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Chapter 152 - La Marioneta de Mando

El mundo de Bradley Goel había sido oscuridad y estática durante lo que parecieron segundos, pero que en realidad fueron setenta y dos horas.

Su cuerpo, una máquina biológica diseñada para romper la barrera del sonido, había colapsado bajo el peso de cargar a una pasajera y cruzar medio continente con zapatillas inadecuadas. El agotamiento metabólico lo había sumido en un estado de hibernación regenerativa.

Cuando finalmente abrió los ojos, no vio el cielo estrellado de la colina de Ottawa. Vio un techo blanco de estuco, iluminado por la luz suave de una lámpara de mesita de noche. El olor a lavanda y antiséptico llenaba el aire. Estaba en una cama real, con sábanas de franela suave.

Bradley parpadeó, sintiendo una energía renovada correr por sus venas como electricidad líquida. Sus músculos ya no ardían; vibraban, listos para correr de nuevo.

Giró la cabeza.

Y su corazón dio un vuelco que nada tenía que ver con la taquicardia de la velocidad.

Kairaestaba allí. No estaba en su modo de "Reina de Hielo" o "Supervisora". Estaba sentada en un sillón incómodo arrimado a la cama, con la cabeza apoyada en el colchón, a solo unos centímetros de la mano de Bradley. Dormía profundamente, con el cabello rubio cayendo sobre su rostro, su respiración suave y rítmica. Se veía... humana. Vulnerable.

Bradley sintió que la sangre le subía a las mejillas. Era la primera vez que la veía así, sin sus gafas de sol, sin su guardia alta. Extendió la mano, tentado de apartar un mechón de pelo de su frente, pero se detuvo en el aire, temiendo despertarla.

—Kaira... —susurró.

Luego, sintió una presión extraña en sus extremidades inferiores. Levantó la colcha con cuidado.

Sus pies, esos pies maltratados que habían sangrado sobre el asfalto canadiense, estaban meticulosamente vendados. Gasa limpia, ungüento antibiótico de alta calidad y un vendaje profesional cubrían sus heridas. Alguien se había tomado el tiempo de limpiar la suciedad, curar las ampollas y proteger su herramienta más valiosa.

Bradley miró a Kaira de nuevo. Ella, la chica que decía odiar ensuciarse, había curado sus pies de corredor.

—Gracias... —murmuró, sintiendo un nudo en la garganta.

Decidió despertarla suavemente. Tocó su hombro.

—Kaira. Ey, Kaira.

Ella se despertó de golpe, sus instintos de supervivencia activándose. Se incorporó, parpadeando, y sus ojos se enfocaron en Bradley. Por un segundo, hubo confusión, luego alivio, y finalmente, la máscara de frialdad volvió a caer en su lugar, aunque un poco torcida por el sueño.

—Oh. Estás vivo —dijo Kaira, frotándose los ojos y estirándose con la gracia de un gato—. Empezaba a pensar que tendría que besarte para despertarte como en esas películas estúpidas. Y créeme, no estaba en mis planes.

Bradley se rió, sentándose en la cama.

—Llevo tres días fuera, ¿verdad? Tengo un hambre que podría comerme una vaca entera. —Señaló sus pies—. Y... gracias por esto. Sé que no te gusta la sangre.

Kaira desvió la mirada, arreglándose el cabello rápidamente.

—No me agradezcas. Eres mi transporte. Si tus pies se pudren, me quedo varada en Canadá. Fue puro mantenimiento de equipo, nada sentimental.

—Claro. Mantenimiento —Bradley sonrió. Sabía que mentía.

Almorzaron en la habitación del hotel. Kaira había pedido servicio a la habitación (pagado mentalmente, por supuesto). Bradley devoró tres hamburguesas, un plato de pasta y dos batidos mientras Kaira tomaba un café y una ensalada pequeña, observándolo con una mezcla de asco y fascinación.

—Esta noche es la noche —dijo Kaira, dejando la taza sobre la mesa—. Vamos a ir a ver al Primer Ministro.

—¿Estás segura? —preguntó Bradley con la boca llena—. Aún me duelen un poco los pies. Puedo correr, pero no sé si podré pelear contra un ejército.

—No te esfuerces mucho —dijo Kaira, poniéndose sus gafas de sol aunque estaban dentro de la habitación—. Tu trabajo es llevarme hasta la puerta y lucir intimidante. Del resto me encargo yo. Y límpiate la salsa de la barbilla, por favor. Pareces un niño.

La noche cayó sobre Ottawa. La ciudad estaba tranquila, una joya de luces reflejadas en el agua oscura del río.

Bradley y Kaira caminaban hacia la residencia oficial en Sussex Drive. Bradley cojeaba levemente, pero su velocidad estaba lista para estallar si era necesario. Miraba a su alrededor, esperando ver capas volando o rayos láser cruzando el cielo.

—Oye, Kaira —preguntó Bradley en voz baja—. ¿Por qué está todo tan tranquilo? Digo... es la capital de un país del G7. ¿Dónde están los héroes? En Estados Unidos verías a tres tipos volando cada cinco minutos. En Japón ni se diga. Pero aquí... solo veo policías montados.

Kaira se ajustó el cuello de su abrigo.

—Canadá es diferente, Bradley. No tienen una cultura de "Héroes" tan agresiva. La mayoría de los anómalos que nacen aquí con delirios de grandeza se van a Nueva York o a Londres buscando fama. Los que se quedan... suelen integrarse en la RCMP (Policía Montada) o en las fuerzas especiales.

Kaira señaló a una patrulla que pasaba lentamente.

—Aquí prefieren el orden a la espectacularidad. No hay muchos "Héroes" de capa y mallas. Hay funcionarios con poderes. Eso hace que el país sea más estable... pero también más vulnerable a alguien que no sigue las reglas. Como yo.

Llegaron a la reja perimetral de la residencia del Primer Ministro. Era una mansión de piedra imponente, rodeada de jardines oscuros y patrullada por hombres armados.

De inmediato, las luces de los reflectores se encendieron, cegándolos momentáneamente.

—¡Alto ahí! —gritó una voz amplificada por un megáfono—. ¡Zona restringida! ¡Manos arriba o abriremos fuego!

Una docena de guardias de seguridad salieron de las sombras, apuntando rifles automáticos hacia la pareja. Eran profesionales, tensos por la alerta global.

Bradley se puso frente a Kaira instintivamente, su cuerpo vibrando, listo para acelerar y desarmarlos antes de que apretaran el gatillo.

—Kaira, ponte detrás de mí —susurró Bradley—. Son demasiados. Tendré que...

—No —dijo Kaira con calma. Puso una mano sobre el hombro de Bradley, deteniéndolo—. Quédate quieto y observa.

Kaira dio un paso al frente, saliendo de la protección de Bradley. Se quitó las gafas de sol y miró a los hombres armados. Sus ojos brillaban con un violeta tenue en la oscuridad.

—Arrodíllense —ordenó Kaira. No gritó. Simplemente habló.

Bradley esperó el sonido de los disparos.

En su lugar, escuchó el sonido de metal golpeando el asfalto.

Uno por uno, los doce guardias soltaron sus rifles. Sus rostros, antes tensos por la alerta, se relajaron en una expresión vacía y beata. Como fichas de dominó, las rodillas de los hombres golpearon el suelo.

Bajaron la cabeza en una reverencia sincronizada, como si estuvieran ante una diosa antigua y no ante una adolescente con ropa robada.

—Bienvenido, mi Reina —dijeron los doce al unísono, con una voz monótona que heló la sangre de Bradley.

Bradley miró a su alrededor, boquiabierto.

—¿Qué... qué hiciste? —tartamudeó—. ¿Cuándo...?

Kaira se llevó una mano a la sien, haciendo una mueca de dolor visible.

—Mientras tú dormías tu siesta de tres días, Bradley... yo trabajaba —susurró Kaira, con la voz un poco ronca—. Extendí la red. Usé los nodos que dejamos en el camino. Me conecté a la red de seguridad de Ottawa. He estado tejiendo esto durante setenta y dos horas sin descanso.

Se tambaleó un poco, y Bradley la sostuvo del brazo.

—Kaira, estás ardiendo —dijo él, notando el calor febril de su piel.

—Es el precio —dijo ella, soltándose suavemente—. Mi cabeza se siente como si fuera a estallar. Controlar a tanta gente a la vez... es agotador. Pero el camino está libre. Vamos.

Caminaron por el sendero de entrada, pasando entre las filas de guardias arrodillados que ni siquiera levantaron la vista. Bradley sentía una mezcla de admiración y terror absoluto por la chica que caminaba a su lado.

Entraron en la residencia. No hubo resistencia. Las secretarias, los asistentes, el personal de limpieza... todos se quedaban quietos al ver pasar a Kaira, asintiendo con respeto silencioso. Era como caminar por un palacio encantado donde todos estaban bajo un hechizo de sueño despierto.

Llegaron a la puerta doble de roble del Despacho Oval canadiense. Kaira se detuvo, respirando hondo para componerse.

—Escucha, Bradley —dijo en voz baja—. El Primer Ministro está dentro. Y tengo un problema.

—¿Qué problema? ¿Tiene un robot gigante?

—No. Tiene una mente de acero —admitió Kaira, frunciendo el ceño—. He intentado entrar en su cabeza desde el hotel. Pero no puedo controlarlo directamente como a los guardias. Tiene... una voluntad inusualmente fuerte. O tal vez un entrenamiento contra psíquicos. Si intento forzarlo ahora, en mi estado, mi cerebro podría colapsar.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Bradley—. ¿Nos vamos?

—No. Negociamos —dijo Kaira, abriendo la puerta—. Entramos. Y no dejes que vea que estoy cansada.

Entraron.

El Primer Ministro de Canadá estaba de pie detrás de su escritorio, mirando por la ventana hacia el jardín oscuro. Se giró cuando entraron. Era un hombre de unos cincuenta años, con canas y una mirada afilada que no mostraba el vacío de los controlados.

—Sabía que vendrían —dijo el Primer Ministro con voz firme—. Mis guardias dejaron de responder a la radio hace cinco minutos. Asumo que son obra suya, señorita.

Kaira caminó hacia el centro de la habitación con la elegancia de una reina visitando a un vasallo.

—Son obra de la necesidad, Primer Ministro. Lamento la intrusión.

El hombre presionó un botón rojo en su escritorio.

—He activado la alarma silenciosa de Prioridad Alfa —dijo él—. En tres minutos, un equipo de respuesta de élite, incluyendo a los pocos héroes Clase A que tenemos, estará aquí. Los meterán en una celda de contención de la que no saldrán nunca. Son terroristas.

Bradley se tensó, listo para correr. —Kaira, dijo tres minutos...

Kaira levantó una mano, calmando a Bradley, y miró al político.

—No vendrán, señor —dijo Kaira con suavidad—. Porque el jefe de seguridad de Ottawa está ahora mismo en su casa, pensando que hoy es domingo y viendo el fútbol. Nadie va a venir. Estamos solos usted y nosotros.

El Primer Ministro palideció ligeramente, pero mantuvo la postura. —Entonces máteme. Pero Canadá no se doblegará ante criminales.

—Nadie quiere matarlo —dijo Kaira, sentándose en una silla de cuero frente al escritorio sin ser invitada—. Quiero ofrecerle una oportunidad. La oportunidad de hacer a Canadá grande. De ser el protagonista de la historia, no un espectador.

—¿De qué está hablando?

—Hablo de Rusia —dijo Kaira, inclinándose hacia adelante. Sus ojos violetas se clavaron en los del hombre, no controlándolo, sino persuadiéndolo—. Usted ha visto las noticias. Aurion ejecutó a un líder mundial. Japón está invadiendo territorio soberano. Es el inicio de una tiranía global. Si Rusia cae, ¿quién sigue? ¿Europa? ¿Usted?

El Primer Ministro guardó silencio. Era un miedo que él mismo había tenido.

—Ryuusei Kisaragi le ofrece una alianza —continuó Kaira—. No queremos su rendición. Queremos su ayuda. Necesitamos que Canadá envíe ayuda militar a Rusia. Barcos. Aviones. Suministros.

—¿Quiere que declare la guerra a Japón? —preguntó el hombre, incrédulo—. Eso es suicidio.

—No guerra. —Kaira sonrió, una sonrisa diplomática y afilada—. "Ayuda Humanitaria Armada". Una misión de paz para proteger a los civiles rusos y asegurar la estabilidad del norte. Usted será el héroe que se plantó frente a la barbarie de Aurion. El mundo lo aplaudirá. Y nosotros... nosotros nos encargaremos de la pelea sucia.

Bradley miraba a Kaira con los ojos muy abiertos. No estaba usando poderes. Estaba usando carisma, lógica y miedo. Hablaba con una autoridad que no pertenecía a una chica de diecisiete años, sino a una estadista veterana.

—Si se niega... —la voz de Kaira se oscureció—. Entonces tendré que dejar de ser amable. Y créame, Primer Ministro, aunque su mente es fuerte, mi dolor de cabeza es peor. Y cuando me duele la cabeza, suelo romper cosas para sentirme mejor. No me obligue a romper su voluntad. Sería un desperdicio de un buen político.

El silencio en la habitación fue denso. El Primer Ministro miró a Kaira, luego a Bradley, y finalmente al mapa del mundo en su pared.

Suspiró, derrotado por la lógica y la amenaza implícita.

—¿Ayuda humanitaria, dice?

—Con escolta de destructores —aclaró Kaira.

—Bien —dijo el hombre, sentándose pesadamente—. Prepararé el discurso. Pero si esto sale mal... la sangre estará en sus manos.

Kaira se levantó, ocultando un temblor en sus piernas.

—La sangre siempre ha estado en nuestras manos, señor. Solo estamos decidiendo de qué color será.

Se giró hacia Bradley y le guiñó un ojo discretamente.

—Vámonos, Bradley. Tenemos un país que movilizar.

Bradley la siguió, aturdido. Kaira Thompson no solo había controlado a los guardias; había doblegado a una nación con palabras.

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