Cherreads

Chapter 27 - capítulo 27 – “El Primer Alba del Límite”

🌲✨ capítulo 27 – “El Primer Alba del Límite”

El primer rayo del día no cayó, golpeó.

La luz nació con una violencia rara, como si el cielo hubiese estallado en blanco por un segundo y luego se calmara a la fuerza. La aldea completa despertó sobresaltada, incluso los guerreros más curtidos. No era un amanecer normal… y todos lo sabían.

Eiden abrió los ojos al mismo tiempo que el mundo tembló.

Había estado entrenando día y noche, forzando su cuerpo hasta el límite, pero ese temblor no era cansancio. Era algo que venía de afuera. Algo que, sin saber por qué, parecía llamarlo por su nombre.

El aire tenía un olor extraño:

hierro, humedad y esa sensación pesada que aparece justo antes de que pase una desgracia.

Los aldeanos corrían de un lado a otro. Algunos cargaban lanzas, otros movían a los niños más lejos del bosque. Nadie hablaba demasiado; todos miraban hacia el mismo punto: la frontera oscura del Límite. Ese lugar donde la luz nunca entraba del todo.

Eiden salió de su cabaña. Todavía tenía vendas en los brazos por las heridas del combate con el jefe, pero algo dentro de él ardía, como si sus músculos quisieran romperlas.

El jefe de la aldea —un hombre ancho, cicatrizado, con ojos que habían visto demasiadas muertes— lo miró desde lejos. No le sonrió. No le habló. Pero lo dejó acercarse.

—Muchacho… —gruñó— hoy no entrenas. Hoy sobrevives.

Eiden frunció el ceño.

—¿Qué pasó?

El jefe señaló hacia el bosque.

La bruma se movía…

pero no con el viento.

Sino como si algo respirara dentro de ella.

—Es el Primer Alba del Límite —dijo el jefe—. Una vez al año, las criaturas antiguas despiertan… y juzgan quién puede seguir viviendo en este territorio. No hay negociación. No hay escondite. Si eligen esta aldea… pelearemos hasta que la tierra quede roja.

Eiden sintió un escalofrío bajar por la columna.

No era miedo.

Era un extraño impulso: una mezcla de desafío y de destino.

La tierra volvió a temblar.

Fuerte.

Lo suficiente para que las chozas más débiles se partieran.

Los guerreros de la aldea apuntaron sus armas hacia la bruma, pero sus manos temblaban. No era cobardía… era respeto. Ese tipo de criaturas no eran “enemigos”. Eran fuerzas, como tormentas vivientes.

El jefe tragó aire.

—Muchacho. Vos decidiste quedarte aquí para hacerte más fuerte que el jefe. Está bien. Pero esto… esto es distinto. Si hoy das un paso en falso, no queda ni el polvo de vos.

Eiden apretó los puños.

Su respiración se volvió profunda.

Ese fuego interno —ese que había nacido cuando enfrentó al jefe— ardió más fuerte.

—No vine para esconderme —dijo con voz firme—. Si el Límite quiere despertar… que lo haga frente a mí.

El jefe lo miró apenas un segundo.

Y esa vez sí sonrió. Una sonrisa seca, dura, del tipo que se ve una sola vez: la sonrisa de un hombre que respeta a otro.

La bruma se abrió.

Y algo caminó hacia ellos.

Algo grande.

Algo que ni siquiera rugió… porque no necesitaba demostrar nada.

El Primer Alba ya estaba aquí.

Y no venía solo.

Eiden caminó entre las chozas mientras la bruma seguía agitándose a lo lejos.

Antes de ir hacia la frontera, quiso asegurarse de una cosa: Serela.

La encontró donde menos esperaba.

En medio del caos, mientras los guerreros preparaban armas y los más viejos rezaban, ella estaba sentada en la tierra jugando con los niños de la aldea.

Les hacía figuritas con barro, exagerando las expresiones para hacerlos reír. Y ellos reían con esa inocencia que no entiende del peligro, ni del Límite, ni de que algo monstruoso estaba despertando.

Eiden se quedó quieto.

No quiso interrumpir.

Serela, con su sonrisa fácil, parecía darles un instante de paz a todos, sin darse cuenta.

Ella no notó que él estaba allí.

Y eso, por un momento, lo tranquilizó.

“Al menos ellos… todavía pueden reír”, pensó.

Después de un segundo, Eiden esbozó una sonrisa suave.

Un descanso breve.

Lo único ligero en toda la mañana.

Pero no duró.

Un nuevo temblor sacudió la aldea.

Los niños miraron hacia el bosque.

Serela se puso seria de inmediato.

Eiden dio media vuelta.

Era hora.

El jefe lo esperaba en el límite del claro, donde la tierra se oscurecía y empezaba ese territorio que no pertenecía a los humanos.

—Llegaste —dijo el jefe, sin volverse.

La bruma frente a ellos respiraba. Literalmente.

Como si tuviera pulmones.

—Es la primera prueba —explicó el jefe—. El Límite siempre manda un “Albor”. Una criatura que observa, mide, juzga. Si te considera débil… te destroza. Si te considera digno… te deja pasar.

No intentes impresionar a nadie. No hables. No te muevas hasta que él lo haga.

Eiden tragó saliva.

El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor de guerra.

—¿Y si lo hago mal?

El jefe se encogió de hombros.

—Entonces morís. Pero si lo hacés bien… hoy das tu primer paso real para volverte más fuerte que el jefe que te venció.

Eiden respiró hondo.

Sus manos todavía tenían temblores pequeños, restos del combate anterior y del cansancio del entrenamiento… pero su mirada no temblaba.

La bruma se abrió otra vez.

Una figura salió caminando de ella.

No era enorme como un monstruo.

No era ruidosa.

No rugía.

No tenía cuernos.

Era peor.

Era humana… o al menos, lo parecía.

Un cuerpo delgado, sin piel, envuelto en una luz blanca que parpadeaba.

Su rostro era una máscara lisa, sin boca, sin ojos, sin nada.

Pero Eiden lo sintió mirarlo.

Como si aquellos huecos invisibles apuntaran directo a su alma.

El jefe retrocedió un paso.

—Ese… es un Albor Blanco. No atacará primero.

Pero si tu espíritu flaquea… te mata sin que llegues a parpadear.

Eiden dio un solo paso hacia adelante.

No más.

Justo lo suficiente para mostrar que no era un cobarde.

La criatura inclinó la cabeza.

Analizándolo.

Juzgándolo.

El aire se apretó.

La tierra se agrietó bajo los pies de Eiden.

Su primera prueba real… había empezado.

El Albor Blanco inclinó la cabeza una segunda vez.

Ese pequeño gesto —tan simple, tan silencioso— hizo que el aire se volviera frío como metal mojado.

Eiden sintió que el pecho se le apretaba, como si una mano invisible le hundiera los pulmones.

No era magia.

Era juicio.

El jefe, varios metros atrás, murmuró:

—Ahora viene…

El mundo se calló.

Ni viento.

Ni pájaros.

Ni el crujido del bosque.

Y de repente…

Todo se vino encima.

No un golpe.

No un movimiento físico.

Sino una imagen.

Eiden parpadeó —y cuando abrió los ojos, ya no estaba ahí.

O al menos, eso sintió.

Estaba en un espacio blanco, vacío, donde sus pies no dejaban huellas.

Un lugar inundado por el olor del miedo.

No suyo… sino del mundo.

El Albor estaba frente a él, flotando. Su máscara sin rasgos vibraba levemente, como si respirara dentro del silencio.

—¿Qué es este lugar? —susurró Eiden, sin recibir respuesta.

El Albor levantó un dedo.

Uno solo.

Y Eiden sintió cómo algo le atravesaba la mente.

Su padre cayendo herido.

La sangre en el suelo.

La mano extendida que no llegó a alcanzar.

El Top 1 mirándolo desde arriba como si fuera polvo.

Eiden gritó.

No de dolor físico.

De impotencia.

El Albor quería quebrarlo.

Quería saber si ese dolor era peso… o fuego.

Las vendas de Eiden se tensaron.

Su respiración se volvió errática.

—No… —murmuró— no voy a caer… yo…

La escena cambió otra vez.

Ahora estaba viendo su propio reflejo:

él, pequeño, débil, sangrando, siempre siendo salvado por alguien más.

La voz del jefe resonó desde afuera, lejana, como a través de un túnel:

—¡Muchacho, no respondas al miedo! ¡Respondé a tu espíritu!

El Albor bajó su mano.

Y el silencio se rompió como cristal.

Eiden sintió que su corazón estallaba de golpe.

Un latido.

Pero no el de siempre.

Uno más pesado, más profundo.

Como si su alma hubiera respondido sola.

La visión se quebró.

El blanco desapareció.

Eiden volvió a la realidad —de rodillas, con los puños clavados en la tierra— jadeando como si hubiese corrido kilómetros.

El Albor estaba frente a él…

y por primera vez, reaccionó.

Levantó ambos brazos.

La luz blanca que lo envolvía se intensificó.

Y el jefe gritó:

—¡Te aceptó la primera prueba! ¡Ahora viene la parte mortal!

El Albor golpeó el suelo sin tocarlo.

Un choque de energía pura salió disparado hacia Eiden como un latigazo de luz.

Eiden apretó los dientes.

No retrocedió.

—¡VAMOS! —rugió, con ese coraje que nace de la fe y del dolor.

La tierra explotó a su alrededor.

La verdadera pelea… recién empezaba.

El Albor Blanco dio un paso.

No hizo sonido.

No levantó polvo.

Pero cada vez que su pie tocaba la tierra, el mundo temblaba como un tambor lejano.

Eiden se levantó, temblando, pero con la mirada fija.

Su respiración era errática, pero su espíritu ardía como hierro recién salido del fuego.

—No voy a retroceder… —murmuró.

El Albor desapareció.

No se movió rápido.

Simplemente dejó de estar y reapareció detrás de Eiden, inclinando su brazo como un verdugo.

Eiden giró de golpe, lanzando un puñetazo que cortó el aire como una lanza.

El Albor lo bloqueó con dos dedos.

Pero por primera vez…

retrocedió un paso.

El jefe, a la distancia, abrió los ojos sorprendido.

—Ese muchacho… mejoró en un mes lo que a otros les lleva años…

Eiden atacó sin pausa.

Rodó por el suelo para esquivar un corte de luz, saltó hacia adelante, apoyó la mano en tierra y lanzó una patada giratoria que habría partido a cualquiera en dos.

El Albor la esquivó por milímetros.

Eiden no pensaba.

Respondía.

Su cuerpo había aprendido más de lo que él mismo sabía.

El Albor movió la mano hacia adelante.

Un rayo blanco salió en línea recta.

Eiden lo esquivó agachándose, deslizando sus pies en tierra, levantando polvo y usando el impulso para meterse bajo la guardia de la criatura.

Le dio tres golpes rápidos en las costillas, uno al pecho y un último en la nuca.

Un humano ya estaría muerto.

El Albor solo se inclinó un poco… como evaluando el impacto.

Eiden sonrió con cansancio.

—Puedo… puedo pelear contra vos…

El Albor levantó su brazo.

Y ahí cambió todo.

No dio un golpe.

Dio varios al mismo tiempo.

Golpes que no tenían dirección.

Golpes que aparecían desde ángulos imposibles, como si el aire mismo atacara.

Eiden recibió uno en el estómago.

Otro en el pecho.

Dos en las piernas.

Uno en la clavícula.

El último le rozó la frente y lo mandó al suelo de espaldas.

El mundo giró.

El cielo tembló.

El sabor a hierro llenó su boca.

Eiden respiraba como si le faltara alma.

Miró el cielo, con los ojos desenfocados.

—¿Por qué…? —susurró— ¿Por qué siempre… soy el débil?

¿Por qué siempre tienen que protegerme?

¿Por qué… no puedo ser yo… el que salve a alguien?

Su vista se nubló.

Y entonces la escuchó.

Una voz que conocía como el peso del propio corazón.

—Eiden.

Eiden abrió los ojos apenas.

A su lado, sentado como si estuviera vivo, estaba Max.

El gran Max.

El que dio su vida por él.

El que lo entrenó hasta el cansancio.

El que jamás lo dejó caer.

No era un fantasma.

Era un recuerdo… que había vuelto porque su espíritu lo necesitaba.

—No te rindas —dijo Max con su calma habitual—. Un guerrero no es perfecto, Eiden. Un guerrero se levanta aunque no pueda.

Vos prometiste seguir.

Prometiste ser fuerte… incluso por mí.

Eiden sintió una presión en el pecho.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Max… yo… yo no quiero fallarte…

Max sonrió, esa sonrisa tranquila que siempre daba antes de corregirle la postura.

—Entonces levantate.

Demostrá que no morí por un cobarde.

Demostrá que mi sacrificio valió la pena.

El viento sopló.

Y Max empezó a desvanecerse, como un suspiro.

Eiden estiró la mano.

—¡No te vayas!

Max lo miró una última vez.

—Ya no me necesitás. Ya sabés qué hacer.

Y desapareció.

Eiden apretó los dientes.

Sus piernas temblaban.

Pero se levantó.

Miró al Albor Blanco.

Ya no había miedo.

Ni dudas.

—Esta vez… yo no voy a caer —dijo.

Tomó aire.

Y luego dejó de hacerlo.

Técnica: No Respirar – Máximo Nivel

Sus músculos se tensaron.

Su piel pareció endurecerse.

El aire alrededor vibró como si Eiden fuera una espada recién forjada.

El Albor respondió de inmediato.

Ambos chocaron.

Eiden desapareció de la vista humana y reapareció frente al Albor, dándole un golpe directo al pecho que lo hizo retroceder con fuerza.

Luego vino otro golpe.

Y otro.

Y otro más.

Se igualaron.

Movimiento por movimiento.

Golpe por golpe.

La luz blanca contra la voluntad de un hombre que ya no quería huir.

El jefe no podía creerlo.

—Ese… ese chico… está peleando de igual a igual con un Albor…

Pero todo fin llega.

Eiden lanzó su último golpe.

El Albor lo bloqueó con la palma abierta.

Y devolvió uno solo.

Eiden voló varios metros.

Cayó de espaldas, sin fuerzas, con los ojos abiertos pero sin poder moverse.

El Albor Blanco se le acercó.

El jefe tragó aire.

—No… muchacho…

El Albor levantó su mano.

Y la bajó…

…despacio.

Le tocó el pecho.

Su luz rodeó a Eiden.

No para matarlo.

Sino para reconocerlo.

El jefe, sorprendido, dejó caer su arma.

—Lo… lo dejó vivir… Fue digno.

El Albor se alejó, entrando otra vez en la bruma del Límite, desapareciendo como si nunca hubiera existido.

El jefe corrió hacia Eiden, lo levantó en sus brazos con esfuerzo.

—Muchacho… sos un loco… pero un loco que merece vivir.

Eiden, apenas consciente, murmuró:

—Max… no te fallé…

Y se desmayó.

El jefe lo llevó hacia la aldea.

El Primer Alba había terminado.

Y Eiden… había superado su primera prueba real.

El cuarto estaba en silencio.

Solo se escuchaba el viento entrando por la ventana y el sonido tenue de las vendas tensándose cada vez que Eiden respiraba.

Sus ojos se abrieron lentamente.

Primero vio el techo de madera.

Luego sintió el peso del cuerpo, la presión en los brazos y el dolor punzante en las costillas.

Se sentía como si lo hubiera pisado un montón de rocas… y luego un Albor Blanco. Bueno, eso de hecho había pasado.

—¿Dónde…? —murmuró, con la voz rasposa.

Intentó incorporarse un poco, pero el mundo le dio vueltas.

El cuerpo le pesaba.

El alma también.

Cuando por fin enfocó la vista, se dio cuenta de algo extraño:

Había flores frescas al lado de su cama.

Un cuenco con agua templada.

Y una manta extra… que olía suave, distinto al resto de la aldea.

Eiden frunció el ceño.

—¿Qué…?

No terminó la frase.

Porque en ese mismo instante, la puerta se abrió de golpe.

—¡¡EIDEEEEN!!

Serela entró corriendo como si el mundo se estuviera desmoronando detrás de ella.

Y sin frenar, sin pensar y sin preguntar, se tiró encima de él.

Eiden soltó un gemido ahogado:

—¡A-AH! ¡Mis costillas!

Pero Serela lo abrazó con tanta fuerza que parecía que quería fusionarse con él.

Los brazos le temblaban.

La respiración estaba acelerada.

Y sus ojos… sus ojos estaban húmedos, rojos de tantas noches sin dormir.

—¡¡Pensé que te ibas a morir, idiota!! —gritó contra su pecho— ¡Te dormiste cuatro días! ¡Cuatro! ¡Ni los ancianos duermen tanto!

¡Yo pensé que no ibas a despertar nunca! ¡Jamás!

Eiden la miró, sorprendido.

No sabía qué decir.

Así que, lentamente, levantó sus brazos vendados… y la abrazó también.

—Tranquila… —susurró— ya estoy acá. No pasó nada…

—¡¡Sí pasó!! —le respondió ella, llorando sin vergüenza— ¡Vos casi te morís! ¡El jefe vino dos veces a ver si estabas vivo! ¡Hasta los niños preguntaban por vos! ¡Y yo… yo…!

Se le quebró la voz.

Eiden la apretó suave.

—Gracias… por preocuparte.

Ella lo separó de golpe, limpiándose las lágrimas con furia.

—¡Idiota! ¡No te doy permiso para volver a asustarme así!

Y sin darle tiempo a nada…

¡Paf!

Le dio un golpe en el hombro.

No muy fuerte… pero suficiente para que Eiden hiciera una mueca.

—Agh… ¡Serela! ¡Estoy todo roto!

—¡Y bien que lo tenés merecido!

Eiden respiró hondo, manteniendo la calma como siempre.

—Lo siento… —dijo con suavidad— pero era una prueba. No podía retroceder.

Serela lo miró con una mezcla rara de alivio, enojo y… otra cosa que ella misma no entendía.

—Prométeme que no vas a volver a arriesgarte así sin avisar…

Eiden sonrió apenas.

—No puedo prometer eso… pero puedo prometer que voy a volver. Siempre.

Ella bajó la mirada.

Y por primera vez, no discutió.

En ese momento, la puerta volvió a abrirse.

Entró el jefe.

Grande.

Serio.

Imponente… pero con una sonrisa leve en la comisura.

—Así que al fin despertaste, muchacho.

Eiden intentó incorporarse más, sin éxito.

—Jefe… ¿cómo estuvo?

El jefe se cruzó de brazos.

—No lo hiciste mal. De hecho… lo hiciste mejor que muchos guerreros de esta aldea cuando enfrentaron su primer Albor.

Pero no te confundas. Eso no fue una victoria.

Eiden asintió, aceptando la realidad.

—Lo sé.

El jefe dio un paso adelante.

—A partir de ahora… te voy a poner pruebas más duras. Mucho más.

El Límite no perdona. Y si vos querés llegar a volverte más fuerte que el jefe que te derrotó… vas a necesitar más que voluntad.

Serela abrió los ojos como platos.

—¿Más duras? ¡Pero si casi se muere!

—Por eso —dijo el jefe, sin titubear—. Porque casi muere… pero no murió.

Eiden respiró profundo.

—Estoy listo.

El jefe soltó una carcajada breve y bronca.

—Muchacho… vos todavía no podés ni caminar sin que te duela el alma. Descansá. Comé. Recuperate.

Después… empezamos tu verdadero entrenamiento.

Serela infló las mejillas, cruzando los brazos.

—¡No lo vas a matar entrenándolo!

—Si lo mato, es porque no estaba destinado a ser fuerte —respondió el jefe con tranquilidad.

Eiden rió un poco.

—Gracias por la confianza…

Serela suspiró y lo miró de reojo.

—Bueno… por ahora vas a descansar. Yo te voy a cuidar… así que ni se te ocurra escaparte.

Eiden la miró, sonriendo suave.

—Está bien… gracias.

El jefe asintió y salió.

Serela se sentó al lado de su cama y apoyó la cabeza en su brazo vendado, cerrando los ojos.

—No vuelvas a desaparecer cuatro días… ¿sí?

Eiden la observó.

Y por primera vez en mucho tiempo…

se sintió en paz.

El capítulo terminó así:

Con un guerrero herido, una amiga que lo espera, un jefe que planea llevarlo más allá del límite…

y un Límite que ya lo había reconocido como digno.

El Primer Alba había terminado.

Pero para Eiden… recién empezaba el camino hacia lo imposible.

More Chapters