La quietud de la noche canadiense descendió sobre el bosque ancestral como un sudario de terciopelo pesado. Las Montañas Rocosas, gigantes de piedra y nieve, se alzaban como centinelas mudos alrededor del campamento, bloqueando el viento y creando una burbuja de silencio casi sobrenatural.
El banquete, que horas antes había sido un caos de risas, presentaciones incómodas y demostraciones de poder, había menguado hasta convertirse en brasas brillantes y respiraciones lentas. Los miembros del equipo de Ryuusei, agotados por el viaje transatlántico y la descarga de adrenalina del reencuentro, se habían retirado a sus refugios improvisados.
Ezekiel dormía abrazado a su mochila, murmurando algo sobre "trajes de neón" en sus sueños. Kaira descansaba con una elegancia inmaculada incluso sobre un saco de dormir, mientras Bradley montaba guardia en sueños, frunciendo el ceño. A lo lejos, el enorme cuerpo de Sergei Volkhov roncaba con la potencia de un motor de tanque, un sonido rítmico que extrañamente brindaba seguridad.
Sin embargo, la promesa del mañana colgaba en el aire. Aiko había mencionado brevemente, antes de caer rendida, que el verdadero refugio no era esa cabaña, sino lo que yacía debajo: una base biomecánica oculta, una "Tortuga Gigante" excavada en la tierra que serviría como fortaleza inexpugnable. La idea de una base viva excitaba la mente táctica de Ryuusei, pero esa noche, su curiosidad se dirigía hacia algo más intangible.
Ryuusei no buscó el descanso de inmediato. No podía.
Había algo en la profundidad de la oscuridad, en la vibración antigua de los árboles que lo rodeaban, que resonaba con la inquietud que llevaba en el pecho desde que salió del Limbo. Sentía que el tiempo se estaba acelerando, que los eventos se precipitaban hacia un abismo, y necesitaba saber si estaba caminando hacia la victoria o hacia la aniquilación.
Sabía a quién preguntar.
Se movió silenciosamente, sus botas apenas crujiendo sobre las agujas de pino, alejándose del calor de las brasas y dirigiéndose hacia la orilla del lago glaciar.
Allí, separado de la trivialidad humana, encontró a Arkadi Rubaskoj.
El anciano mago, cuya apariencia física de treinta y tantos años ocultaba su verdadera edad de ciento ocho, estaba sentado en posición de loto sobre una roca plana que se adentraba en el agua. Sus túnicas oscuras parecían fundirse con la noche, y su barba blanca atrapaba la luz de la luna como si fuera escarcha.
El agua negra del lago reflejaba las estrellas con una frialdad distante, perfecta, casi como un espejo a otra dimensión. Arkadi no se movía. No parecía respirar. Parecía una estatua tallada por el tiempo mismo, conectada a la red invisible que mantenía unido el universo.
Ryuusei se acercó con respeto. El aire alrededor de Arkadi se sentía denso, cargado de estática y ozono, una manifestación pasiva de su gran poder.
Arkadi abrió los ojos sin girar la cabeza. Sus iris, oscuros y profundos como pozos sin fondo, reflejaron el agua.
—La noche trae consigo sombras, joven líder —dijo Arkadi. Su voz no sonaba como la de un hombre joven; era rasposa, antigua, resonando con la textura de pergaminos viejos y tierra seca—. Y a veces... trae ecos de lo que aún no ha sucedido.
Ryuusei se detuvo y se sentó a una distancia prudente, mirando también el agua.
—Vine a buscar sabiduría, Arkadi —dijo Ryuusei, su voz baja para no perturbar la santidad del momento—. He oído cosas. Aiko me dijo... que usted ve más allá de lo evidente. Que sus sueños no son solo descanso para la mente, sino ventanas.
Arkadi sonrió levemente, una curvatura de labios que denotaba una tristeza infinita, no alegría.
—Ah, los rumores vuelan incluso en los rincones olvidados del mundo, ¿eh? —murmuró, tomando una piedra pequeña y lanzándola al lago. El ploc rompió el espejo de estrellas—. Sí. Mis sueños... a veces son más que sueños. Son fragmentos del tapiz que las Moiras tejen sin descanso. Visiones. Profecías, si prefieres usar términos grandilocuentes de cuentos de hadas.
El mago giró finalmente su cabeza hacia Ryuusei. La intensidad de su mirada hizo que Ryuusei sintiera un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío canadiense.
—Supongo que por eso me buscaste. El líder pragmático, el hombre que desafía a la muerte... buscando respuestas en el éter. ¿Tus propios sueños son inquietos, muchacho? ¿O es el miedo a guiar a estos niños al matadero lo que no te deja dormir?
Ryuusei apretó los puños sobre sus rodillas. La percepción de Arkadi era afilada.
—Mis sueños... a veces muestran cosas —admitió Ryuusei, decidiendo ser vulnerable por primera vez ante alguien que no fuera Aiko—. Veo fuego. Veo oscuridad. Pero son confusos, caóticos. No los entiendo. Sin embargo... sé que usted ve con claridad. He oído sobre el futuro. Guerras. Seres que no deberían existir.
Ryuusei miró al anciano directamente a los ojos.
—Necesito saber, Arkadi. No quiero consuelo. Quiero inteligencia. Quiero que me hable de sus sueños. De lo que ha visto. Necesito entender a qué monstruos nos enfrentamos realmente.
Arkadi suspiró. El sonido fue largo, como el viento pasando a través de una caverna vacía.
—Sentado junto a esta laguna... es un buen lugar para hablar de lo que yace bajo la superficie —dijo Arkadi, volviendo la vista al agua—. Mis visiones no son un regalo, Ryuusei. Son una maldición. Son cargas. Ecos de dolor por venir que se clavan en mi mente de ciento ocho años.
El mago extendió una mano hacia el lago, y el agua pareció vibrar, como si respondiera a su memoria.
—He visto el inicio. He visto la Tierra del Sol Naciente... bañada en sangre —comenzó Arkadi. Su voz adquirió un tono profético, rítmico—. No es una batalla heroica. Es una carnicería. He visto ciudades en ruinas, el humo negro asfixiando el monte Fuji. He visto héroes cayendo como marionetas con los hilos cortados.
Arkadi señaló a Ryuusei con un dedo largo y huesudo.
—Y he visto tu máscara allí. Una sombra danzando entre la carnicería, manchada de rojo. Es la Guerra de los Marginados. Una declaración brutal al mundo. Será el conflicto que despierte a la humanidad a la realidad de nuestra existencia. Y será... muy sangrienta. Muchos no volverán de esa isla.
Ryuusei asintió lentamente. Eso encajaba con sus planes inmediatos: la liberación de Japón y el enfrentamiento con los remanentes de las organizaciones que los cazaban. Pero Arkadi no se detuvo ahí.
—Pero eso es solo el preludio —continuó el anciano, su voz bajando una octava, volviéndose más oscura—. He visto cielos que se abren. No por portales humanos, sino desgarrados desde afuera. He visto cosas que no pertenecen a este mundo, seres de geometría imposible y hambre infinita, descendiendo con sed de venganza.
—¿Aliens? —preguntó Ryuusei, escéptico pero alarmado.
—Algo peor. Un poder frío y ajeno. Un ser espacial. Buscará algo. O a alguien. Y arrasará continentes enteros a su paso si no encuentra lo que desea. Esa amenaza... esa amenaza hace que Aurion parezca un niño jugando con cerillas.
La imagen de una amenaza cósmica se asentó pesadamente sobre los hombros de Ryuusei. ¿Cómo se preparaba uno para luchar contra las estrellas?
Arkadi cerró los ojos, y su expresión se suavizó, cambiando del horror a algo más personal, casi reverente.
—También he visto... un encuentro. Con alguien diferente.
—¿Diferente?
—Una mujer —susurró Arkadi—. Alguien más joven que tú en años, pero antigua en poder. Una fuerza de la naturaleza que te superará en potencia bruta. Caminará a tu lado, Ryuusei. No detrás de ti, ni delante. A tu lado.
Arkadi abrió un ojo y miró a Ryuusei con una chispa de picardía anciana.
—Y de esa unión... he visto vida. He visto hijos. Hijos con la fuerza de muchos dioses corriendo por sus venas. Un linaje dorado que podría cambiar el destino de la especie. La creación de una nueva raza, nacida del Rey y la Reina de este caos.
Ryuusei se quedó paralizado. De todas las profecías, esta era la más desconcertante. ¿Hijos? ¿Él? ¿Un "experimento" del Limbo y una chica desconocida creando dioses? Pensó en Aiko, en Kaira, incluso en las posibilidades absurdas, pero la visión de Arkadi parecía apuntar a algo que aún no había sucedido, o a alguien cuyo verdadero potencial aún no había descubierto.
—Eso suena... improbable —dijo Ryuusei, incómodo.
—El destino se ríe de la probabilidad —replicó Arkadi—. Pero escucha bien, porque esto es lo último. La culminación de todo.
La atmósfera cambió drásticamente. El viento cesó por completo. El agua del lago se quedó quieta como vidrio.
—He visto la Guerra del Castigo Divino.
Las palabras colgaron en el aire como una sentencia de muerte.
—Una batalla de una magnitud que hará temblar los cimientos de la realidad física. He visto el cielo arder, no con fuego, sino con energía pura. Y en el centro del infierno... he visto a dos seres. Dos jinetes.
Arkadi se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con el reflejo de un fuego invisible.
—Montados en dragones colosales. Bestias del mito, renacidas para el final de los tiempos. Poderes divinos desatados que rasgan la corteza terrestre. Tú estarás allí, Ryuusei. Y solo uno quedará en pie cuando el polvo se asiente.
Ryuusei tragó saliva. Dragones. Dioses. Guerra total. Era una escala que escapaba a su comprensión actual.
—¿Y después? —preguntó, casi temiendo la respuesta.
—Después de eso... un largo suspiro —dijo Arkadi, relajando su postura—. He visto trescientos años de paz. Un ciclo completado. Una era dorada comprada con la sangre de los justos.
Arkadi miró sus propias manos, llenas de arrugas invisibles para los demás pero pesadas para él.
—Y en todo esto... veo a otros caer. Aliados que hoy duermen junto al fuego. Enemigos que aún no conoces. El precio del destino es alto, líder. Se paga en vidas.
Hizo una pausa larga, y su voz se quebró ligeramente.
—Veo... mi propio final también. No en una cama, viejo y olvidado. Sino en una luz suave. Protegiendo a alguien especial. Veo mi muerte como una llave para esa paz.
El silencio que siguió fue absoluto. Ryuusei procesó la información: la guerra en Japón, la invasión espacial, el linaje divino, la batalla de los dragones y la muerte de Arkadi. Era un mapa del futuro trazado con sangre y fuego.
—¿Qué significa todo esto, Arkadi? —preguntó Ryuusei finalmente. No había miedo en su voz, solo una determinación fría—. ¿Son inevitables? ¿Está escrito en piedra? ¿Somos solo actores siguiendo un guion?
Arkadi sonrió, y esta vez, la sonrisa llegó a sus ojos. Había aprobación en su mirada.
—El destino es como un río, joven Ryuusei. Puedes nadar contra la corriente hasta ahogarte... o puedes dejarte llevar y estrellarte contra las rocas. Puedes intentar desviarlo... cavar nuevos canales. Pero a menudo, el río encuentra su camino al mar.
El mago se puso de pie, sus articulaciones crujiendo.
—Las visiones son advertencias. Son puntos en el mapa, faros en la niebla. Te muestran lo que podría ser. O lo que será si no se altera nada. La verdadera sabiduría no reside en conocer el futuro, sino en cómo navegas esas aguas turbulentas.
Puso una mano sobre el hombro de Ryuusei. La mano se sentía pesada, sólida, real.
—Tu camino es central para muchas de estas visiones. Eres un punto de inflexión. Una Singularidad. Tu existencia misma es una anomalía en la ecuación. Tienes el poder de empujar el río. Tal vez no puedas detener la guerra, pero puedes decidir quién sobrevive a ella.
Arkadi miró hacia el campamento donde dormían los demás.
—Prepárate para el dolor, Ryuusei. Las profecías a menudo requieren sacrificios terribles para cumplirse... o para evitarse. Pero mientras respires, el guion puede reescribirse.
Ryuusei asintió, sintiendo el peso de la responsabilidad asentarse sobre él, no como una carga, sino como una armadura.
—Gracias, Arkadi.
—No me des las gracias —dijo el anciano, comenzando a caminar de regreso hacia las sombras—. Solo asegúrate de que, cuando lleguen los dragones, tengas algo con qué pelear. Ahora, ve a dormir. Mañana entramos en la Tortuga. Y necesitarás toda tu fuerza para lo que Aiko ha preparado allí abajo.
Ryuusei se quedó solo junto al lago unos minutos más. Miró su reflejo en el agua oscura. Vio su rostro joven, su cabello bicolor, y detrás de él, imaginó la sombra de un dragón y el fuego de una guerra inevitable.
—Trescientos años de paz —susurró al viento—. Vale la pena el precio.
Se dio la vuelta y caminó de regreso al campamento, listo para enfrentar el mañana, sabiendo que el destino venía por ellos, pero ellos también irían por el destino.
