🔥 capitulo 35 — “Uno solo”
La torre lo vio venir.
No con ojos humanos, sino con sensores, cálculos y probabilidades que se reordenaban a cada paso. Las cámaras lo siguieron desde que salió del pasaje. El sistema marcó su silueta. Midió su pulso. Analizó su respiración.
Demasiado estable.
Eiden caminaba.
No corría.
No se ocultaba.
No buscaba cobertura.
La capucha proyectaba una sombra sobre su rostro, pero no ocultaba nada. El cuerpo avanzaba recto, como si el mundo frente a él ya hubiera sido decidido.
En los niveles exteriores, los soldados tomaron posición.
—Objetivo confirmado. Es él.
—¿Orden de disparo?
—Esperen… esperen un segundo.
Nadie entendía por qué ese chico no estaba dudando.
Eso era lo que incomodaba.
Eiden dio un paso más.
El viento movió suavemente su capa.
La mano tocó la empuñadura.
Solo eso bastó.
La katana salió de la vaina sin sonido.
Y el mundo… parpadeó.
Cuando los soldados reaccionaron, Eiden ya no estaba frente a ellos.
Apareció detrás.
No hubo choque.
No hubo resistencia.
No hubo error.
La katana volvió a su lugar con un clic seco, casi ceremonial.
Los dos soldados quedaron inmóviles, aún de pie. Durante un segundo parecieron confundidos, como si no entendieran qué había fallado.
Luego, sus cuerpos se deslizaron lentamente y cayeron partidos con una limpieza imposible.
Eiden siguió caminando.
Las cámaras tardaron un instante en reenfocar.
—¿Qué… qué fue eso?
—¡Repitan imagen!
Demasiado tarde.
La torre abrió sus puertas.
No por orden.
Por reconocimiento.
El interior era blanco. Perfecto. Antinatural. Cada paso de Eiden resonaba con eco contenido, como si el edificio no supiera si debía recibirlo… o expulsarlo.
Las luces se encendieron a su paso.
—Intruso detectado —anunció una voz—. Nivel de amenaza…
La frase se cortó.
Eiden avanzó sin tocar la katana.
Desde los pasillos laterales surgieron soldados. Ocho. Doce. Formación cerrada. Armas arriba. Entrenamiento correcto.
—¡Fuego!
Las balas volaron.
Eiden se movió.
No esquivó como alguien desesperado.
Se desplazó como alguien que ya había visto ese ataque.
Un paso. Un giro. El filo apareció y desapareció entre disparos. Cortes precisos. Tendones. Muñecas. Armas cayendo al suelo antes que los cuerpos.
Algunos gritaban.
Otros no llegaron a hacerlo.
Eiden no los remató a todos.
Pasó entre ellos como una corriente fría.
—No vine por ustedes —murmuró.
Más adelante, el piso se abrió.
Unidades pesadas emergieron. Blindadas. Escudos de energía al frente. Artillería detrás. Diseñadas para detener monstruos.
Eiden se detuvo por primera vez.
Suspiró.
—Siempre llegan tarde…
Corrió.
Saltó sobre el primer escudo, usándolo como impulso. Giró en el aire. La katana brilló una sola vez y descendió como una línea divina.
Los escudos se apagaron.
Las armaduras colapsaron.
Los cuerpos cayeron como hierro muerto.
Silencio.
La torre no sabía qué hacer con él.
Muy arriba, en el centro de mando, una pantalla mostró la secuencia completa.
El Teniente en Jefe observaba sin pestañear.
—No improvisa —dijo—. Ejecuta.
Un oficial tragó saliva.
—Señor… no muestra estrés. No acelera. No comete errores.
El Teniente sonrió apenas.
—Porque ya decidió —respondió—. Y cuando alguien decide… el sistema llega tarde.
Eiden llegó al núcleo central.
Un ascensor lo esperaba.
No presionó ningún botón.
Esperó.
El ascensor se abrió solo.
Eiden entró.
Mientras ascendía, el reflejo del metal le devolvió su imagen. No vio al niño asustado. No vio al aprendiz roto. Vio a alguien cansado… pero entero.
—No dejaré que nadie más muera por mi culpa —dijo en voz baja—. Jamás.
La katana vibró suavemente en su espalda.
El ascensor se detuvo.
Las puertas se abrieron.
Un piso enorme. Oscuro. Vacío.
Una sola silla al centro.
Y una pantalla.
El rostro del Teniente apareció, tranquilo, casi divertido.
—Caminaste solo contra el mundo —dijo—. Eso no se ve todos los días.
Eiden dio un paso adelante.
—No vine a que me mires —respondió—. Vine a terminar esto.
El Teniente ladeó la cabeza.
—Todavía no —dijo—. Pero ya casi.
Las luces se apagaron por completo.
El sistema liberó protocolos sellados.
Y por primera vez desde que la torre existía…
se preparó para perder.
Eiden afirmó la postura.
Acomodó la katana en su espalda.
Y avanzó.
Uno solo.
Contra todo.
Perfecto.
La sala superior se iluminó apenas.
El Teniente en Jefe estaba de pie, manos a la espalda, postura relajada. No había guardias visibles. No había apuro. Solo control.
—Debo admitirlo —dijo—. Caminaste solo hasta el corazón de la torre. Eso no lo hace cualquiera.
Eiden no respondió.
El Teniente sonrió.
—¿Sabés por qué me interesás? —continuó—. Porque podrías haber sido útil. Mucho.
Dio un paso lento hacia adelante.
—Pero elegiste a las personas.
Eiden frunció el ceño.
—Humanos… —escupió el Teniente—. Frágiles. Impredecibles. Asquerosos. Sirven para dos cosas: trabajar… y desecharse.
El aire cambió.
Eiden sintió algo subirle desde el pecho. No era furia ciega. Era algo más denso. Más viejo.
—Repetilo —dijo en voz baja.
El Teniente alzó una ceja.
—¿Qué cosa?
Eiden desapareció.
No corrió.
No saltó.
Simplemente dejó de estar ahí.
Apareció frente al Teniente en un pestañeo. La katana salió directa al cuello. Sin advertencia. Sin discurso.
—¡—!
El golpe no conectó.
El Teniente en Jefe inclinó el cuerpo apenas, como si esquivara una hoja de papel. La hoja pasó a milímetros.
—Demasiado emocional —dijo tranquilo.
Una nube de humo negro explotó entre ambos.
Eiden retrocedió instintivamente.
Y entonces…
El suelo tembló.
Un paso pesado.
Metal contra metal.
El humo se disipó lo justo para revelar una silueta imposible.
El mismo robot.
El que había vencido a Azu sin esfuerzo.
Más grande.
Más refinado.
Un hacha colosal apoyada en el suelo.
—Unidad liberada —anunció una voz sin alma.
El robot avanzó.
No apuntó.
No midió.
Levantó el hacha y la bajó con fuerza para matar.
Eiden reaccionó.
No desenvainó.
Bloqueó el golpe con la empuñadura.
El impacto partió el aire.
Una onda expansiva sacudió el piso, rompió ventanales, hizo vibrar toda la torre. El metal gritó. El cuerpo de Eiden se hundió centímetros en el suelo.
Pero no cayó.
Los ojos se le endurecieron.
—No —dijo—. A nadie más.
La katana salió.
Un solo corte.
Limpio. Horizontal.
El robot se partió en dos.
Por un segundo, el silencio.
Luego, la mitad inferior explotó.
La detonación lanzó a Eiden fuera del edificio como un proyectil humano. El cuerpo atravesó paredes, vidrio, noche.
El vacío lo recibió.
Abajo, treinta pisos de caída.
Eiden giró en el aire, clavó la katana en la pared del piso treinta antes de tocar el suelo. El impacto frenó su cuerpo de golpe. El brazo crujió. Los músculos ardieron.
Quedó colgando.
Levantó la vista.
Arriba, entre humo y luces rotas, el Teniente en Jefe lo observaba desde el borde, con una sonrisa torcida.
Eiden lo miró con odio puro.
El Teniente se dio media vuelta.
—Subí —dijo—. Esto recién empieza.
Saltó.
Hacia el techo.
Eiden no dudó.
Se impulsó contra la pared, corrió verticalmente, usó salientes, restos de estructura, pura voluntad. En segundos llegó al techo.
Y ahí estaban.
El Teniente en Jefe al centro.
A su derecha, una mujer de sonrisa torcida, ojos desquiciados, riéndose bajito como si todo fuera un juego.
—¿Ese es? —dijo ella—. Pensé que sería más lindo.
—Callate, Karen —respondió el Teniente sin mirarla.
A la izquierda, un hombre delgado, postura torcida, manos temblando de emoción contenida. Sonreía demasiado.
—¿Puedo romperlo yo? —preguntó—. Por favor…
—Después, Uriel —contestó el Teniente—. Observá.
Eiden se detuvo.
Los miró a los tres.
—¿Ellos son tus perros? —escupió.
El Teniente rió suavemente.
—Aliados —corrigió—. Cada uno entiende el mundo como es.
Chasqueó los dedos.
El aire vibró.
Detrás de él, el suelo se abrió y emergió un enorme cubo de vidrio, sostenido por campos de energía. Dentro… algo se movía.
Un rugido distorsionado sacudió el cielo.
Un dragón.
Pero no uno natural.
Escamas deformes. Ojos múltiples. Alas reconstruidas con placas metálicas. Carne alterada genéticamente.
Sufriendo.
—Magnífico, ¿no? —dijo el Teniente—. La evolución guiada por voluntad.
Eiden apretó los dientes.
—¿Qué hiciste…?
—Lo que quise —respondió—. Y haré lo mismo con todos.
Abrió los brazos.
—Personas, monstruos, mundos enteros… se arrodillarán. Porque yo decido qué merece existir.
Karen aplaudió emocionada.
Uriel se estremecía como un niño frente a un juguete nuevo.
Eiden dio un paso adelante.
La katana vibró.
—No —dijo—. Nadie se arrodilla ante vos.
El Teniente lo miró con interés genuino.
—Eso mismo decían todos —respondió—. Antes de romperse.
El dragón rugió otra vez.
El cielo se cubrió de nubes artificiales.
Y la guerra…
por fin mostró su verdadero rostro.
