La quietud de la noche en las Montañas Rocosas de Canadá era un manto de terciopelo negro y frío. El viento soplaba entre los pinos ancianos con un susurro que sonaba a voces olvidadas. El fuego del banquete se había reducido a un lecho de brasas moribundas, proyectando un resplandor rojizo y tenue sobre los rostros dormidos del equipo.
Arkadi Rubaskoj, el Sabio Arcano, se acomodó en su saco de dormir. Para el mundo exterior, parecía un hombre joven de treinta años, pero sus huesos cargaban con el peso de ciento ocho inviernos. Su mente, un archivo viviente de magia y dolor, aún resonaba con la conversación que había tenido con Ryuusei junto al lago. Haber verbalizado las profecías no las había exorcizado; al contrario, parecía haberles dado permiso para manifestarse con una violencia renovada.
Cerró los ojos, buscando el vacío del descanso. Pero para un vidente de la Sexta Generación, el sueño rara vez es un refugio. Es un teatro.
Y esa noche, el telón se levantó con sangre.
Arkadi cayó en un sueño lúcido, arrastrado por una corriente psíquica hacia un futuro que olía a ozono y carne quemada.
Se vio a sí mismo flotando, un espectador incorpóreo sobre un paisaje que reconocía con horror: Japón. Pero no el Japón de las postales. Era una ruina humeante. El cielo estaba cubierto de nubes negras y naranjas, asfixiando al Monte Fuji en la distancia.
La Operación Kisaragi estaba en marcha.
Vio a los miembros del equipo, ya no como los jóvenes inseguros que dormían a su lado, sino como avatares de destrucción.
Charles era un volcán humano; sus explosiones de aire y chispas iluminaban la noche perpetua, derribando edificios enteros. Bradley, el velocista, era un borrón cinético que atravesaba filas de enemigos, dejando un rastro de ondas de choque sónicas. Brad, el Elemental, levantaba muros de tierra y metal, remodelando la geografía del campo de batalla.
Vio a Kaira moviendo los dedos como una titiritera macabra, haciendo que los soldados enemigos se volvieran unos contra otros. Vio el veneno de Amber Lee extenderse como una niebla verde y silenciosa, segando vidas sin tocarlas. Vio a Aiko, pequeña y letal, convertida en una tormenta de artes marciales que rompía huesos con precisión quirúrgica.
Y en el centro del huracán, vio a Ryuusei. La Sombra Enmascarada. Un torbellino de dagas y martillos del caos, luchando con una ferocidad desesperada.
Entonces, la visión se aceleró, precipitándose hacia el vórtice del desastre.
Una luz cegadora descendió del cielo. Aurion. El Héroe Número Uno. En la realidad, su luz representaba esperanza. En este sueño, era la luz de una estrella moribunda y cruel.
Arkadi quiso gritar, pero no tenía boca. Vio el enfrentamiento. Vio a Ryuusei, el líder de los marginados, ser superado no por falta de habilidad, sino por la magnitud absurda del poder de su enemigo.
Fue una carnicería.
Arkadi vio cómo la carne de Ryuusei era abierta en tajos anchos y profundos, como si un carnicero invisible estuviera trabajando con saña metódica. Vio los músculos del pecho desgarrados, expuestos al aire contaminado, fibrilando en espasmos de agonía antes de ser arrancados.
El sonido era lo peor. El crack húmedo de los huesos rompiéndose, costillas saliendo de la piel en ángulos geométricamente imposibles. La sangre no goteaba; salía a manguerazos, una marea carmesí que empapaba el suelo de asfalto roto.
Y luego, la imagen que helaría la sangre de Arkadi por el resto de su longeva vida: vio los órganos internos de Ryuusei. No solo expuestos, sino parcialmente aplastados. Vio el brillo grisáceo de los intestinos, el rojo oscuro del hígado, colgando grotescamente fuera de la cavidad abdominal mientras Aurion seguía golpeando con una indiferencia divina. Era aniquilación en su forma más repulsiva. Ryuusei, el chico que quería salvar el mundo, reducido a una masa de biología destrozada.
La visión se cortó abruptamente en el pico del horror, antes del golpe final. Arkadi se quedó con la certeza punzante de que había presenciado la muerte de su líder.
El escenario cambió. El caos se disipó, reemplazado por una quietud inquietante.
Vio a Ryuusei de nuevo, pero esta vez estaba sano. A su lado, caminaba una figura. Una mujer. Su rostro estaba borroso, protegido por una censura del destino, pero su cabello era largo, blanco como una cascada de luz lunar.
Arkadi sintió el poder emanar de ella incluso en el sueño. Era la Reina de la profecía. La madre del linaje. La sensación de sus "hijos" —seres con la fuerza de muchos dioses— era tan abrumadora que hacía vibrar el tejido del sueño.
La visión se retorció una vez más.
El cielo se desgarró. No era un portal terrestre. Era una herida en la realidad. Del vacío del espacio, seres de geometría imposible descendían hacia el norte de Japón. No eran humanos. No eran anómalos. Eran la Amenaza Espacial. Fríos. Hambrientos. Arkadi sintió su intención: no querían conquistar, querían consumir.
Luego, una imagen fugaz pero dolorosa. Una espalda. Una figura familiar del equipo. Alguien a quien Ryuusei llamaba amigo. Dándose la vuelta en un momento crítico. Un cuchillo metafórico —o quizás real— clavándose en la espalda de la Operación. La Traición. Arkadi intentó ver la cara del traidor, pero las sombras lo ocultaron.
Finalmente, la visión más personal.
Arkadi se vio a sí mismo. No joven como ahora, sino envejecido de golpe, débil, arrodillado en un lugar oscuro. A su alrededor, cinco siluetas se alzaban. No eran humanos. Sus rostros eran máscaras retorcidas de burla. Se reían. Se reían de su magia de ciento ocho años. Se reían mientras drenaban su esencia.
Era su propia muerte. Un final sin gloria. Un final humillante a manos de monstruos desconocidos.
Pero justo antes de que la oscuridad lo reclamara, un pensamiento brilló en su mente moribunda, una chispa de consuelo en el abismo: "Al menos... ya recibió mi mensaje. Ryuusei sabe lo que viene."
Arkadi despertó con un jadeo que se ahogó en su garganta.
Se incorporó en el saco de dormir, con el pecho agitado. No estaba sudando, pero sentía un frío glacial en los huesos, un frío que ninguna fogata podría calentar.
Miró a su alrededor. El bosque estaba en silencio. Ryuusei dormía a unos metros, su pecho subiendo y bajando rítmicamente, ajeno al hecho de que Arkadi acababa de verlo destripado en un futuro posible.
El anciano mago se llevó una mano temblorosa a la cara.
—Maldición... —susurró en ruso antiguo.
¿Cómo podía compartir esto? ¿Cómo podía mirar a esos niños —Aiko de trece años, Bradley de diecisiete, Volkhov de veintidós— y decirles que marchaban hacia una picadora de carne? ¿Cómo decirle a su líder que su destino probable era ser desmembrado por el héroe que el mundo adoraba?
Y la traición... ¿quién de ellos sería? ¿Ezekiel con su lealtad volátil? ¿Kaira con su ambición? ¿Volkhov con su pasado militar?
Arkadi miró las estrellas, buscando respuestas, pero el cielo permaneció mudo. Decidió entonces que el conocimiento sería su carga solitaria. Ya había dado las advertencias generales. Los detalles sangrientos... esos se los guardaría para no romperles el espíritu antes de que la guerra siquiera comenzara.
La mañana llegó con una inocencia engañosa.
El sol se filtró entre las copas de los abetos, pintando el suelo del bosque con manchas de oro líquido. Los pájaros cantaban, ajenos a las profecías de apocalipsis. El aire era fresco, limpio, con ese olor a resina y tierra húmeda que solo se encuentra en el norte profundo.
El campamento comenzó a despertar.
Arkadi, a pesar de la noche de horrores, se levantó con su estoicismo habitual. Preparó té en una vieja olla de metal sobre las brasas reavivadas, sus movimientos lentos y deliberados ocultando el temblor interno.
Pronto, la actividad se trasladó hacia la laguna. Era un día de descanso antes de entrar en la base subterránea, y el equipo parecía haber acordado tácitamente aprovecharlo.
Fue un cuadro que contrastaba brutalmente con la visión de la noche anterior.
Bradley, incapaz de contener su energía adolescente, estaba en la orilla. Se quitó las botas y, con una sonrisa traviesa, corrió hacia el agua. No se hundió. Su velocidad y control cinético eran tales que sus pies golpeaban la superficie del agua más rápido de lo que la tensión superficial podía romperse. Corrió sobre el lago, creando estelas de espuma blanca, riendo mientras desafiaba la física.
—¡Miren esto! —gritó Bradley, haciendo un giro derrapando sobre el agua—. ¡Soy Jesús con zapatillas Nike!
En la orilla, Brad lo observaba con una sonrisa perezosa. El elemental estaba sentado en el barro, moldeando pequeñas figuras de tierra que luego solidificaba en piedra con un toque. A su lado, Sylvan, el elemental de madera, había hundido sus "pies" de raíces en la orilla fangosa, absorbiendo nutrientes y agua con una expresión de éxtasis vegetal. Parecía más un árbol antiguo que un arma de guerra.
Un poco más allá, Aiko y Kaira estaban sentadas sobre un tronco caído. Era una pareja extraña: la niña estratega de trece años y la psíquica aristócrata de diecisiete.
—¿Entonces puedes hacer que olviden su propio nombre? —preguntaba Aiko, balanceando sus piernas cortas que no llegaban al suelo.
—Puedo hacer que olviden cómo respirar si me molestan lo suficiente —respondió Kaira, ajustándose sus gafas de sol—. Pero prefiero la sutileza. Es más divertido verlos confundidos.
Aiko asintió, tomando nota mental de la capacidad táctica de su compañera.
Amber se había apartado del grupo principal. Estaba acuclillada cerca de unos arbustos de bayas silvestres, examinándolas con ojo clínico. Sacó una pequeña navaja y comenzó a afilar la punta de una flecha de ballesta, sus movimientos rítmicos y letales. Incluso en la paz, la chica tóxica se preparaba para matar.
Charles estaba sentado cerca del fuego, hipnotizado por las llamas. De vez en cuando, chasqueaba los dedos, y una pequeña explosión de colores cambiaba el tono del fuego de naranja a azul, luego a verde. Era su forma de meditar.
Y Ezekiel... bueno, Ezekiel estaba intentando teletransportarse de una roca a otra alrededor de Kaira, apareciendo con flores silvestres en la mano, solo para ser ignorado olímpicamente por la psíquica.
—Una margarita para la dama... —decía Ezekiel, apareciendo a su izquierda.
—Soy alérgica al polen y a la desesperación masculina, Ezekiel —respondía Kaira sin mirarlo.
—Touché —decía él, desapareciendo de nuevo.
Ryuusei no participaba. Estaba sentado bajo la sombra de un gran abeto, con la espalda apoyada en la corteza rugosa. Tenía la máscara levantada sobre la frente, dejando que el aire fresco tocara su rostro. Sus ojos heterocromáticos escaneaban a su familia disfuncional.
Veía a Bradley correr, a Brad crear, a Kaira conversar, a Aiko planear. Veía vida. Veía potencial.
No sabía que Arkadi lo estaba observando desde el otro lado del claro.
Arkadi miraba a su joven líder con una tristeza profunda. Ryuusei sonreía levemente al ver a Ezekiel caer al agua tras un empujón telequinético de Kaira. Ryuusei no sabía que sus entrañas estaban destinadas a ser esparcidas por el asfalto de Tokio. No sabía del dolor que le esperaba.
El Sabio Arcano tomó un sorbo de su té amargo.
"Disfruta este día, Ryuusei," pensó Arkadi. "Ríete de las tonterías de Ezekiel. Deja que el sol te caliente. Porque el río del destino ya está rugiendo, y pronto, no habrá más días de campo."
Ryuusei sintió la mirada del anciano y se giró. Levantó una mano en un saludo silencioso. Arkadi asintió lentamente, devolviendo el gesto, sellando el pacto de silencio.
El sol llegó a su cenit, brillando sobre el lago espejo. Por ahora, el horror era solo un sueño. Por ahora, eran solo jóvenes con poderes extraños en un bosque hermoso. Pero bajo sus pies, la tierra esperaba para abrirse y tragarlos hacia la siguiente etapa de su viaje: la Tortuga Gigante.
