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Chapter 29 - Episodio 29 – “El Camino que No Llama

🌒✨ Episodio 29 –

“El Camino que No Llama”

El Límite no hizo nada esa mañana.

Y eso fue lo primero que inquietó a Eiden.

El bosque estaba igual que siempre: árboles erguidos, sombras largas, el murmullo bajo del viento pasando entre las hojas. No había presión en el pecho. No había ese peso antiguo que se detenía frente a él como un juez paciente.

Nada.

Demasiado nada.

Eiden se sentó en el claro, como lo había hecho durante meses. No porque el jefe se lo hubiera ordenado, sino porque su cuerpo ya entendía dónde quedarse. Las piernas cruzadas, la espalda recta sin esfuerzo, la respiración tranquila.

Esperó.

Nada llegó.

Abrió los ojos.

El árbol que marcaba el tiempo seguía ahí, inmóvil. El sol avanzaba lento, obediente. Todo parecía… normal.

—No viniste —murmuró, sin dirigirse a nadie en particular.

El Límite no respondió.

Eiden no insistió.

Se levantó cuando el sol pasó el punto acordado. El jefe no apareció. Tampoco Serela. El claro quedó vacío detrás de él, como si nunca hubiera sido importante.

De regreso a la aldea, algo empezó a sentirse distinto. No peligroso. No hostil.

Desfasado.

Las voces sonaban apenas más lejanas. Los pasos de la gente parecían llegar con un segundo de retraso. Incluso su propia sombra… por un instante, no coincidió del todo con su movimiento.

Eiden se detuvo.

Parpadeó.

Todo volvió a la normalidad.

—Estoy cansado —se dijo.

Pero no era cansancio.

En la plaza central, un anciano estaba sentado junto a un poste torcido, afilando una herramienta que ya no cortaba nada. Sus manos eran viejas, firmes, lentas. Eiden lo había visto otras veces, pero nunca le había hablado.

Hoy, el anciano levantó la vista.

—Vos no sos de acá —dijo.

No fue una acusación. Fue una observación.

Eiden se quedó quieto.

—No —respondió—. No lo soy.

El anciano asintió, como si confirmara algo que ya sabía.

—Se te nota menos ahora —continuó—. Antes caminabas como los que caen. Hoy caminás como los que están de paso.

Eiden frunció el ceño.

—¿De paso hacia dónde?

El anciano volvió a mirar su herramienta.

—Eso depende de si el camino te llama… o si vos lo escuchás igual.

Silencio.

—¿Hay caminos que no llaman? —preguntó Eiden.

El anciano sonrió apenas. No con alegría. Con memoria.

—Los más importantes.

Eiden sintió algo raro en el pecho. No presión. No miedo.

Reconocimiento.

—Dicen que algunos cruzaron —continuó el viejo, como si hablara del clima—. No muchos. Y casi ninguno volvió a hablar de eso.

—¿Cruzaron qué?

El anciano levantó la herramienta y la apoyó contra el poste. La hoja reflejó el cielo por un segundo… y en ese reflejo, Eiden vio algo que no pertenecía a ese mundo.

Un edificio alto.

Vidrio.

Luz blanca artificial.

Parpadeó.

La imagen desapareció.

El anciano lo miraba fijo.

—El error —dijo— es creer que volver es retroceder.

Eiden sintió que el suelo bajo sus pies seguía firme… pero algo dentro suyo dio un paso atrás.

—¿Usted…? —empezó.

—No —lo interrumpió el viejo—. Yo no crucé. Yo elegí quedarme cuando todavía podía irme.

Eiden tragó saliva.

—¿Entonces… hay una forma?

El anciano negó lentamente.

—Hay una condición.

Se puso de pie con esfuerzo.

—Y cuando se cumple… el mundo se corre un poco. No se abre. No se rompe. Solo… deja espacio.

El anciano se alejó sin despedirse.

Eiden se quedó ahí, inmóvil.

No corrió tras él.

No preguntó más.

No necesitó hacerlo.

Porque lo había sentido.

Esa mañana, en el claro, el Límite no había aparecido.

No porque lo hubiera abandonado.

Sino porque, por primera vez…

no era el único mundo prestándole atención.

Eiden levantó la vista hacia el bosque.

—Así que era eso…

El viento pasó entre los árboles, suave, sin intención.

No hubo respuesta.

Pero muy lejos, más allá de la bruma, algo que no pertenecía a ese mundo se acomodó, como si alguien hubiera girado levemente la cabeza.

Y Eiden lo entendió con una certeza fría y silenciosa:

El camino de regreso no se abre cuando uno lo busca.

Se revela cuando uno ya no empuja.

Eiden no le contó a nadie.

Ni al jefe.

Ni a Serela.

Ni siquiera a sí mismo en voz alta.

Pero desde esa mañana, el mundo empezó a devolverle cosas que él no había pedido.

La primera fue pequeña.

Estaba ayudando a cargar agua cuando el cubo se le resbaló de las manos. Nada grave. Un error tonto. El recipiente golpeó el suelo… y el sonido tardó en llegar.

Un latido tarde.

Eiden se quedó quieto.

El agua ya estaba desparramada cuando el ruido finalmente ocurrió.

—¿Qué mirás? —preguntó alguien cerca.

Eiden negó con la cabeza.

—Nada.

Mentía.

Pero no del todo.

La segunda fue peor.

Esa noche soñó con su mundo.

No fue un recuerdo borroso ni una imagen rota como otras veces. Fue claro. Demasiado claro.

La calle.

El olor del asfalto después de la lluvia.

Una luz de colectivo reflejada en una vidriera.

Y su nombre.

Alguien lo dijo.

Eiden se giró en el sueño… pero no vio a nadie.

Cuando despertó, tenía el corazón acelerado y una certeza incómoda clavada en el pecho:

Alguien lo había recordado.

No como ausencia.

Como espera.

Al tercer día, el jefe lo llamó.

No al claro.

No al campo.

A ningún lugar habitual.

Lo llevó al borde de la aldea, donde los árboles se volvían más viejos y las huellas menos frecuentes.

—Caminás distinto —dijo el jefe, sin mirarlo—. No es fuerza. No es técnica.

Eiden no respondió.

—Estás… desfasado —continuó—. Como si una parte tuya ya no terminara de pisar este suelo.

Se detuvo.

—¿Qué viste?

Eiden dudó.

Solo un segundo.

—Nada que pueda tocar —respondió.

El jefe lo observó largo.

—Entonces es verdad.

—¿Qué cosa?

—Que el Límite ya no es lo único que te mira.

Silencio.

—No es un regalo —agregó el jefe—. Es una cuenta.

Eiden apretó los puños.

—¿Cuenta de qué?

El jefe señaló el bosque.

—Cada mundo exige pertenencia. Cuando uno deja de pertenecer del todo… empieza a pagar.

Eiden sintió un leve mareo. No físico. Más profundo.

—¿Pagar cómo?

El jefe no respondió de inmediato.

—Perdiendo sincronía. Presencia. Huellas. Primero, pequeñas cosas. Después… vínculos.

Eiden pensó en el cubo.

En el sonido tarde.

En el sueño.

—¿Y después? —preguntó.

El jefe lo miró fijo.

—Después, el mundo empieza a olvidarte.

Eiden tragó saliva.

—¿Y el otro mundo?

—Te empieza a recordar.

El silencio se volvió espeso.

—Por eso los que cruzan no vuelven iguales —continuó el jefe—. No porque cambien… sino porque ya no encajan del todo en ningún lado.

Eiden miró el suelo.

—¿Hay forma de detenerlo?

El jefe negó lentamente.

—Solo hay forma de elegir dónde pagar.

Eiden alzó la mirada.

—¿Vos cruzaste?

El jefe sostuvo la mirada un segundo más de lo normal.

—No.

Dio media vuelta.

—Yo vi lo que queda de los que lo hicieron.

Se fue.

Eiden quedó solo.

El viento pasó desde el Límite, suave, casi respetuoso.

Por primera vez, Eiden sintió algo nuevo.

No presión.

No observación.

Un ajuste.

Como si el mundo alrededor suyo estuviera aprendiendo a hacerle espacio… no para abrazarlo, sino para dejarlo pasar.

Esa tarde, Serela lo encontró sentado frente al bosque.

—Te estuve buscando —dijo.

Eiden se giró.

—¿Pasó algo?

Ella lo miró con atención, como si midiera cada detalle.

—No —respondió—. Eso es lo raro.

Se sentó a su lado.

—Pero hoy… cuando hablaste —continuó—, tardé un segundo en escucharte.

Eiden no respondió.

—No fue el viento —agregó—. No fue distracción.

Silencio.

—Fue como si tu voz viniera de un poco más lejos.

Eiden cerró los ojos.

El costo ya no era invisible.

Serela bajó la mirada.

—Si estás pensando irte… —empezó.

Eiden abrió los ojos.

—No lo estoy pensando —dijo.

Y era verdad.

No todavía.

Pero algo dentro suyo, muy hondo, ya sabía que el camino…

no iba a esperar a que él estuviera listo.

El sol empezó a caer.

Y desde algún lugar que no pertenecía del todo a ningún mundo,

una presencia antigua y otra más humana

ajustaron su atención sobre el mismo punto.

Eiden.

El costo ya había empezado a cobrarse.

Eiden no anunció su decisión.

La empezó a preparar.

Ordenó pocas cosas. Demasiado pocas para alguien que se iba. No juntó recuerdos. No eligió objetos importantes. Solo dejó de usar algunos espacios, como si ya supiera que pronto no le pertenecerían.

El jefe lo notó.

No dijo nada.

Serela… lo sintió.

No fue una charla.

Fue una grieta.

Lo encontró una tarde, junto a la cabaña, revisando vendas que ya no necesitaba.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

Eiden tardó en responder.

—Dejando listo lo que no me voy a llevar.

Serela se quedó quieta.

—¿Irte a dónde?

Eiden levantó la mirada.

No esquivó la pregunta.

—A casa.

La palabra cayó mal.

No por su significado.

Por lo que implicaba.

—No —dijo Serela de inmediato—. No, no estás hablando en serio.

Eiden cerró la bolsa con cuidado.

—Vine a este mundo para entrenar —respondió—. Para hacerme más fuerte. Para sobrevivir.

Ella negó con la cabeza.

—Eso ya lo hiciste.

—No —dijo él, suave—. Todavía no.

Serela dio un paso hacia él.

—Podés seguir entrenando acá. El jefe, el Límite, la aldea… nosotros.

La última palabra le tembló.

Eiden respiró hondo.

—Nunca pensé que iba a encontrar gente —dijo—. Pensé que iba a ser solo pelea, dolor, avanzar o morir.

Se detuvo.

—Nunca pensé que alguien me iba a querer.

Eso fue lo que la rompió.

—Entonces quedate —dijo ella, la voz quebrada—. Si eso lo encontraste acá… quedate.

Eiden apretó los dientes.

—Si me quedo ahora —respondió—, no va a ser por elección. Va a ser por miedo.

Serela bajó la mirada.

—¿Miedo a qué?

—A perder esto —dijo—. A perderlos.

Silencio.

—Yo necesito volver —continuó—. No porque quiera irme… sino porque tengo que cerrar algo. Allá quedó una parte mía que todavía no sabe por qué sigo vivo.

Serela dio un paso atrás.

—¿Y nosotros qué somos? —preguntó—. ¿Una parte chiquita?

Eiden negó con fuerza.

—Ustedes son lo que no esperaba —dijo—. Y eso es lo que más duele dejar.

Las lágrimas le subieron sin permiso.

—No es justo —murmuró ella—. No lo es.

Eiden no discutió.

—Nunca lo fue.

Serela se quedó quieta unos segundos más.

Luego avanzó de golpe.

Lo abrazó.

Fuerte.

Con rabia.

Con miedo.

Como si soltarlo fuera aceptar algo que todavía no podía.

Eiden no se movió al principio.

Después, lentamente, le devolvió el abrazo.

—No me prometas cosas vacías —dijo ella contra su pecho—. No me digas “tal vez”.

Eiden cerró los ojos.

—Voy a volver —dijo—. No sé cuándo. No sé cómo. Pero voy a volver a verte.

Serela levantó la cabeza, los ojos rojos.

—Más te vale —dijo, apretándolo más fuerte—. Prometelo con tu palabra. No con esperanza.

Eiden asintió.

—Te doy mi palabra.

Ella respiró hondo.

No se calmó.

Pero aceptó.

Cuando se separaron, Serela no sonrió.

—Si mentís —dijo—, voy a odiarte toda la vida.

Eiden la miró con esa sonrisa cansada que ya no intentaba convencer a nadie.

—Eso también lo acepto.

Esa noche, Eiden volvió a sentarse frente al bosque.

El Límite estaba ahí.

No avanzó.

No retrocedió.

Esperó.

Eiden no pidió permiso.

—Todavía no —dijo en voz baja—. Pero pronto.

El viento pasó entre los árboles, lento.

No fue aprobación.

No fue rechazo.

Fue reconocimiento.

El camino no se abrió.

Pero ya no estaba cerrado.

Y Eiden, por primera vez desde que había llegado a ese mundo,

se preparó para irse…

sin huir.

El jefe no lo llamó.

Eso ya era respuesta suficiente.

Eiden fue al claro solo, antes del amanecer. La tierra estaba fría. Las piedras, húmedas. El árbol seguía ahí, firme, marcando un tiempo que ya no le pertenecía del todo.

Se sentó.

No para entrenar.

Para despedirse.

El Límite no tardó.

No llegó con presión.

No llegó con peso.

Llegó con claridad.

El aire frente a Eiden se volvió distinto, como si el espacio hubiera decidido escucharlo. No se abrió un portal. No hubo luz. Solo una línea casi invisible, una diferencia mínima entre “acá” y “no acá”.

Eiden lo entendió sin palabras:

Ese era el punto donde el mundo cedía.

Dio un paso al frente.

Y se detuvo.

Porque el costo todavía no estaba pagado.

—Sabía que ibas a venir solo.

La voz del jefe rompió el silencio.

Eiden no se giró.

—No iba a hacerlo sin verte —respondió.

El jefe se acercó despacio. No parecía apurado. Nunca lo estaba cuando algo importaba.

—El cruce no se pide —dijo—. Se ejecuta.

Eiden asintió.

—Lo sé.

—Y no se hace entero.

Eiden cerró los ojos.

—Decime qué tengo que dejar.

El jefe no respondió de inmediato.

—No soy yo el que decide eso —dijo finalmente—. Pero puedo decirte qué no vas a llevarte.

Se paró a su lado, mirando la línea invisible.

—No te llevás el oído del Límite.

Eiden sintió un vacío leve en el pecho.

—Todo lo que aprendiste acá… va a quedar en silencio. No lo vas a perder. Pero tampoco va a responderte igual.

—¿Voy a ser más débil? —preguntó Eiden.

El jefe negó.

—Vas a estar solo.

Eso pesó más.

Eiden respiró una vez.

—Acepto.

El jefe lo miró por primera vez con algo distinto en los ojos.

Respeto.

—Hay algo más —agregó.

Eiden esperó.

—Al cruzar —continuó—, este mundo no va a poder llamarte. Si volvés… va a ser porque vos encontraste el camino. No porque alguien te espere con la puerta abierta.

Eiden pensó en Serela.

En el abrazo.

En la promesa.

—Entonces no me olviden —dijo.

El jefe negó.

—Eso no está en tus manos.

Silencio.

—Pero sí está en las tuyas esto —agregó, sacando algo de entre su ropa.

No era un arma.

Era una piedra.

Pequeña. Gris. Sin marcas visibles.

—¿Eso es todo? —preguntó Eiden.

—No —dijo el jefe—. Eso es lo único que no pertenece a ningún mundo.

Eiden la tomó.

No pesaba casi nada.

—Cuando cruces —dijo el jefe—, el mundo va a intentar acomodarte. Te va a ofrecer normalidad. Ritmo. Olvido.

—¿Y esta piedra?

—Va a molestarte.

Eiden sonrió apenas.

—Como vos.

El jefe bufó.

—Si dudás… no cruces —dijo—. Si mirás atrás… no cruces. Si pensás que volvés siendo el mismo…

—No cruzo —terminó Eiden.

Se pusieron frente a frente.

No hubo despedida larga.

El jefe habló una última vez.

—Hiciste algo bien, muchacho.

Eiden alzó la mirada.

—¿Qué cosa?

—Aprendiste a quedarte quieto antes de irte.

Eiden asintió.

Dio el paso.

La línea invisible reaccionó.

No con violencia.

Con resistencia.

Como si el mundo probara su decisión.

Eiden no empujó.

No pidió.

Se quedó.

Y el espacio, lentamente, cedió.

El claro se desdibujó.

El sonido se apagó.

El bosque quedó atrás… no como un recuerdo, sino como algo que seguía existiendo sin él.

Antes de desaparecer del todo, Eiden sintió una última cosa:

No fue dolor.

No fue miedo.

Fue ausencia.

Y eso fue el precio final.

Cuando el sol salió, el claro estaba vacío.

El jefe llegó solo.

Miró el lugar donde el mundo se había corrido.

—No vuelvas roto —murmuró—. O no vuelvas.

El viento pasó.

El Límite no respondió.

Porque, por primera vez…

Eiden ya no estaba ahí para escucharlo.

Entonces cerramos como se debe.

Sin estruendo. Sin aplausos.

Con verdad.

El despertar no fue violento.

Eso fue lo primero que notó Eiden.

No hubo caída, ni golpe, ni ese sobresalto típico de cuando el cuerpo vuelve antes que la mente. Abrió los ojos despacio, como si el mundo hubiera esperado a que estuviera listo.

El cielo era azul.

No el azul exagerado del otro mundo, ni ese tono antiguo que parecía observarlo todo.

Era un azul simple.

Con nubes reales.

Con imperfecciones.

Eiden estaba recostado sobre el pasto.

Corto. Bien cuidado.

Húmedo por el rocío de la mañana.

Olfateó el aire sin pensar.

Tierra.

Árboles.

Nada más.

—…volví —murmuró.

Su voz sonó normal.

Demasiado normal.

Se incorporó despacio, esperando dolor, resistencia, retraso.

Nada.

El cuerpo respondió al instante.

Eso lo inquietó más que cualquier herida.

Miró alrededor.

Un parque.

Bancos de madera.

Un sendero de cemento.

El sonido lejano de autos… y voces humanas que no pesaban.

Todo estaba donde debía estar.

Demasiado bien.

Eiden bajó la mirada hacia sus manos.

Firmes.

Estables.

No sintió al Límite.

No sintió presión.

No sintió observación.

Nada.

Y ahí entendió el verdadero costo.

—Así que era esto… —susurró—. El silencio completo.

Se puso de pie.

El mundo no se inclinó.

No se retrasó.

No reaccionó a él.

Era solo… un mundo.

Caminó unos pasos.

Luego otros.

Cada sonido llegaba a tiempo.

Cada sombra coincidía con su movimiento.

Normalidad.

La piedra.

Eiden se detuvo de golpe.

Metió la mano en el bolsillo.

Ahí estaba.

Pequeña.

Gris.

Molesta.

Al tocarla, algo vibró apenas. No energía. No poder.

Memoria.

No imágenes.

No voces.

La certeza de que no todo había sido un sueño.

Eiden apretó la piedra y cerró los ojos.

No buscó al Límite.

No llamó a nadie.

Solo se quedó quieto.

Por un segundo… nada pasó.

Por un segundo más… tampoco.

Y justo cuando estaba por soltar el aire—

Una sensación.

No presión.

No presencia.

Un eco.

Como si alguien, muy lejos, hubiera reconocido el gesto.

Eiden sonrió apenas.

—No me fui roto —dijo en voz baja—. Cumplí mi parte.

Guardó la piedra.

Miró el cielo otra vez.

No pidió fuerza.

No pidió explicaciones.

Solo aceptó.

Porque ahora lo entendía:

Había vuelto más fuerte…

no porque trajera algo consigo,

sino porque sabía quedarse sin nada y seguir adelante.

Se dio vuelta y empezó a caminar por el sendero.

La gente pasó a su lado sin mirarlo dos veces.

Como debía ser.

Pero mientras se alejaba, en algún lugar entre árboles que no pertenecían a ese mundo,

una presencia antigua

y una joven de mirada firme

sintieron lo mismo al mismo tiempo:

Que Eiden había vuelto…

y que la promesa

todavía estaba viva.

El viento movió las hojas.

En ambos mundos.

Fin del Episodio 29. 🌲✨

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