☩ Capítulo 5 – Hermanos de sangre
Narrador: Varek
"Hay heridas que no sangran cuando se abren… sangran cuando se dejan cerrar. Duelen, y dejan cicatrices como recuerdo de lo que sucedió."
El invierno apenas había terminado de arrancar los últimos restos de otoño cuando la decisión comenzó a tomar forma.
El padre de Aisha, el doctor Darían, había regresado tras meses de ausencia. Su presencia era como la de un bisturí: fría, quirúrgica, siempre buscando qué cortar. Desde que volvió, las visitas de Sanathiel al jardín se hicieron menos frecuentes. Yo lo noté antes que nadie.
—No me gusta ese chico cerca de mi hija —dijo mientras medía la distancia entre las rosas y el sol—. Es demasiado repentina esa… cercanía.
Señaló desde la ventana: Aisha reía con una pelota mientras Sanathiel la observaba. Él sonreía de esa forma extraña que solo ella lograba sacar de él.
—¿Y tú, Varek? —añadió Darían—. Las bestias siempre buscan grietas. Y tu hermano es una grieta ambulante.
No respondí.
Lo dejé hablar.
Porque parte de mí sabía que esas palabras estaban sembrando el principio de algo que después no podría detener.
—Su hija es impredecible —continuó Darían. —Y esa clase de niños siempre son útiles y peligrosos a la vez. —añadió
No supe si habló de ella… o de mí.
—Por cierto, hijo de Luciano, pronto traerán a las instalaciones a unos niños nuevos.
Esa noche vi a Aisha esperar en el jardín. Tenía la cesta en las manos, los dedos enrojecidos por el frío. No decía nada, pero sus ojos buscaban una silueta que no llegaba. Cuando me vio, algo en su pecho se tensó.
Era un gesto mínimo, pero lo vi:
se llevó una carta doblada hacia el corazón.
No la entregó.
No preguntó.
Solo esperó.
Y entonces… cometí el primer error que cambió el destino de los tres.
La luz azul del crepúsculo caía sobre las rosas.
El aire era frío, pero ella seguía allí.
—¿Sanathiel… vendrá? —preguntó finalmente, con una voz que parecía temblar más por esperanza que por frío.
Mentí.
—No lo sé.
La herida en su rostro fue íntima.
Real.
Y la sentí como propia.
No sé qué me llevó a hacerlo, pero di un paso.
Luego otro.
Me acerqué hasta quedar frente a ella, demasiado cerca para ser correcto, demasiado lejos para ser sincero.
Tomé una rosa de su cesta.
La sostuve entre mis dedos torpemente, como si nunca antes hubiera tocado algo tan… suave.
Ella levantó la mirada.
Sus ojos verdes parecían pedir algo que ni siquiera entendían.
—Gracias… —susurró, apenas audible.
Guardé la rosa entre las páginas de mi libro, como si pudiera conservar ese instante antes de destruirlo todo.
No lo sabía en ese momento,
pero sería la última vez que ella esperaría por él con tanta esperanza.
Poco después conocimos a Itzel. Tenía 10 años aproximadamente.
Hija del difunto Fallian. La hija de Beatriz, una mujer resucitada por la sangre de mi hermano. Lo supe por los murmullos, por los informes médicos que Darían guardaba celosamente: Itzel era el primer linaje Nevri.
Cabello oscuro como vidrio húmedo, ojos esmeralda con un brillo dorado en el centro.
El día que se encontraron, el aire se volvió espeso.
—¿Tú eres Sanathiel? —preguntó ella, sentándose a su lado sin pedir permiso.
Él, extraño a los desconocidos, sólo inclinó la cabeza.
—Sí. ¿Y tú?
—Itzel.
Me dijeron que eres… interesante.
Y sin avisar, tocó su medallón. Lo sostuvo demasiado tiempo. Luego sonrió.
Y Sanathiel… la dejó quedarse, con una mezcla de curiosidad.
Desde ese día, orbitó a su alrededor como una luna paciente. Y él, acostumbrado a ser visto como anomalía o peligro, la aceptó.
Porque con ella no era un monstruo.
Era un misterio.
Y eso, para alguien como él, significaba demasiadas cosas.
Yo lo vi. Yo lo permití.
Dejé que Aisha esperará en vano junto a los rosales.
Dejé que la rutina cambiará. Que cada hora robada se la llevara Itzel.
Una vez los encontré en la biblioteca. Itzel no leía un libro; lo desafiaba.
—Dicen que tu sangre puede curar esto —dijo, señalando un diagrama de una enfermedad degenerativa en un pesado tomo médico—. ¿Es verdad? ¿Cómo funciona?
Sanathiel, que siempre desviaba la mirada ante preguntas directas, la sostuvo fijo. No con recelo, sino con asombro. Por primera vez, alguien no le preguntaba qué era, sino cómo funcionaba.
—No lo sé —respondió, y su voz no sonó a derrota, sino a misterio—. Pero podríamos… intentar entenderlo.
Itzel sonrió. No la sonrisa amplia y ocupante de antes, sino una pequeña, cómplice. En ese momento lo vi claro: ella no quería salvarlo ni admirarlo; quería comprenderlo. Y para alguien que era un enigma, eso valía más que toda la compasión del mundo.
Una tarde lo enfrenté.
—¿No visitas el jardín? —pregunté—. ¿Es por Aisha… o por ella?
Sus ojos dorados se clavaron en los míos sin temblar.
—Es por mí —respondió—. Con Itzel… no soy solo una sombra.
—¿Y qué es ella para ti?
—Una puerta —dijo simplemente—. Y yo sé a dónde lleva.
No entendí.
No quise entender.
Así que planté la semilla de otra puerta.
La equivocada.
Fui yo quien habló con Darían en los pasillos.
No me limité a hablar; sembré la duda con la precisión que había aprendido de él. Una tarde, mientras revisaba unos informes, fingí una idea repentina:
—Doctor Darían —susurré, lo bastante bajo para sonar conspirativo—. He notado que la pequeña Itzel comparte una curiosidad innata por los mismos temas que Sanathiel. Es casi… científica. ¿No cree que sería más beneficioso para ambos fomentar esa camaradería? Al menos distraerá a Sanathiel de otras cosas… influencias menos productivas.
Dije la última palabra mirando hacia el jardín, donde Aisha jugaba sola. Darían no contestó, pero sus dedos dejaron de tamborilear sobre la mesa. Su silencio fue la confirmación: la semilla había encontrado tierra fértil.
Fui yo quien le dijo que Sanathiel era un riesgo para su hija.
Fui yo quien dejó abierta la posibilidad de que Itzel fuera mejor compañía.
Y Sanathiel… se fue con ella.
Se fugó una noche, siguiendo la pista de su pueblo Nevri, cargando su medallón como único recuerdo de quién era.
Aisha lo supo al amanecer. Encontré la carta sin abrir sobre la mesa, con las esquinas húmedas de haber sido apretada toda la noche. Yo fingí no saber nada.
Tres años después, la carta que firmé con la rúbrica de Luciano Kerens ordenó su reclusión. La pluma temblaba en mi mano mientras la tinta aún estaba fresca.
La pluma de ébano pesaba como una losa. La tinta, negra como traición, estaba lista. Antes de que la punta tocara el pergamino, una imagen me golpeó: la del niño de cabello oscuro en el jardín, sonriendo por primera vez ante los intentos de Aisha por jugar. Respiré hondo. ¿Qué estaba haciendo? ¿El hermano que juró protegerlo? ¿O el hijo leal que elegía el lado "seguro"?
El recuerdo se desvaneció, reemplazado por la imagen fría de Darían y el peso de su expectativa. Cerré los ojos no para dudar, sino para despedirme. La pluma se arrastró sobre el papel, cada curva de mi nombre falso rasgando no el pergamino, sino el juramento de hermanos que una vez hice.
Cuando abrí los ojos, mi firma, elegante y firme, manchaba el documento. La tinta aún brillaba bajo la luz como lágrimas que no sería capaz de derramar.
—¿Qué haces, Varek? —me dije.
Pero la firmé.
Para entonces, ya no era el niño de los jardines: había destruido una base de científicos, arrasado con quienes intentaron usar su sangre para detener el tiempo.
Era una bestia a ojos del mundo.
Y yo, su hermano, el que había dejado caer la primera piedra.
"Creí protegerla. Creí salvarlo.
Solo planté la espina que dividiría nuestra sangre…
Y desde entonces, cada gota derramada me recuerda
que los monstruos no se crean solos.
Se heredan."
