El aire fresco del bosque canadiense se sentía casi irreal después de la tensión visceral de asegurar la entrada. La violencia había sido rápida, sucia y necesaria, dejando un silencio pesado en su estela.
Sergei Volkhov se permitió un momento para limpiar la hoja de su cuchillo en el uniforme de uno de los caídos. Sus movimientos eran precisos, económicos, los de un hombre que ha aceptado la muerte como parte de su oficio. Bradley, el velocista, estaba apoyado contra el tronco de un pino antiguo, con el pecho agitado. Respiraba hondo, intentando que el zumbido de adrenalina en sus oídos disminuyera, procesando la brutalidad que sus propias manos habían causado segundos atrás.
Y Sylvan, el inmenso elemental de madera, permanecía inmóvil. Su figura de tres metros, compuesta de cortezas entrelazadas y hojas perennes, parecía una extensión más del bosque silencioso. No había culpa en él, solo quietud.
Habían cumplido. La entrada estaba limpia.
Volkhov levantó la mano hacia su comunicador para dar la señal final al grupo de Ryuusei, pero se detuvo.
Un temblor sutil recorrió el suelo bajo sus botas tácticas.
No fue un temblor de tierra normal, de esos que nacen de placas tectónicas rozándose en la oscuridad. Se sintió... orgánico. Húmedo. Como el estremecimiento de un músculo inmenso despertando de un largo letargo.
Los tres se pusieron en alerta al instante. Volkhov alzó una mano para pedir silencio absoluto, sus ojos grises escaneando el entorno con la agudeza de un lobo. Bradley se separó del árbol, vibrando, listo para correr. Sylvan ladeó su cabeza masiva, sus ojos de savia brillante parpadeando con curiosidad.
El temblor se intensificó rápidamente.
El suelo comenzó a vibrar con violencia. El musgo, las piedras y las hojas caídas saltaban como si estuvieran sobre un tambor golpeado por un dios. Un murmullo profundo, un rumble grave y resonante que hacía vibrar los dientes, pareció emanar de las profundidades. Los árboles cercanos se balancearon violentamente, sus raíces crujiendo y chasqueando bajo la tierra agitada. Algunos pinos centenarios cedieron, cayendo con estrépito que se sumó al creciente clamor geológico.
—¡Atrás! —ordenó Volkhov, retrocediendo.
La tierra se desgarró frente a ellos. No en una falla lineal, sino en una apertura curvilínea, la corteza terrestre rompiéndose como la cáscara de un huevo gigantesco. Del abismo oscuro y húmedo que se abrió, algo comenzó a empujar hacia arriba. Era masivo, su movimiento lento pero imparable, acompañado por el chirrido agonizante de millones de toneladas de roca siendo desplazadas.
Y entonces, apareció.
Una cabeza.
Pero no una cabeza normal. Esta era titánica. Inmensa. Del tamaño de una colina pequeña. Su piel era una coraza de escamas de un color verdoso y marrón oscuro, tan antigua como las montañas mismas, marcada por cicatrices y surcos profundos que contaban historias de eras geológicas olvidadas.
El ojo, visible en un lado de la cabeza a medida que esta se levantaba eclipsando el sol, era del tamaño de una roca grande. Tenía una pupila negra y vertical que parecía observar el mundo con una paciencia infinita y ajena a la moralidad humana. Respiraderos en los lados de su hocico exhalaron bocanadas de vapor cálido con un sonido sibilante —Hhhhaaaaaa— que sonó como el suspiro de un gigante cansado.
La cabeza se levantó más y más, su largo cuello emergiendo del suelo, cubierto de cascadas de tierra y raíces rotas. Los árboles que habían parecido imponentes hace un momento ahora no llegaban ni a la base de su garganta. El olor a tierra húmeda, moho antiguo y una presencia vital abrumadora llenó el aire.
Entonces, el resto comenzó a emerger. El lomo. Una vasta curvatura de tierra y roca que se elevaba, arrastrando consigo segmentos enteros del bosque.
Se reveló la verdadera magnitud de la criatura.
El caparazón. Visto desde la distancia, era una gigantesca masa terrestre, una cordillera móvil que se extendía a lo lejos. Su superficie estaba cubierta de vegetación real; pinos, arbustos, e incluso formaciones rocosas más pequeñas que parecían colinas sobre la colina mayor.
La escala era alucinante. Se cernía sobre ellos, un paisaje en sí mismo. Su caparazón, visible ahora en toda su magnitud bajo la luz del día, era una fortaleza natural móvil cuyo diámetro, calculó Volkhov rápidamente con su ojo de francotirador, equivalía aproximadamente a un kilómetro de largo.
La entrada a la base que habían asegurado minutos antes... era apenas una pequeña abertura ingeniosamente camuflada en la vasta superficie, un poro en la piel de un dios.
Las reacciones fueron instantáneas.
Bradley, el joven velocista, se quedó con la boca abierta, sus ojos desorbitados. La agilidad y arrogancia que lo definían se congelaron en puro terror reverencial. Se sentía diminuto, una hormiga ante una montaña que respiraba. Un escalofrío recorrió su espina dorsal.
—¿Qué... demonios... es eso? —susurró Bradley, su voz apenas audible.
Volkhov, el profesional imperturbable, no exclamó, pero su postura se tensó visiblemente, sus nudillos blancos sobre el mango de su cuchillo. Sus ojos, que nunca fallaban en reconocer un objetivo, ahora luchaban por comprender la escala de este "activo". Había operado en búnkeres nucleares y silos secretos, pero nunca en algo así. Había una mezcla de asombro y una cautela primitiva ante algo tan vasto.
Y entonces estaba Sylvan.
El coloso de madera, que acababa de aplastar a un hombre con sus propias manos, reaccionó de la única manera que su mente recién nacida podía procesar.
Sylvan dio un paso atrás, tropezando con sus propias raíces. Sus grandes ojos verdes se abrieron de par en par. El sonido del vapor saliendo de la nariz de la tortuga —ese silbido atronador— lo asustó.
Sylvan emitió un gemido agudo, muy diferente a su voz profunda habitual. Era el sonido de un niño asustado.
—¡Miedo! —exclamó Sylvan, cubriéndose la "cara" con sus enormes manos de ramas, temblando visiblemente. A pesar de medir tres metros, su lenguaje corporal era el de un niño de tres años viendo un perro enorme por primera vez.
En ese momento, el grupo principal liderado por Ryuusei emergió de la línea de árboles. Aiko, Amber, Kaira, Brad, Charles, Ezekiel y Arkadi llegaron justo a tiempo para ver a la montaña viviente terminando de sacudirse la tierra.
—¡Ahí está! —gritó Aiko, la pequeña estratega. Su rostro no mostraba miedo, sino el orgullo radiante de una madre viendo a su hijo graduarse. Corrió hacia el frente, pasando por el lado de un Bradley paralizado—. ¡Hola, preciosa! ¡Despertaste!
—¿Preciosa? —Ezekiel miró a la tortuga y luego a Aiko—. Esa cosa podría comerse un estadio de fútbol, Aiko.
Amber, ignoró la tortuga por un momento y corrió directamente hacia Sylvan, quien estaba encogido, tratando de hacerse "pequeño" (lo cual era imposible) detrás de un pino normal.
—¡Sylvan! —llamó Amber con voz suave y maternal, guardando sus armas—. Ey, grandulón. Está bien. No pasa nada.
Amber se acercó al elemental de madera y le dio unas palmaditas en lo que sería su rodilla, ya que no alcanzaba más arriba.
—Miedo... grande... cosa... bufa —balbuceó Sylvan, señalando tímidamente a la tortuga gigante con un dedo de rama tembloroso.
—Lo sé, es muy grande —dijo Amber, usando ese tono tranquilizador que se usa con los niños que temen a la oscuridad—. Pero es amiga. Es nuestra casa. Mira, Aiko la está saludando. No te va a hacer daño. Eres un chico valiente, ¿recuerdas? Aplastaste al hombre malo hace un rato. Muy bien hecho.
Sylvan apartó una mano de su cara y miró a Amber con esperanza. —¿Sylvan... valiente?
—El más valiente —confirmó Amber, sonriéndole dulcemente—. Ahora ven, no te quedes atrás. Mamá Aiko nos va a mostrar el interior.
Sylvan asintió lentamente, calmándose, y se enderezó, aunque seguía mirando a la tortuga con recelo, manteniéndose muy cerca de Amber, como un niño agarrado a la falda de su madre.
Ryuusei observó la escena: la bestia titánica y el elemental infantil. Era surrealista, pero era su realidad.
—Aiko —llamó Ryuusei, acercándose a la niña que estaba prácticamente saltando de alegría frente al hocico de la tortuga—. Descubriste los planos de Canadá pensé que nos íbamos a demorar mucho más.
Aiko se giró, sus ojos brillando con inteligencia técnica.
—Esta es la Base Genbu, así lo llame yo —explicó Aiko—. Después del banquete yo y Arkadi fuimos a buscar directamente la base y según lo que sintió Arkadi supimos que estábamos abajo suyo.
—¿Y como funciona? —preguntó Brad, mirando la montaña con escepticismo—. ¿Cómo una planta?
—Como un organismo —corrigió Aiko—. Su caparazón es una aleación orgánica impenetrable. Se alimenta de energía geotérmica y radiación de fondo. Es autosuficiente. Se mueve bajo tierra para evitar satélites. Y lo mejor de todo...
Aiko sacó un pequeño dispositivo de su bolsillo y presionó un botón. La tortuga emitió un retumbo bajo, como un ronroneo tectónico.
—Me obedece a mí —dijo Aiko con una sonrisa de suficiencia—. Y ahora, a ustedes. Vamos, la entrada está en el pliegue del cuello.
El grupo avanzó hacia la criatura. Bradley seguía mirando hacia arriba, mareado por la escala. Volkhov mantenía su mano cerca de su arma, incapaz de relajar sus instintos ante tal depredador potencial.
Pero fue Sylvan quien robó la atención de nuevo. Al acercarse a la "puerta" (un pliegue de piel que se abría mecánicamente), el elemental de madera se detuvo en seco.
El interior estaba oscuro y olía a maquinaria y biología.
—No —dijo Sylvan, plantando sus pies de raíces en el suelo—. Oscuro. No gusta. Sylvan queda fuera con arbolitos.
Amber suspiró, intercambiando una mirada de complicidad con Aiko. La crianza de un arma de destrucción masiva con mente de infante era agotadora.
—Sylvan —intervino Aiko, poniendo sus manos en sus caderas con autoridad de hermana mayor/madre estricta—. Adentro hay luces bonitas. Y hay espacio para que duermas. Y... —Aiko pensó rápido— ... Amber te leerá un cuento sobre bosques mágicos si entras ahora mismo.
Los ojos de Sylvan se iluminaron. —¿Cuento? ¿De ardillas?
—Sí, de ardillas valientes —prometió Amber, siguiéndole el juego—. Muchas ardillas. Pero tienes que entrar.
Sylvan miró la oscuridad, luego a Amber, luego a Aiko. Finalmente, dio un paso pesado hacia adelante.
—Por ardillas —declaró Sylvan con solemnidad.
Ezekiel soltó una risita nerviosa. —Dios mío, es un bebé gigante. Es adorable y aterrador al mismo tiempo.
—Cállate, o le diré que eres una nuez gigante —amenazó Kaira, pasando por su lado.
El grupo cruzó el umbral, dejando atrás el bosque y adentrándose en las entrañas de la bestia. El interior era una mezcla de tecnología avanzada y biología. Las paredes pulsaban con luz azulada. El suelo era suave pero firme.
Ryuusei caminó hasta el centro de lo que parecía ser la sala de mando, una cavidad amplia con pantallas holográficas proyectadas directamente desde nervios ópticos en el techo.
Se quitó la máscara por un momento, mirando a su alrededor. Tenían una fortaleza. Tenían un ejército. Tenían un propósito.
—Bienvenidos a casa —dijo Ryuusei, su voz resonando en la cámara orgánica—. Pónganse cómodos. Mañana empezamos el entrenamiento real. Volkhov, quiero un inventario de armas. Aiko, muéstranos los sistemas. Amber... cuida al niño.
Sylvan ya estaba sentado en un rincón, tocando las paredes brillantes con fascinación, murmurando "Luces... bonitas", mientras Amber se sentaba a su lado, cumpliendo su promesa.
