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Chapter 26 - CAPÍTULO 26 — “Los Que Vigilan la Luz Prohibida"

🌲✨ CAPÍTULO 26 — “Los Que Vigilan la Luz Prohibida”

Entrada al bosque profundo

Eiden, Sérela y el Guardián Caído avanzan lentamente.

La luz en la marca de Eiden empieza a vibrar de una forma que jamás hizo antes. No brilla: tiembla, como si reconociera algo alrededor.

El Guardián lo nota.

—Chico… no te detengas. Algo te está buscando.

Aparición de los Elfos del Límite

Entre los árboles aparecen seis figuras altas, armadas, con capas tejidas de hojas negras.

No son como los elfos de Tane.

Estos tienen un aura fría… disciplinada… militar.

Círculo perfecto. Arcos levantados.

Uno, el líder, no apunta a Eiden. Lo observa.

—Marca Blanca…

Hace siglos que no veíamos una.

Eiden retrocede un paso, pero Sérela lo toma del brazo para calmarlo.

El Guardián Caído avanza un poco, cruzándose de brazos.

—Hmp. Los perros del Límite siguen metiendo la nariz donde no deben.

Los elfos tensan los arcos, molestos.

Eiden es declarado “riesgo de nacimiento”

El líder elfo baja el arco lentamente.

—Chico… ¿sabés quién te puso esa marca?

Eiden traga saliva.

—No…

Solo sé que apareció cuando llegó mi destino.

Los elfos se miran entre ellos.

El Guardián gruñe de molestia.

—No les digas nada, chico. Ellos no protegen la luz… la vigilan por miedo.

Pero el líder elfo continúa igual:

—Eiden, lo que llevás en el pecho…

no nació en este mundo.

Sérela abre los ojos.

El Guardián Caído mira al costado, como si no quisiera recordar algo.

El secuestro fallido

Los elfos intentan acercarse a Eiden.

No con violencia.

Con autoridad militar, como quien apresa a un soldado desertor.

Pero la marca reacciona sola.

Un destello blanco sale del pecho de Eiden…

y tira a tres elfos hacia atrás como si fueran hojas.

Eiden queda helado.

No lo hizo él.

Fue la marca.

—¿Qué… fue eso? —dice Sérela temblando.

El líder elfo, sangrando de la nariz, sonríe apenas.

—Justo como pensábamos.

La luz te reconoce… incluso antes de que vos la entiendas.

La revelación que cambia todo

El líder se quita el casco.

Tiene una expresión seria, casi triste.

—Chico… te lo voy a decir claro.

Vos no sos un elegido del bosque.

Sos un retornado.

Eiden frunce el ceño.

—¿Un qué?

—Un alma que murió en tu mundo…

y fue devuelta aquí por una fuerza antigua.

Tu marca no es una bendición.

Es una llave que abre lo que jamás debió abrirse.

Sérela se lleva las manos a la boca.

El Guardián Caído aprieta los puños.

—No tendrías que haber dicho eso…

El elfo continúa igual:

—El hombre que murió por vos… tu padre…

Él sabía que tu alma no pertenecía solo a un mundo.

Sabía que estabas “marcado” desde antes de nacer.

Eiden siente un vacío en el estómago.

—Mi… papá… sabía… ¿pero cómo?

El elfo lo mira con respeto.

—Tu padre protegió tu alma de cosas que no deberías recordar.

Y la marca es la prueba.

El Guardián Caído estalla

El espíritu se adelanta, furioso.

—¡Basta!

¡No vinimos a llorar historias viejas!

Si quieren pelear, peleen.

Pero no le metan basura en la cabeza al chico.

Los elfos apuntan.

El Guardián se enciende con luz blanca oscura.

Sérela abraza a Eiden por los hombros, como queriendo impedir que se acerque al combate.

Pero el líder baja su arma.

—No venimos a pelear.

Venimos a advertirte.

Eiden lo mira con el corazón temblando.

—¿Advertirme de qué?

La advertencia

.

El líder señala la profundidad del bosque.

—Algo en este bosque se despertó al sentir tu marca.

Algo que no debería existir.

Y si sigue tu rastro… no habrá aldea, ni tribu, ni mundo capaz de contenerlo.

El Guardián mira al lado contrario, serio por primera vez.

Los elfos comienzan a retirarse.

Pero antes de irse, el líder se acerca a Eiden… y le deja una frase que lo quiebra por dentro:

—Chico…

tu destino no empezó aquí.

Empezó el día que moriste allá.

El viento se apaga.

Sérela se queda helada.

El Guardián cierra los ojos, como si odiara que finalmente se supiera.

Eiden no puede respirar.

La marca brilla.

El bosque responde.

El aire estaba distinto.

Ni Eiden, ni Sérela, ni siquiera el Guardián Caído decían nada… pero los tres lo sentían.

El bosque no era el mismo bosque.

Mientras avanzaban bajo los árboles altos, la marca en el pecho de Eiden empezó a calentarse. No brillaba… palpitaba, como si tuviera un corazón propio. Un latido silencioso, profundo, casi nervioso.

Eiden se presionó el pecho con la mano.

—Sérela… ¿te pasó alguna vez esto cuando venías por acá?

Ella negó, inquieta.

—Nunca. Esa luz tuya siempre fue suave… hoy parece viva.

El Guardián Caído, que caminaba adelante, se detuvo un segundo sin girar.

—No mires atrás, chico.

Algo se activó desde que entramos en esta parte del bosque.

Eiden traga saliva.

Ni siquiera los animales hacían ruido.

Era como caminar en un templo gigante, abandonado, donde cada paso podía despertar algo que no dormía del todo.

La primera señal

Un viento helado pasó entre los árboles.

Pero no venía del norte… venía de todos lados a la vez, como si el bosque exhalara.

La marca de Eiden respondió con un pulso más fuerte.

Sérela lo agarró del brazo enseguida.

—Tu pecho… está vibrando —dijo con miedo.

Eiden asintió, respirando rápido.

—Es como si reconociera algo… como si estuviera llamando.

El Guardián gruñó.

—O como si algo la estuviera llamando a ella.

Sombras entre los árboles

A lo lejos, entre los troncos, unas figuras parecían moverse.

No eran animales.

Eran demasiado altos.

Demasiado quietos.

Eiden frunció los ojos para ver mejor…

Pero cuando parpadeó, ya no estaban.

—¿Viste eso? —preguntó Sérela, pegándose más a él.

—Sí —respondió él—. No parecían humanos…

El Guardián Caído finalmente se detuvo, esta vez girando lentamente la cabeza.

—Prepárense.

No son criaturas de este bosque.

Son peores…

Son los que vigilan lo que no debería ser visto.

La marca reacciona sola

Sin aviso, un pequeño destello blanco salió del pecho de Eiden, iluminando apenas los árboles.

No era fuerte…

pero era involuntario.

Eiden dio un paso atrás asustado.

—¡Yo no hice eso!

El Guardián apretó los dientes.

—No lo controlás.

Eso significa que no responde a tu voluntad…

responde a otra cosa.

Sérela lo toma del hombro.

—Eiden… alguien te está llamando.

La marca vibra otra vez, como un segundo latido.

Advertencia silenciosa

El Guardián huele el aire, como si pudiera captar presencias.

—Escuchame bien, chico.

Si aparece un círculo perfecto de figuras…

no los provoques.

No te muevas.

Y no digas tu nombre…

porque ese nombre, en este bosque, pesa más de lo que pensás.

Eiden abre los ojos sorprendido.

—¿Qué querés decir?

El Guardián suspira, cansado, molesto.

—Que si ellos vienen… no vienen a saludarte.

Un crujido seco resonó a la izquierda.

Otro a la derecha.

Luego detrás.

Sérela se tensó.

Eiden sintió el pecho arder.

El Guardián bajó la mirada y murmuró:

—Ya es tarde.

Nos encontraron.

Eiden tragó saliva y dio un paso al frente.

La marca respondió con un pulso que sacudió las hojas.

Las seis siluetas se definieron finalmente entre los árboles.

Altos. Delgados. Movimientos tan precisos que ni parecían criaturas vivas: parecían sombras entrenadas para ser perfectas.

Capas de hojas negras.

Botas de madera endurecida.

Arcos con cuerdas tensadas que no sonaban.

Ojos fríos.

Los Elfos del Límite.

El líder dio un paso al frente.

No habló.

No saludó.

Sólo levantó la mano… y los otros cinco avanzaron al mismo tiempo.

El Guardián Caído gruñó:

—Chico… buscabas hacerte más fuerte, ¿no?

Bueno… acá tenés tu oportunidad.

Eiden tragó saliva, apretó los puños… y dio un paso adelante.

—Voy yo.

Sérela estiró la mano.

—¡Eiden!

Él sólo respondió con una pequeña sonrisa cansada, de esas suyas, humildes pero firmes.

—Dios me pone pruebas… no me esconde de ellas.

Y avanzó.

El primer choque

El primer elfo apareció frente a él sin sonido.

Ni pasos. Ni aire. Ni nada.

Un movimiento invisible.

Un rodillazo directo al estómago.

BOOM.

Eiden salió volando contra un tronco.

Se levantó tambaleando, escupiendo sangre.

—Ay… ¿así empezamos? —dijo con una sonrisa nerviosa.

El elfo inclinó la cabeza un centímetro, como evaluándolo.

Y se lanzó.

Pero Eiden lo esquivó hacia la derecha, rodó y le dio un golpe al costado.

El elfo retrocedió dos pasos.

Eso bastó para el segundo y tercero que entraron simultáneamente.

Patada giratoria por izquierda.

Codo al cuello por derecha.

Un tercero se deslizó por el suelo para barrerle las piernas.

Eiden jadeó, bloqueó uno, esquivó otro… y recibió el tercero en la mandíbula.

Otro golpe.

Otro retroceso.

Otro moretón.

Pero no se rendía.

Eiden derriba uno… luego otro…

El cuarto elfo vino con dos dagas.

Eiden retrocedió tres pasos rápidos, levantó los brazos y frenó uno de los ataques clavando su antebrazo en el golpe.

Dolió.

Mucho.

Pero lo sostuvo.

Empujó al elfo contra un árbol, rodó por debajo y le dio un golpe directo al estómago.

El elfo cayó de rodillas.

Eiden respiró fuerte… demasiado fuerte.

—Dos… —jadeó.

Pero los otros no esperaron.

Vinieron como una tormenta helada.

Y él, golpe por golpe, torpeza por torpeza, fe por fe…

Los derrotó.

Quedó temblando.

Sudado.

Con el labio abierto.

Pero de pie.

—Cinco… —dijo, casi sin aire.

Sérela tenía las manos en la boca, temblando.

El Guardián Caído cruzó los brazos.

—No sos fuerte… pero tenés agallas, chico.

El jefe del Límite

El sexto elfo dio un paso adelante.

Caminaba distinto.

Con autoridad.

Con años de combate en cada tendón.

Y sin decir una palabra, se lanzó.

El impacto casi le quiebra el antebrazo a Eiden.

El jefe era más rápido.

Más preciso.

Y mucho… mucho más experimentado.

Golpe en las costillas.

Patada en la cadera.

Codazo a la mandíbula.

Eiden retrocedió, la visión borrosa.

—No… voy a caer… —murmuró.

El jefe siguió sin piedad.

Lo golpeó en el pecho.

Lo tumbó.

Lo pisó en el suelo.

Sérela gritó su nombre.

El Guardián apretó los dientes… pero no intervino.

Eiden levantó la mano temblando.

—Todavía… puedo… luchar…

El jefe inclinó un poco la cabeza.

Respeto simple.

Frío.

Militar.

Y atacó de nuevo.

Eiden lo esquivó por milímetros…

Pero ya no tenía fuerzas.

La técnica prohibida: No Respirar

Eiden cerró los ojos.

“Dios… dame un poco más… sólo un poco…”

Y dejó de respirar.

Su cuerpo se tensó.

Sus músculos se comprimieron.

El dolor desapareció… dejando sólo claridad.

La técnica del No Respirar.

Antes podía mantenerla 3 minutos.

Con suerte.

Pero esta vez…

1 minuto.

2 minutos.

3 minutos.

El jefe se sorprendió al ver que la velocidad de Eiden subía…

y subía.

4 minutos.

5 minutos.

Eiden abrió los ojos, brillantes, firmes.

—Cinco minutos… —susurró—.

Nunca… lo había logrado…

La batalla final

Se lanzó.

Patada al pecho.

Codo al mentón.

Giro inesperado que obligó al jefe a retroceder por primera vez.

El jefe respondió con una serie de golpes tan rápidos que apenas se veían.

Eiden los bloqueó.

Uno.

Dos.

Tres.

El Guardián Caído abrió los ojos sorprendido.

—Está… igualado… —murmuró.

El jefe del Límite endureció el rostro.

Pero Eiden lo superó por un instante.

Un instante perfecto.

Un instante que él se ganó con dolor, rezos y voluntad.

Golpe final.

El jefe cayó de rodillas.

Eiden quedó de pie, temblando como si fuera a colapsar.

—Gan… é… —jadeó.

Y se desplomó.

Sérela corrió a atraparlo.

El Guardián Caído lo miró con una mezcla de orgullo y preocupación.

—Chico… si seguís así, vas a vivir menos que un suspiro… —dijo, pero con una sonrisa leve.

Los Elfos del Límite observaron en silencio.

Y el jefe, desde el suelo, murmuró:

—No esperaba menos… de un portador de luz.

Eiden seguía en el suelo, respirando apenas, temblando como un niño después de una fiebre fuerte. La técnica del No Respirar le había dado la victoria… pero le había robado todo el cuerpo a cambio.

Sérela lo sostenía, llorando bajito.

—Eiden, por favor… abrí los ojos…

El Coloso/Guardián Caído estaba furioso, con el aura vibrando de rabia.

—¡Ustedes! ¡Cobardes! ¡El chico no quería morir!

Los Elfos del Límite, en cambio, permanecían quietos. Perfectos. Como si la derrota no fuera humillación, sino un resultado calculado.

El jefe —todavía de rodillas— levantó lentamente la mirada.

—No queríamos matarlo…

Queríamos ver quién era.

Sérela lo miró con odio.

—¡¿Y así lo hacen?! ¡Casi lo matan!

El jefe la observó con calma, como quien escucha a una niña, no a una enemiga.

—Si hubiese muerto… significaba que no era apto.

Pero sobrevivió.

Superó incluso lo esperado.

Dos elfos se acercaron, se agacharon y levantaron a Eiden con cuidado, como si fuera un soldado herido en batalla.

Sérela saltó enseguida.

—¡No lo toquen!

El Guardián Caído rugió.

—¡Lo llevan y les rompo el alma!

El jefe levantó una mano.

—Si no lo llevamos… morirá.

No puede moverse por días.

Sus músculos están rotos.

Su respiración interna está vacía.

Y su espíritu necesita sellarse antes de colapsar.

Sérela se quedó congelada.

El Guardián Caído apretó los dientes… pero sabía que era verdad.

La técnica del No Respirar tenía ese precio.

Por eso odiaba que el chico la usara.

El jefe dio un paso hacia ellos.

—No se lo llevan como prisionero.

Se lo llevan como uno de los nuestros, aunque no lo entiendan.

La negativa… y la aceptación obligada

Sérela temblaba.

—No confío en ustedes… no puedo…

El jefe la miró sin dureza, pero sin suavidad.

—No tenés que confiar en nosotros.

Sólo aceptar que él está entre la vida y la muerte.

Y que ustedes no pueden curarlo.

El Guardián Caído miró a Eiden, inconsciente, pálido, respirando débil.

—Chico… —murmuró— siempre me obligás a estas cosas…

Al final, gruñó resignado.

—Está bien. Llévenlo.

Pero yo voy también.

Y si le pasa algo… arde el bosque entero.

Sérela secó sus lágrimas, firme como nunca.

—Yo también voy.

Los elfos asintieron.

Y así, entre la tensión y el silencio, caminaron hacia la aldea del Límite.

La tribu del Límite

La entrada era una formación natural de piedras inclinadas.

Los elfos caminaban con disciplina marcial, sin perder el ritmo ni una vez.

Los llevaron a un gran santuario hecho de madera negra endurecida.

Eiden fue colocado sobre una cama de hojas luminosas.

Sérela se arrodilló a su lado.

El Guardián Caído se quedó a un metro, con los brazos cruzados, vigilando.

El jefe se acercó, apoyó una mano sobre la marca del pecho de Eiden y murmuró algo en un idioma suave y grave.

La marca respondió con un destello tenue.

Sérela apretó los labios.

—¿Por qué lo atacaron… si ahora lo quieren ayudar?

El jefe se levantó despacio.

—Por una razón que no les va a gustar…

pero que él necesita saber.

Sérela respiró hondo.

—Decime.

El jefe cruzó los brazos detrás de la espalda.

—Los que llevan esa marca… no son personas comunes.

No son viajeros.

No son guerreros.

Son Elegidos del Límite.

El Guardián Caído frunció el ceño.

—No digas esa palabra…

Pero el jefe continuó igual.

—La marca no está despierta.

Lo que vieron hoy… es sólo una fase dormida.

Un latido.

Un reflejo de lo que realmente es.

Sérela se estremeció.

—¿Dormida? ¿Entonces… puede despertar?

El jefe la miró a los ojos, serio como una lápida.

—Sí.

Y cuando despierte…

ni ustedes… ni él…

van a volver a ser los mismos.

El silencio cayó como una manta pesada sobre todos.

Sérela tomó la mano de Eiden, temblando.

El Guardián Caído abrió apenas los ojos, preocupado de verdad.

El jefe del Límite inclinó la cabeza.

—Mañana, cuando despierte…

le diremos quién es realmente.

El amanecer cae sobre la aldea como una manta dorada. Las fogatas aún humean, las chozas crujen con el viento frío, y ahí, en la choza de curación, Eiden despierta.

Abre los ojos de golpe. Su respiración es más firme. Su cuerpo, todavía vendado, pero… distinto. Más resistente. Más vivo.

La primera cara que ve es Serela, sentada al lado suyo, apoyada en el borde de la cama, medio dormida y con ojeras. Cuando nota que él se mueve, levanta la cabeza de golpe.

—¡Eiden! —susurra fuerte, como si temiera romper el silencio del amanecer.

Él parpadea, mira sus manos… y siente una energía que no estaba antes.

—¿Qué… pasó? —pregunta.

Serela duda, pero suspira y responde:

—Cuando luchaste contra el jefe… algo cambió en vos. No solo te volviste más fuerte. También… despertaste una pequeña parte de lo que sos capaz de ser.

Eiden frunce el ceño.

—¿Qué parte?

Ella baja la mirada.

— el jefe lo llamó “la voluntad exterior”. Un poder que solo aparece en aquellos que no pelean para ganar… sino para proteger algo que aman.

Eiden queda en silencio. Esa frase le cae como una campana en el pecho. Sus ojos tiemblan un segundo, porque piensa en su padre, en lo que perdió, en lo que juró hacer.

La revelación

Cuando sale de la choza, varios aldeanos lo observan con miradas tensas. Algunos curiosos. Otros desconfiados. Otros directamente hostiles.

Y ahí aparece el jefe, con su brazo vendado y una sonrisa orgullosa.

—Te levantaste rápido. Buen signo.

Eiden asiente, serio.

—Quiero hablar con vos y con todos.

La aldea se reúne en el centro. El fuego se enciende. Los guerreros más fuertes, incluyendo los que superan al jefe, se cruzan de brazos, sin confianza.

Eiden respira profundo.

—Decidí quedarme en esta aldea… —empieza.

Un murmullo recorre a todos.

—…para entrenar.

Silencio brutal. Nadie lo esperaba tan directo.

—Aquí hay soldados más fuertes que yo —dice señalando a los guerreros—. Y criaturas que pueden matarme si no aprendo. Pero todo eso es lo que necesito.

Un anciano gruñe:

—¿Y por qué deberíamos permitir que un forastero entrene aquí? ¿Y si nos traicionás?

Algunos asienten.

Eiden baja la cabeza un segundo, y su voz sale firme, tranquila, casi sabia:

—Si un hombre desconfía de todos, vivirá siempre como un enemigo.

Si un hombre confía en todos, vivirá como un tonto.

Pero si un hombre quiere volverse fuerte… debe aprender con humildad quién es su aliado y quién no.

La aldea queda helada.

Incluso el jefe arquea una ceja, sorprendido.

Eiden sigue:

—No busco un lugar para descansar.

Busco un lugar donde pueda romperme y reconstruirme… una y otra vez.

Solo así podré enfrentar al mundo que me espera.

Las palabras pesan. Caen en cada uno como martillos.

Entonces ocurre la revelación completa:

El jefe da un paso al frente, aclara su voz y dice:

—Les diré lo que sentí cuando luché contra él. Este chico… no pelea con odio, ni con miedo. Lucha con una esperanza que no entiende él mismo. Y solo alguien así puede sobrevivir en los lugares a los que él quiere llegar.

Uno de los guerreros más fuertes se acerca, un gigante con cicatrices:

—¿Esperanza? Eso no entrena a nadie.

Eiden lo mira directo.

—Tenés razón.

Pero la esperanza es lo único que te hace levantarte después de que todo lo demás te destruye.

El gigante queda callado. Y lentamente, muy a regañadientes… asiente.

La decisión

Finalmente, el jefe declara:

—A partir de hoy… Eiden entrenará con nosotros.

Pero tendrá que sobrevivir a cada prueba, a cada criatura, a cada noche.

No lo protegeremos.

Eiden sonríe apenas, esa sonrisa humilde que lo caracteriza.

—No vine a que me protejan. Vine a que me hagan fuerte.

Serela suspira, mitad nerviosa, mitad encantada.

Los aldeanos, aún con dudas, retroceden y aceptan la decisión.

Cuando cae la noche, Eiden se queda solo frente a la fogata. Mira las llamas y susurra:

—Dios… dame fuerzas para soportar lo que viene.

Y si me quiebro… dame fuerzas para volver a levantarme.

El fuego se vuelve más alto, como respondiendo.

Y así termina el capítulo:

con Eiden aceptado, vigilado, desafiado… pero decidido.

Más fuerte que ayer, y con un camino duro por delante.

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