La habitación del hotel estaba sumida en un silencio denso, roto únicamente por el zumbido del aire acondicionado defectuoso. Ryuusei cerró la carpeta manila con un movimiento lento y deliberado. Había leído cada línea del informe policial, cada detalle clínico sobre la tragedia de Charles Blake. Pero lo que más pesaba no era lo que decía el papel, sino lo que callaba: los seis meses de vacío, el tiempo en que un niño traumatizado había desaparecido en la oscuridad del sistema.
Ryuusei se puso de pie, su rostro era una máscara de resolución fría. Se ajustó el abrigo largo negro.
—Voy a ir —anunció, su voz baja no admitía discusión—. Solo.
Kaira, que estaba sentada en el borde de la cama revisando sus uñas perfectas (un tic nervioso disfrazado de vanidad), levantó la vista de inmediato. Una sombra de preocupación cruzó su rostro antes de que pudiera ocultarla tras su habitual máscara de indiferencia.
—¿Solo? —preguntó Kaira, poniéndose de pie—. Eso es estúpido. El informe dice que está vinculado a redes de tráfico de armas. No vas a enfrentarte a un niño asustado; vas a entrar en una operación criminal. Necesitas a Brad para la contención y a mí para... bueno, para que no te maten.
Ryuusei la miró, detectando la ansiedad genuina en su voz. Una leve sonrisa curvó la comisura de sus labios, un gesto raro en él.
—Vaya, Kaira. ¿Te preocupas por mí? —preguntó con un tono burlón, suave pero afilado—. ¿Dónde quedó tu orgullo inquebrantable? ¿Dónde está esa dignidad que te impide involucrarte emocionalmente con la "mano de obra"?
Kaira se sonrojó levemente, la indignación luchando contra la vergüenza. —No es preocupación emocional, es pragmatismo. Si mueres, no cobro. Y me quedo atrapada en Michigan con el idiota veloz y el hombre de las piedras. Es una pesadilla logística.
Ryuusei soltó una risa breve, seca.
—Tranquila. Soy fuerte. Más de lo que has visto hasta ahora. Esto requiere infiltración quirúrgica, no un asalto frontal. Volveré antes de que el café de Bradley se enfríe.
Sin esperar respuesta, Ryuusei se dirigió a la puerta. Antes de salir, sacó de su bolsillo interior la máscara de porcelana. La máscara del Yin y el Yang.
La noche en la zona industrial de Michigan era un sudario de niebla y humo químico. Los almacenes de Vanguard Logistics eran un complejo masivo de hormigón y metal corrugado, rodeado de cercas de alambre de púas y torres de vigilancia que parecían excesivas para una simple empresa de logística.
Ryuusei no entró por la puerta principal. Se movió a través de las sombras, utilizando pasos instantáneos para burlar los sensores de movimiento y las patrullas perimetrales. Se deslizó por un conducto de ventilación en el techo del almacén principal, moviéndose con la gracia de un espectro.
Cuando miró hacia abajo a través de las rejillas, lo que vio le heló la sangre.
No era un almacén de almacenamiento. Era una fábrica de miseria.
El espacio interior era inmenso, iluminado por luces de sodio amarillentas que daban a todo un aspecto enfermizo. El aire estaba cargado de olor a azufre, metal caliente y sudor rancio. Abajo, en el suelo de la fábrica, miles de personas trabajaban en cadenas de montaje improvisadas. Hombres, mujeres, incluso algunos que parecían adolescentes. Estaban sucios, demacrados, sus movimientos eran mecánicos y lentos, propios de la extenuación extrema. Estaban ensamblando rifles de asalto, empaquetando municiones y soldando componentes de explosivos ilegales.
Era esclavitud moderna. Explotación masiva oculta bajo la fachada de una corporación.
Ryuusei se colocó la máscara del Yin y el Yang. Desde ese momento, dejó de ser Ryuusei y se convirtió en el juicio.
Bajó silenciosamente, aterrizando en una pasarela elevada en la oscuridad. Sus ojos, agudizados por su singularidad, escanearon la multitud de trabajadores esclavizados. Buscaba a Charles. Pero había demasiada gente, demasiado ruido de maquinaria, demasiada desesperanza uniforme. No podía distinguirlo entre la masa de cuerpos rotos.
Entonces, un grito rompió el estruendo mecánico.
—¡CHARLES! ¡MÁS POTENCIA, MALDITA SEA! ¡NO TE DUERMAS!
El nombre resonó desde una sección aislada al fondo del almacén, separada por gruesas cortinas de plástico industrial y custodiada por hombres armados.
Ryuusei se movió. No corrió; se desplazó. Su figura parpadeó a través del espacio, saltando de sombra en sombra, invisible para los guardias distraídos.
Llegó a la zona aislada y se deslizó al interior. Lo que vio allí fue una escena sacada de una pesadilla, mucho peor que la explotación general de afuera.
En el centro de una sala llena de equipos de medición y contenedores blindados, había una silla metálica, similar a una silla de dentista, pero modificada con correas de cuero grueso y cadenas.
Atado a ella estaba Charles Blake.
El chico del informe policial ya no parecía un niño. Estaba esquelético, su piel tenía un tono grisáceo y enfermizo. Tenía ojeras profundas y moradas bajo los ojos cerrados, y su cabello estaba apelmazado por el sudor y la grasa. Llevaba solo unos pantalones de hospital sucios.
Pero lo más horroroso eran sus brazos.
Estaban extendidos y sujetos con abrazaderas de acero. Unos "médicos" con batas manchadas estaban trabajando sobre él. No lo estaban curando. Con escalpelos quirúrgicos, realizaban cortes precisos y continuos a lo largo de las venas de sus antebrazos.
De las heridas no brotaba solo sangre roja. Brotaba una mezcla espesa y negra: sangre saturada de pólvora biológica.
Los hombres recogían esta sustancia en recipientes de cristal, tratándola como oro líquido. Charles gemía débilmente con cada corte, pero no se movía. Unos tubos intravenosos conectados a su cuello bombeaban un líquido turbio en su sistema: sedantes y estimulantes de producción biológica. Lo mantenían en un estado de semi-inconsciencia permanente, drogándolo para anular su voluntad pero manteniendo su cuerpo activo para que siguiera produciendo el explosivo humano.
Era una granja. Y Charles era el ganado.
Ryuusei sintió una oleada de trauma y repulsión. Había visto guerras, había visto crueldad, pero la metodicidad de esta tortura, la reducción de un ser humano a una simple refinería de pólvora, le revolvió el estómago. La ira fría, la ira del justiciero, inundó sus venas.
—Suficiente —susurró Ryuusei.
En un parpadeo, desapareció de su posición.
¡ZAS!
Reapareció justo al lado de la silla de tortura. Antes de que los "médicos" pudieran siquiera levantar la vista, Ryuusei los golpeó. Dos golpes precisos en los puntos nerviosos del cuello. Cayeron al suelo como sacos de arena, inconscientes.
Ryuusei se inclinó sobre Charles. Sus manos, generalmente firmes, temblaron ligeramente al tocar el hombro del chico.
—Charles —susurró Ryuusei, su voz suave, intentando atravesar la niebla de las drogas—. Charles, despierta.
El chico abrió los ojos lentamente. Estaban vidriosos, desenfocados, las pupilas dilatadas por los narcóticos. Miró la máscara blanca y negra que flotaba sobre él, pero no hubo reconocimiento, solo un miedo instintivo y cansado.
—No... no más... —balbuceó Charles, su voz era un hilo seco y roto—. Ya di... ya di todo... no queda más... duele...
Ryuusei sintió una punzada en el pecho. El chico pensaba que él era otro torturador pidiendo más pólvora.
—No soy ellos —dijo Ryuusei con firmeza, cortando las correas de cuero con una de sus dagas. El metal se partió como papel bajo el filo imbuido de energía—. Soy Ryuusei. Y nos vamos. Se acabó, Charles. Te voy a sacar de este infierno.
Charles no entendía. Su cabeza cayó hacia un lado, demasiado pesada para su cuello. Ryuusei lo sostuvo, notando lo liviano que estaba debido a la desnutrición. Con cuidado, lo levantó y lo cargó sobre su espalda, sintiendo el calor febril que emanaba del cuerpo del chico, una reacción a la producción forzada de explosivos.
—Sujétate —ordenó Ryuusei.
Estaba a punto de teletransportarse fuera cuando el aire se llenó de un sonido estridente.
¡WAAAAAAA! ¡WAAAAAAA!
Una alarma de grado militar estalló en el almacén, acompañada de luces rojas giratorias que bañaron la sala de sangre. Las puertas de acero del recinto se abrieron con un estruendo mecánico.
—¡ALTO AHÍ, RATA!
Una figura inmensa bloqueó la salida.
Era el líder de la operación. Un hombre de obesidad mórbida, cuya grasa se desbordaba sobre un traje blanco sucio y mal ajustado. Su rostro era una masa de carne sudorosa con ojos pequeños y codiciosos. Pero lo que dominaba su presencia no era su tamaño, sino sus brazos.
Desde los codos hacia abajo, sus brazos habían sido amputados y reemplazados por cibernética tosca y brutal. En lugar de manos, tenía dos metralletas rotatorias de alto calibre integradas en su carne, los cañones brillando con aceite y amenaza. Las cintas de munición colgaban de su espalda, conectadas a los implantes.
El Líder dio un paso pesado, el suelo vibrando bajo su peso. Las metralletas zumbaron, los motores eléctricos girando para preparar el disparo.
—Suelta a la mercancía —rugió el Líder, su voz era gorgoteante y desagradable—. Ese chico vale más que tu vida entera. ¿Quién eres? ¿Policía? ¿Federales?
Ryuusei ajustó el peso de Charles en su espalda. Sintió el temblor del chico contra él.
—Tranquilo, Charles —murmuró Ryuusei, ignorando al gordo armado—. Cierra los ojos. Todo esto pronto va a acabar.
Luego, Ryuusei levantó la vista hacia el Líder. La máscara del Yin y el Yang reflejaba las luces rojas de la alarma, dándole un aspecto demoníaco.
—No me importa tu negocio —dijo Ryuusei, su voz proyectada con una calma aterradora que cortó el ruido de la alarma—. No me importa quién eres. Y definitivamente no soy la policía. La policía te leería tus derechos.
Ryuusei extendió sus brazos hacia los lados. En un destello de luz negra, sus armas principales se materializaron. No eran dagas esta vez. Eran los Dos Martillos del Caos. Pesados, oscuros, con grabados antiguos que palpitaban con una energía destructiva. Eran armas hechas para romper asedios, para aplastar armaduras... y para demoler tiranos.
—Soy la consecuencia de tus actos —dijo Ryuusei.
El Líder soltó una carcajada nerviosa, levantando sus cañones.
—¡Muere, payaso enmascarado!
—Veamos si tus balas son más rápidas que mi caos —respondió Ryuusei, poniéndose en guardia.
La batalla por la libertad del Incinerador había comenzado, y Ryuusei no tenía intención de dejar nada en pie.
