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INSANITY HEAVEN: La hipocresía Absoluta.

Jonaboom
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Synopsis
En los cielos, desde alturas que ningún mortal puede alcanzar, se contempla el rostro desnudo de la humanidad: un océano turbulento de ambición, soberbia, traición y locura. Cada ciudad es un altar de sueños rotos; cada reino, un espejo de la hipocresía que gobierna los corazones de los hombres. La voluntad humana se agita como tormenta, y la Ley del más fuerte se impone como marea sobre los débiles, mientras los héroes y conquistadores de todas las eras dejan su huella en la carne del mundo, indiferentes a la fragilidad de aquellos que los siguen. En medio de este caos, surge ella: una mujer cuyo sueño es unificar toda Sucesión bajo una sola bandera, un solo pacto, una sola visión. Cada paso que da la arrastra más profundo en la vorágine de la humanidad, cada elección revela la miseria, la crueldad y la belleza destructiva de quienes creen que dominan su destino. Este mundo no perdona. La ambición no solo forja imperios, sino que expone hasta dónde puede hundirse la humanidad en el deseo y el horror. Entre guerras que desgarran continentes, conspiraciones que queman ciudades, y leyendas que sangran en la historia, su viaje no es solo una conquista, sino un examen de la conducta humana: salvaje, sublime y aterradoramente real. Su nombre es Arhelia ross luminar. En Sucesión, el cielo observa y el mundo sangra; y la pregunta que permanece es inevitable: ¿es la humanidad digna de redención, o está condenada a reflejar eternamente su propia locura?
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Chapter 1 - capitulo 1 hija de la hipocresía

He aquí la joven muerta.

En su cara está clavada la espada de su adversaria.

Frente al cuerpo muerto.

Con una calma que enfría. una niña de sonrisa fácil.

y en sus manos manchadas de sangre.

El escenario era un disco de piedra blanca, pulido por generaciones de duelos y mancillado por capas de sangre vieja y nueva. Había grietas en aquel suelo, pero sí las marcas invisibles de todo lo que allí se quebró hueso, orgullo, juramentos.

Era un sitio construido para inclinar al espíritu hacia la violencia aguda.

Sobre el continente Héroes Legado, el cielo descendía en ceniza y nieve. Caían juntas, hermanas nacidas del pecado y la gloria, y ninguna sabía cuál de las dos había sido llamada por los dioses.

Allí, bajo esa caída gris y blanca.

estaba la niña de sonrisa fácil.

La niña que no titubeó.

La niña que no lloró.

Y esta vestida con una túnica seremonial de los Luminar, simple y flexible, teñida con tonos apagados que parecían beber la luz del cielo gris. Sobre los hombros llevaba protecciones de metal, piezas frías y ligeras y en el pecho el símbolo de los luminar

El viento levantaba los bordes de la túnica, mostrando botas manchadas de ceniza, nieve y sangre, firmes,

y un cinturon simple.

Más allá frente al mismo escenario, miles de discípulos observaban en silencio. Vestían túnicas largas de lino grueso en tonos apagados, marcadas con símbolos de grado y linaje. Sus capas se agitaban con el viento, y muchos llevaban protecciones ligeras—hombreras de cuero, brazales de bronce, grebas austeras—recordatorios de que incluso los jóvenes debían convivir con el hierro y la disciplina.

Desde la estrado elevada más alta.

los ancianos de los Luminar observaban. Sus asientos eran altos, hechos de metales sagrados y oro batido, sostenidos por columnas gruesas donde serpientes de hierro ennegrecido se enroscaban. Sus vestimentas eran largas casacas de piel curtida y paños pesados, bordados con símbolos del Sendero de la Ley; la tradición del norte y del este del continente, donde los inviernos forjan líderes y verdugos por igual.

Llevaban capas forradas en piel de oso blanco, abrochadas por broches de cobre con forma de dientes. Algunos tenían armaduras ligeras bajo sus túnicas, visibles en los relieves metálicos que sobresalían de los hombros. Las barbas eran largas y rígidas por el frío, los ojos hundidos por décadas de violencia ritual.

Debajo de ellos, en gradas menores, las familias se agrupaban con sus mejores prendas: abrigos gruesos de terciopelo, faldas bordadas en plata y pieles en los hombros para resistir el frío del día.

Uno de los ancianos se levantó, rojo de ira.

—¿¡Qué carajos acabas de hacer, Arhelia Ross Luminar!? —tronó su voz, quebrando la quietud como un hacha en un tronco.

La niña levantó la mirada.

No dijo nada.

Tenía doce años.

Sus ojos bicolores parecían nacidos de dos mundos opuestos: el izquierdo, negro como la oquedad entre mundos; el derecho, blanco como un sol sin calor con una pupila negra. Cabello negro, largo, cayendo en hebras pesadas sobre los hombros. Piel tan pálida que parecía hecha de nieve compacta. Hermosa, sí, pero con la belleza inquieta de algo que no pertenece del todo al reino humano.

Las mangas cortas dejaban ver antebrazos delgados, tensos, aún manchados de sangre tibia. Sus manos temblaban no por miedo, sino por la vibración de la muerte reciente.

Desde arriba, los consejeros murmuraban entre sí:

—Que los dioses tengan piedad… —susurró uno, sin convicción alguna.

—¿Piedad? —replicó otro, golpeando la mesa de granito—. Esto no necesita piedad. Necesita un juicio.

Una tercera voz, ronca y triste:

—A veces… las cosas nacen torcidas.

Una anciana empezó a rezar, las manos temblorosas. Otros consejeros lanzaron insultos, palabras groseras que ni niño ni adulto debería escuchar.

La ceremonia se había corrompido.

—¡Mataste a tu compañera! —acusó un hombre de mediana edad, incapaz de procesar lo ocurrido.

—Así es como pagas la bondad, ¿eh? —dijo una anciana, como quien ya esperaba ese final.

—¡Esto era un entrenamiento civilizado, no un coliseo de esclavos! —gritó otro.

—Qué crueldad… qué brutalidad… niña jeje… grandioso —sonrió uno, con un rostro torcido como si la violencia lo iluminara.

—Esa niña es una espada perfecta —dijo otro, asintiendo—. Lo sabe.

—¡Fabuloso!

—¡Maravilla! ¡Me estaba aburriendo! —vociferó un consejero gordo, con cicatrices antiguas en el rostro.

Los discípulos, alrededor del escenario, murmuraban entre sí.

Algunos temblaban.

Otros reían como quienes ya conocían el destino inevitable.

—Te dije que tenía algo malo en esos ojos…

—Siempre está sola, algo raro hay.

—Dicen que mató a un sirviente mortal solo por tener la nariz deformada.

—Casi mató a un amigo mío, y luego mintió diciendo que fue defensa propia.

—Siempre supe que iba a pasar.

Las voces crecían como un enjambre de moscas sobre un cadáver.

En el centro del escenario, Arhelia miraba sus manos ensangrentadas.

Pero no con culpa.

Ni con orgullo.

Sino con algo más frío, más peligroso: curiosidad.

El mango de la espada seguía vibrando dentro del cráneo partido de la otra niña.

Como si la muerte aún buscara la salida.

Entonces un grito desgarró el aire.

El padre de la joven muerta irrumpió entre la multitud, empujando cuerpos.

Era un hombre enorme, con armadura de cuero endurecido y placas metálicas en los hombros. El pecho ancho estaba cubierto por cicatrices viejas y nuevas, y su capa de piel de lobo colgaba desgarrada por las prisas. Castaño medio largo su cabello En su rostro —rojo, consumido, hinchado por horas de ansiedad— ardía un fuego brutal.

Saltó al escenario, cayó de rodillas junto al cadáver de su hija.

Miró a su hija.

Y lloró con un dolor tan feroz que casi rompió el mundo.

Luego giró la cabeza.

Su mirada encontró a Arhelia.

Y su sed de sangre estalló.

Con un bramido, cargó hacia ella.

Su sombra cubrió a Arhelia como una tormenta.

Levantó la mano, dedos tensos para desgarrar el cuello de la niña.

Arhelia apenas tuvo tiempo de sobresaltarse.

Cerró los ojos.

Apretó los dientes.

Pero.

En el último segundo…

La mano del hombre fue detenida.

Otra mano la había atrapado:

la del padre de Arhelia.

En un movimiento seco, crujió los huesos del atacante.

El sonido resonó como ramas congeladas partiéndose.

—León, esto es solo un malentendido… —dijo el padre de Arhelia con una mirada helada—. Pero ya no se puede hacer nada. Ya tenemos una ganadora.

El padre de arhelia un gigante en piel de oso, con barba negra trenzada, ojos hundidos como pozos sin fondo retiró la mano herida.

Leon temblando de rabia.

Su piel estaba hinchada, enrojecida, palpitante.

Arhelia cayó de rodillas, respirando agitada.

Un hilo de sangre le corría por el cuello.

El sudor frío le mojaba la nuca.

Estuvo a metros de la muerte.

—Esto no es un enfrentamiento —espetó León, escupiendo al suelo—. ¡Esto es asesinato! Grissfor, ¡controla a esa asesina que tienes por hija!.

La palabra asesina cayó como una piedra en agua.

Grissfor lo miró.

Y su propia sed de sangre respondió.

Ambos hombres tensaron los cuerpos, preparando el combate.

—¡Alto, salvajes! —rugió el anciano jefe del consejo—. Esto se resolverá con un castigo. ¡Un castigo por lo ocurrido hoy!

—No ahora —gritó uno—. Esa monstruo en cuerpo de niña no siente culpa. Es una salvaje.

—¡Eh! —protestó Arhelia.

León giró hacia ella, rabia pura.

Tres ancianos lo rodearon, sujetándolo.

—Cálmate, León. Tendrás justicia.

—Tranquilo.

—No lo empeores.

León, con espuma en la boca y los ojos rojos de ira, se dejó arrastrar.

Pero no olvidó.

Y no perdonó.

———

El carruaje avanzaba por el camino helado con el chirrido cansado de ejes viejos y cuerdas tensas. La nieve caía en silencio, pero la ceniza no: esa descendía en remolinos de un gris enfermo, como si en el cielo hubieran incendiado a un dios y ahora sus restos flotaran sobre el mundo.

Dentro, Arhelia iba sentada entre sus padres. El asiento, de cuero endurecido y madera áspera, dejaba escapar el frío por las junturas como un ladrón paciente. Ella llevaba una rubakha azul, demasiado fina para el clima, demasiado limpia para alguien que acababa de matar.

Sus ojos bicolores —el izquierdo negro, el derecho blanco— miraban más allá del vidrio grueso, hacia un punto donde nadie debía mirar. No parpadeaba. Reflexionaba. Y ninguna de esas reflexiones era apta para una niña.

Grissfor, su padre, la observó. Era un hombre alto, hombros como troncos, barba trenzada en dos cuerdas tensas y piel curtida por guerras que ya no recordaba. De pronto levantó la mano.

La bofetada sonó como una rama seca partiéndose.

Arhelia cayó al piso de madera fría.

Sintió el sabor de la sangre en la boca.

Giro la cabeza despacio, pero no lloró. Solo respiró hondo, como quien acepta un leve inconveniente.

—Maldita niña —gruñó su padre, la voz llena de hierro viejo—. Contrólate. ¡Contrólate de una vez con tu sed de sangre!

Su madre, al otro lado, la miró con cansancio mortal. Tenía un chal de piel de liebre blanca y un vestido de lana pesada. Cada gesto de Arhelia le agregaba una arruga nueva.

—Hija mía… —dijo negando con la cabeza—. No puedes andar por ahí torturando y matando a cualquiera. No cuando todos te están viendo. No cuando escuchan. Cuando recuerdan.

—Je —expulsó Arhelia, sin mover la vista de la ventana.

La ceniza descendía solemne. La nieve, tímida, parecía querer ocultarla. Ninguna sabía cuál de las dos era el verdadero juicio.

Grissfor volvió a golpearla, más fuerte. El sonido se estrelló contra las paredes del carruaje como un disparo antiguo.

—Y por lo que hiciste, además —rugió—. ¿Qué demonios hiciste, Arhelia?

Ella cerró los ojos un momento. Luego habló con calma rota:

—Hizo… que nos faltara al respeto —dijo, ofendida, como si hubiera sido ella la víctima.

—¿Y qué hizo para faltarnos al respeto? —preguntaron ambos padres al mismo tiempo.

Arhelia se incorporó. Los miró con esa expresión que parecía conocer una matemática prohibida del universo, una que ellos eran demasiado mediocres para entender.

—No es mi culpa que el padre de Eina no supiera entrenarla —dijo.

Se limpió los labios con el dorso de la mano, dejando un trazo de sangre.

—Su técnica era horrible. Fue una falta de respeto para todos —añadió, saboreando cada palabra.

Grissfor respondió con un puñetazo seco en las costillas.

Arhelia gimió.

Su respiración se quebró.

Se desplomó sobre el asiento. La cabeza rebotó en la madera. La oscuridad la envolvió como un lobo hambriento.

—Esta niña… —espetó su padre, respirando duro—. Algún día alguien la va a matar. Está escrito. Por su manera de ser.

Su madre apretó los labios, temblando.

—No. Esto es culpa del legado de tu padre —susurró—. Él tenía sangre de cultivador demoníaco. Tú no heredaste eso… La que lo heredó fue nuestra hija.

Grissfor la abrazó.

Un abrazo torpe, áspero, lleno de miedo.

—No lo sé, querida… sátira —murmuró—. No lo sé.

El carruaje siguió avanzando. El frío se filtró por cada junta. El silencio se alargó como un animal moribundo.

Arhelia despertó en su habitación de la Fortaleza Estigia, residencia ancestral de los Luminar.

Un castillo de piedra negra arrancada del fondo de un abismo. Muros gruesos y húmedos, ventanas estrechas como ojos desconfiados, un techo sostenido por vigas que olían a tormenta vieja.

Sabía que estaba castigada.

Por supuesto que lo sabía.

Y no le importaba.

Se sentó en la cama de hierro frío, envuelta en mantas pesadas como losas. Llamó a su sirviente mortal: un joven flaco, huesudo, con mirada de perro que ya aceptó su destino.

Apenas entró, Arhelia lo golpeó.

Un puñetazo limpio en la mandíbula.

Un rodillazo al estómago.

El chico cayó de rodillas sin quejarse. Nadie se quejaba ante ella. No si deseaba seguir vivo.

—¿Por qué me castigaron? —gruñó Arhelia.

Le propinó una patada en la cara.

—¡Si yo tenía razón! —gritó, el eco rebotando en las piedras.

Otro puntapié.

El sirviente gimió.

Ella se montó sobre él y descargó una tormenta de puñetazos.

El aire olía a sangre.

El sonido de huesos rompiéndose llenaba la habitación.

El piso se teñía de rojo.

—Entrené hasta que mis manos sangraron… —dijo entre golpes, la voz quebrándose en algo que casi parecía tristeza—. Hasta que mis manos se agrietaron…

Una lágrima fría descendió por su mejilla. No era dolor. No era culpa. Era otra cosa, más rota, más peligrosa.

El sirviente sangraba por la nariz, pero no dijo nada.

No podía.

Ella lo insultó con la indiferencia de quien comenta el clima. Lo empujó hacia la puerta. Él escapó arrastrándose, como un animal sin dueño y sin nombre.

Entonces Arhelia lo sintió.

Un tirón.

Un llamado oscuro y silencioso, como el temblor de un sueño que nadie quiere recordar.

Venía del fondo de la fortaleza.

Del vientre prohibido.

La niña salió de su habitación.

Bajó por los pasillos de piedra.

Las antorchas crepitaban con un fuego azul, alimentado por aceites espirituales. Había retratos antiguos en las paredes, todos de ojos severos. Estatuas sin rostro. Escaleras que parecían construidas para cuerpos más grandes que humanos.

En un corredor, vio a su padre despidiendo a unos amigos: capitanes de guerra, bebedores de sangre, hombres con el olor del hierro impregnado en la piel. Entre ellos había un joven. de postura rígida, ojos rojos preocupado.

Arhelia lo miró.

Lo miró largo.

Como si lo estuviera midiendo para algo que él aún no sabía.

El llamado volvió a recorrerle la columna.

Descendió.

Sola.

Por las escaleras prohibidas que llevaban a los túneles. Allí donde ningún niño, ni siquiera un Luminar, tenía derecho a caminar. Allí donde el aire olía a sal antigua y metal quemado. Las paredes estaban cubiertas de runas talladas por manos que ya no existían, y cada símbolo parecía observarla mientras pasaba.

Llegó a la cámara más baja.

Era un cuarto circular, sellado por una puerta de piedra que respiraba como si estuviera viva.

Dentro, en un pedestal de mármol negro, flotaba el Objeto de Ley.

Todo o Nada.

Una esfera mitad luz, mitad sombra.

Pulsaba como un corazón que hubiera elegido no nacer.

Cuando Arhelia entró, la esfera vibró.

Una nota profunda, invisible, atravesó la habitación.

La luz y la sombra se agitaron como bestias enfrentadas.

La reconoció.

La llamó.

La engulló.

El mundo se apagó cuando la prueba espiritual la atrapó.