La noche en Luminaris se extendía tranquila sobre las murallas blancas, como si el reino descansara bajo el amparo de la barrera sagrada. Sin embargo, en la mente de Eiden no había paz. Sus sueños se habían convertido en un territorio extraño, un lugar donde la realidad desmoronaba y las sombras reclamaban su atención.
El joven caminaba por un castillo interminable, construido por piedras negras que parecían absorber la luz. El silencio era absoluto, roto únicamente por el sonido de sus pasos. Cada sonido se repetía como recordatorio de que estaba atrapado en un lugar al que no pertenecía al mundo de los vivos. El aire era pesado, cargado de un olor metálico, como hierro oxidado mezclado con ceniza.
Al final de corredor, un trono colosal se alzaba como una montaña de sombras. No era un asiento, sino un monumento a la oscuridad. Una figura oscura la ocupaba, inmóvil, con ojos rojos qué ardían como brazas. No tenía rostro, pero el aire se volvía difícil de respirar.
"Eiden..."
"El mundo que conoces es una mentira"
La voz no era un sonido, sino un pensamiento que se incrustaba en su mente. Cada palabra pesaba como un hierro, como si intentara quebrar su voluntad. Eiden retrocedió, pero el suelo bajo sus pies se quebraba, obligandolo a avanzar hacia el trono.
La figura extraña levantó una mano, y el pasillo entero se estremeció. Las paredes se agrietaron, dejando escapar destellos de fuego. El calor lo envolvió, sofocante, como si el aire mismo ardiera.
"No soy yo quien despierta... eres tú quien me llama."
El joven sintió miedo, un miedo que no había conocido jamás. No era el terror de un niño, sino de alguien que comprende que su destino está marcado. Intentó gritar, pero su voz se perdió en el vació.
De pronto, el vacío se derrumbó y Eiden cayó en un abismo sin fin. El fuego se apagó, y el silencio lo envolvió como un sudario. La figura oscura desapareció, pero la sensación de haber sido observado permaneció.
Eiden despertó sobresaltado, jadeando, con el sudor empapado su frente. A fuera, la ciudad dormía en paz, pero él sabía que esa paz era frágil. Caminó hacia la ventana la luna. La luz plateada parecía más tenue, como si una sombra invisible la cubriera.
Se llevó la mano al pecho y murmuró con voz temblorosa: —¿Por qué yo?
El silencio respondió, pero en lo profundo de su ser, Eiden comprendió qué quizás fue elegido para algo más grande.
