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Chapter 171 - "Almas gemelas"

🜏 Capítulo 4 – Almas gemelas 

Narrador: Varek

"No todas las almas que se encuentran nacen para amarse…

algunas se encuentran para romperse primero,

luego alienarse."

El jardĂ­n colgante y el laberinto de rosas

El aire olía a hierro y a polen —una mezcla metálica y dulzona, como si la belleza del lugar sangrara un poco por dentro.

Las rosas azules florecĂ­an como heridas cerradas a medias sobre los muros de piedra antigua.

A lo lejos, una niña de vestido rojo —muñeca de porcelana abandonada en un jardín de sombras— bajaba, curiosa, los peldaños.

El sol de la tarde jugaba con su cabello castaño anaranjado, encendiéndolo en cada paso, como si caminara envuelta en su propia aureola.

Su sonrisa era un destello de luz propia; sus ojos, verdes y abiertos, desafiaban la penumbra de los setos.

No lo sabĂ­a, pero su sola presencia inquietaba: un acorde disonante en una melodĂ­a demasiado perfecta.

TropezĂł.

La cesta rodó sobre el césped, esparciendo tijeras de podar y rosas cortadas.

Me giré —lo justo para no parecer desinteresado—, pero no moví un dedo.

Ya hacía demasiado que cumplía con acompañarla, solo porque se lo había prometido a Luciano Kerens.

Mi paciencia era un recurso que ella agotaba con una facilidad dolorosa.

Skiller, desde el arco de piedra, soltĂł una carcajada burlona.

—Eres un cretino, Varek.

—Y esa niña parece un tomate —bufé, ajustando los auriculares para ahogar la punzada de culpa—. Siempre vestida de rojo.

—Hazlo tú, Sanathiel. Yo odio las rosas.

Sanathiel me ignorĂł por completo, como si yo fuera aire. CaminĂł hasta ella con la elegancia de un felino en terreno sagrado.

Se agachĂł, recogiĂł una rosa azul y se la ofreciĂł con una reverencia casi burlona.

Ella levantó la vista, el rubor subiéndole a las mejillas.

—¿Tu nombre, pequeña? —preguntó Sanathiel, su voz tan suave que parecía rozar la piel.

—¡No soy pequeña! —replicó, abrazando la cesta como si fuera un escudo.

Sanathiel sonriĂł.

Una sonrisa que no me pertenecĂ­a.

Y por eso dolía más.

—Entonces, señorita…

—Aisha —dijo ella, cruzando los brazos, pero dejando escapar una sonrisa.

—Es un bonito nombre, Aisha —respondió él, con esa calma suya que lo hacía parecer mayor que su edad… y a mí, un niño malcriado.

Desde lejos, fingĂ­ escuchar mĂşsica.

Apreté los auriculares contra mis sienes, pero no bastó.

La risa de ella —clara como cristal— y la de él —grave, tranquila— se mezclaron en el aire, un sonido tan perfecto que dolía.

No era la risa de dos niños.

Era la de dos almas que se reencontraban después de perderse muchas veces.

El sol declinaba.

Sus sombras se entrelazaban sobre el césped, largas, confundidas, como si el mundo ya no supiera a quién pertenecía cada silueta.

Él le ofrecía un gajo de mandarina; ella lo tomaba sin miedo.

Y entonces lo vi: no era solo una niña con un vestido rojo.

Era la Ăşnica roja en un mundo de azul hierro.

La Ăşnica cosa viva entre tantas heridas cerradas.

Sanathiel no solo la veĂ­a.

La elegĂ­a.

La posesividad me atravesó como un relámpago.

Si no puede ser mía, no será de nadie, pensé.

Y esa raĂ­z del sentimiento me asustĂł tanto como me enfureciĂł.

Deslicé el pie, intentando hacerla tropezar.

Pero Sanathiel lo esquivĂł con una fluidez que parecĂ­a prever mi movimiento.

Su mirada me cruzó —una advertencia muda, un "lo sé todo" que me heló la sangre.

Siguió junto a ella, ayudándola, compartiendo sus mandarinas.

El aroma cĂ­trico llegĂł hasta mĂ­, agrio como el veneno.

—¿Vas a quedarte ahí mirando toda la tarde? —dijo Skiller, bajándome los auriculares de un tirón—. Solo miras, Varek.

Era cierto.

No podĂ­a apartar los ojos de ellos, aunque el sol me cegara.

Di un paso.

La hierba amortiguĂł el sonido.

Pero la furia, no.

Lo sujeté del brazo, hundiendo mis dedos en su camisa.

—Sanathiel… últimamente vienes a este jardín a la misma hora —susurré—. Ayudas a esa niña como si fuera tu responsabilidad. ¿Sabes de quién es hija?

Él ni siquiera me miró. Sus ojos dorados seguían a Aisha entre los rosales.

—Aisha es una niña dulce —dijo con serenidad, y esa calma fue gasolina para mi rabia—. Cuando tenga nuestra edad, seguirá su voluntad. Ni tú ni nadie podrá evitarlo.

—¿Su voluntad? —bufé, apretando más su brazo hasta sentir el hueso.

Él apartó mi mano sin violencia, pero con una firmeza tan serena que me desarmó.

—Y a esa niña… le gusto yo. No tú.

La frase me atravesĂł el pecho como una daga de hielo.

Detrás, la risa de Aisha seguía flotando en el aire, sin saber que acababa de abrir una grieta en el mundo.

—Sanathiel ha sido amable —dijo ella—, a diferencia de ti, chico de mármol.

Las palabras eran inocentes.

Y aun asĂ­, sellaron mi destino.

La vi reĂ­r.

Vi sus miradas encontrarse otra vez.

Y supe que mi hermano menor caminaba hacia la tentaciĂłn de algo imposible.

Una rosa azul se desprendió del tallo y cayó entre ellos, dejando en el césped una mancha como una herida recién abierta.

Yo la vi caer.

Y sentí que algo en mí también se desgarraba.

Ella, sin saberlo, ya caminaba hacia el abismo.

Ese dĂ­a comenzĂł algo que ninguno de los tres podrĂ­a detener:

Él la protegería.

Yo la desearĂ­a.

Y el ciclo…

finalmente,

la elegirĂ­a.

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