchado.

Un código que no es para nosotros.

Es para las puertas.

Él lo reconoce al mismo tiempo que yo.

—Bloqueo total —susurra.

Las salidas están cerrando.

En segundos nos quedaremos atrapados aquí dentro.

Él me mira con esa mezcla de rabia, dolor… y algo que no nos enseñaron a nombrar.

—Lo que sea que vas a decir —dice—, dímelo después. Si sobrevivimos.

Lo tomo del brazo.

Lo obligo a ponerse de pie.

Corre sangre.

Corre el tiempo.

Corremos los dos.

El túnel vibra debajo de nuestros pies.

Siento cómo las compuertas van cerrándose una detrás de otra, como una bestia mecánica tragándose cada salida.

A cada paso que damos, el mundo se encoge.

El pasillo ya no es un pasillo: es un embudo que se estrecha, una cuenta regresiva hecha de acero.

Él respira con fuerza, tratando de no apoyarse demasiado en mí, pero su sangre caliente empapa mi manga.

Yo debería estar haciendo cálculos mentales —distancias, rutas, posibles desviaciones— pero mi cerebro está negándose a funcionar como me entrenaron.

Todo lo que escucho es:

No lo dejes morir. No lo dejes morir. No lo dejes morir.

Llegamos a la bifurcación del túnel.

El punto del que hablábamos en nuestro plan original.

Ese que debía llegar tres díasdespués, no hoy, no así.

La Ruta Norte lleva a la sala de conductos, una salida potencial hacia el sistema de ventilación.

La Ruta Sur lleva a las escaleras de mantenimiento, pero solo si no han activado el cierre total.

Él mira ambas direcciones.

Yo también.

Las luces siguen parpadeando en rojo.

—Vamos por la Ruta Norte —digo al instante.

—No —responde él.

Se me revuelve el estómago.

—¿Qué?

—Están bloqueándola primero. La usan para evitar fugas en esa zona. Es demasiado obvio.

—Y la Sur está completamente expuesta —replico—. No llegarás. No en ese estado.

Él me clava los ojos.

Son los mismos ojos que lo vi tener a los doce años cuando me encontró escondida en un armario de mantenimiento, temblando después de un castigo.

Son los mismos ojos que siempre he odiado reconocer: demasiado vivos para alguien que nació aquí.

—Tú sí llegarás —dice.

Y ahí algo en mí se rompe.

—No. Vamos juntos.

—No me sigas en esto —dice él con un tono que no había usado jamás.

Trato de sostenerlo.

Trato de empujarlo hacia la Ruta Norte conmigo.

Pero él me suelta el brazo y la sensación es como si me arrancaran algo desde dentro.

—Escúchame —dice, acercándose lo suficiente como para que su frente casi toque la mía—. No voy a morirme aquí. No hoy. No así.

—¿Entonces por qué…?

—Porque si nos atrapan a los dos —susurra—, no habrá siguiente oportunidad. Necesitas salir.

Mi respiración se atormenta.

Intento ver la mentira en su cara.

Intento encontrar el cálculo frío, el engaño estratégico.

Pero no lo hay.

No en este momento.

Detrás de nosotros, la compuerta empieza a cerrarse.

El sonido es agudo, chirriante, casi doloroso para los oídos.

—Ve —me dice, empujándome hacia el conducto Norte pese a su propia herida.

—¡No!

—Ve. Voy detrás de ti. Lo prometo.

Las palabras lo prometo me paralizan.

En este lugar, nadie promete nada.

Prometer es igual a traicionar el diseño.

Y sin embargo… yo le creo.

Corro hacia la Ruta Norte.

Él retrocede hacia la Sur con su postura tambaleante, pero decidida.

Cuando miro por última vez, la luz roja lo recorta como a un espectro.

Él me hace una seña con la mano.

Una que nunca nos enseñaron.

Una que solo nosotros dos entendemos.

Adelante.

Confía.

Y entonces la compuerta cae entre nosotros.

Un golpe metálico.

Un muro.

Un final.

Golpeo la puerta.

Grito su nombre.

El pasillo devuelve el eco vacío, como si se burlara de mí, como si repitiera mis palabras para que duelan más.

—¡Oye! ¡Respóndeme! —mi voz se rompe— ¡No te atrevas a quedarte callado!

Mis puños impactan una y otra vez contra el metal frío. Siento la vibración subir por mis brazos, helándome los huesos. No sirve de nada. La puerta no cede, ni un milímetro.

Pero yo sigo.

Porque no puedo aceptar que esto sea todo.

No después de llegar tan lejos.

No después de haberlo tocado, de haber sentido su sangre en mis manos, de haber visto ese intento torpe de sonrisa mientras me mentía y decía "Estoy bien".

Por un segundo… juro que escucho su respiración del otro lado.

Un jadeo ahogado.

Un intento de hablar.

Una súplica.

O quizá… un adiós.

Mis dedos se separan de la puerta temblando.

Y entonces lo escucho.

Pasos.

Muchos.

Demasiados.

Botas chocando contra el piso metálico. Voces cortas. Órdenes. Seguridad movilizándose por los corredores. El sonido familiar del cambio de seguro en los rifles. La alarma silenciosa vibrando en las paredes.

Me congeló.

No porque me hayan encontrado, sino porque si me quedo aquí… me encontrarán a él primero. Y si lo encuentran a él… no habrá segunda oportunidad.

Trago saliva, retrocedo un paso, con la garganta cerrada.

—Idiota… —susurro contra la compuerta— ¿Por qué tuviste que quedarte?

El eco de las botas se vuelve más fuerte. Más cerca. Más urgente.

El pánico me sube por las piernas como un veneno que escala.

Tengo que irme.

No puedo quedarme aquí.

Él no querría que me quedara aquí.

Pero mis pies no se mueven.

Se niegan.

Es como si todo mi cuerpo estuviera anclado al metal entre nosotros.

—Por favor… —murmuro sin voz— dime que estás vivo…

La compuerta, silenciosa, parece tragarse mis palabras.

Los pasos doblan la esquina.

Ya no quedan segundos.

Ni opciones.

Y justo cuando escucho el primer destello del láser cortando el aire, mi cuerpo decide moverse por instinto. Giro sobre mis talones y corro. Corro como si mis pulmones fueran a estallar. Como si cada latido golpeara dentro de una herida abierta.

El túnel de servicio es estrecho, húmedo, casi sin luz. Mis manos rozan las paredes mientras avanzo, tratando de que mi respiración no me traicione. Mis ojos arden. No sé si por el sudor, la adrenalina… o esas malditas lágrimas que se niegan a quedarse dentro.

Doy un último vistazo hacia atrás.

La compuerta sigue ahí, inmóvil, enorme, separando dos destinos.

Mi sombra tiembla en la pared mientras doy un paso más, alejándome.

Y entonces sucede.

Una lágrima cae.

No la siento salir.

Simplemente cae, como si hubiera decidido escapar antes que yo.

La dejo caer.

La dejo ir.

Mis piernas me obligan a seguir.

A avanzar.

A elegir vivir.

A pesar de que una parte de mí… se quedó atrás, atrapada con él detrás de esa compuerta.

Y mientras corro, con la garganta cerrada y el corazón golpeando tan fuerte que me duele respirar, solo puedo pensar en una frase que se repite como un lamento:

Prometiste que vendrías detrás de mí.

**

El sonido del impacto todavía me ardía en los oídos cuando abrí los ojos. Un segundo estaba viendo a "él" desaparecer detrás de la compuerta, y al siguiente… solo silencio.

Silencio.

Y un golpe de luz.

Parpadeé varias veces. Me tomó unos segundos recordar dónde estaba realmente. Ya no había túneles. No había alarmas. No había sangre goteando en mis manos. Solo el canto agudo de un ave que se había posado en el cable frente a mi ventana.

Respiré hondo.

La habitación olía a polvo tibio y a café viejo. El amanecer entraba en láminas doradas a través de las cortinas; esa luz siempre me hacía sentir expuesta, como si me escaneara entera.

Me incorporé poco a poco. La camiseta se me pegó por la espalda; quizá había sudado más de lo que pensé. Llevé una mano a mi rostro… mis dedos tocaron humedad en mis pestañas.

—Otra vez… —susurré, casi molesta conmigo misma.

Ocho años.

Ocho años desde que crucé esa salida oxidada creyendo que él venía detrás. Ocho años de moverme cada cierto tiempo, con nombres falsos, trabajos temporales, sonrisas ensayadas y maletas que no duran más de dos temporadas.

Me levanté de la cama y caminé hasta la ventana. Abrí las cortinas de golpe y luego la ventana misma. El aire entró fresco, urbano, cargado con ese olor a panadería mezclado con combustión que tenía toda ciudad a esta hora. Abajo, la calle era un murmullo: autos, vendedores, estudiantes con mochilas caminando rápido como si compitieran contra el reloj.

—Ocho años… —repetí, mirando mis propias manos bajo la luz.

Ni una cicatriz visible.

Las visibles estaban todas por dentro.

Cambié el peso sobre un pie, recargando el hombro en el marco de la ventana. Era curioso. Había pisado países donde el frío te mordía los huesos, otros donde el calor te aplastaba contra el suelo. Hice "contactos". Amistades, les llamaban ellos. Personas que creían que me entendían. Y aunque yo sabía cómo integrarme —me entrenaron para eso— nunca dejaba de sentirme un fantasma temporal. Una sombra que les sonreía mientras preparaba mentalmente la siguiente salida.

Aun así, esta ciudad…

No era una parada común.

Tenía una razón para estar aquí. Una razón específica.

Pero esa parte no la dejaría entrar todavía a mis pensamientos.

No tan pronto después del sueño.

Fue entonces cuando vibró mi celular en la mesita.

Una vibración corta y directa. De alguien que no enviaba mensajes innecesarios.

Extendí la mano y lo tomé. En la pantalla aparecía el encabezado de un remitente institucional.

"Good morning, Ms. Alice Berman."

Mi nombre del momento.

Abrí el mensaje.

"Adjunto encontrará el horario asignado para su labor como docente sustituta en la Willow Creek Secondary School. Le recordamos presentarse hoy a las 08:00 en la oficina administrativa para el registro de ingreso."

Por un instante, solo observé las palabras.

Docente sustituta.

Willow Creek Secondary School.

A veces me preguntaba cuántas vidas podía vivir una sola persona sin quebrarse.

Hoy tocaba la de "Alice Berman, maestra sustituta de secundaria".

Suspiré y dejé caer el teléfono sobre la cama.

—Bueno… —murmuré—. Podría ser peor.

Me alejé de la ventana y comencé a prepararme. Mientras me peinaba, mientras abotonaba la camisa, mi mente todavía regresaba una y otra vez a ese último instante en el túnel. Esa última mirada. Esa última promesa muda.

Y aunque me forcé a ignorarlo, mi pecho dolió un poco.

Porque en el fondo, por más que cambiara de país, nombre o vida… Él siempre encontraba un modo de aparecer en mis sueños.

Y ese era el único lugar donde todavía parecía vivo.

More Chapters