Cherreads

Chapter 28 - Episodio 28 – “Lo Que Queda en Silencio”

🌲✨ Episodio 28 – “Lo Que Queda en Silencio”

El dolor no llegó de golpe.

Estaba ahí desde antes.

Eiden abrió los ojos cuando el sol ya estaba alto, pero su cuerpo no se había enterado. Cada respiración le pesaba como si el aire tuviera memoria del golpe. El cuarto seguía igual: madera vieja, luz filtrándose por las rendijas, el sonido lejano de la aldea retomando su rutina como si nada hubiera pasado.

Como si él no hubiera estado a punto de morir.

Intentó moverse.

Solo un poco.

La idea era incorporarse… apenas.

Su espalda respondió tarde.

Las costillas, peor.

Un latigazo seco le recorrió el cuerpo y Eiden soltó un gruñido ahogado mientras volvía a caer contra el colchón improvisado.

—Tch… —murmuró, apretando los dientes—. Bien… sigo vivo…

Pero su cuerpo no estaba de acuerdo.

Se quedó mirando el techo, inmóvil.

No por miedo.

Por respeto.

El silencio del cuarto era raro. Incómodo. No había pájaros. No había risas. Solo el crujido lento de la madera y ese ruido interno, sordo, que queda después de haber llegado demasiado lejos.

La puerta se abrió sin hacer ruido.

—No intentes hacerte el fuerte —dijo una voz conocida—. Te ves patético.

Serela entró con un cuenco en la mano y el ceño fruncido como si llevara horas preparándose para esa frase. Lo apoyó sobre la mesa con más fuerza de la necesaria y se cruzó de brazos.

Eiden sonrió apenas.

—Buenos días para vos también…

Ella no devolvió la sonrisa.

—Te moviste —dijo, señalándolo con la mirada—. Te dije que no lo hicieras.

—Fue solo un intento.

—Un intento estúpido.

El silencio volvió a colarse entre ellos.

Eiden respiró hondo.

—Serela… yo—

—No —lo cortó—. No empieces.

Se sentó en el borde de la cama, pero no lo miró. Tenía la mandíbula tensa, los dedos apretando la tela de su ropa.

—¿Sabés lo que es despertar cuatro días seguidos pensando que alguien no va a abrir los ojos? —dijo en voz baja—. ¿Sabés lo que es escuchar a los viejos decir “si sobrevive” como si ya estuviera decidido?

Eiden bajó la mirada.

—No quería que—

—Nunca quieren —respondió ella—. Pero igual lo hacen.

Otra pausa.

Más pesada.

—No te pido que seas débil —continuó—. Te pido que no te vayas sin volver. Porque la próxima vez… yo no sé si voy a aguantarlo.

Eiden tragó saliva.

—Voy a volver —dijo—. Siempre.

Serela lo miró por fin.

Sus ojos no estaban enojados.

Estaban cansados.

—Más te vale.

Antes de que pudiera decir algo más, una sombra grande cubrió la entrada.

—Suficiente charla —dijo una voz grave—. Si sigue así, se va a quedar blando.

El jefe entró sin pedir permiso.

Su sola presencia hacía que el aire se sintiera distinto. No llevaba armas. No parecía apurado. Caminó hasta quedar frente a la cama y miró a Eiden de arriba abajo como si evaluara una herramienta golpeada.

—Levantate.

Serela se puso de pie de inmediato.

—No puede ni moverse—

—No le pedí opinión —respondió el jefe, sin mirarla.

Eiden apoyó los brazos en la cama. Le temblaban.

—Jefe… —dijo—. Todavía—

—Levantate —repitió.

No hubo amenaza.

Eso era lo peor.

Eiden apretó los dientes y lo intentó.

Primero una pierna.

Después la otra.

El mundo se inclinó.

Sus rodillas cedieron antes de que pudiera siquiera ponerse de pie. Cayó al suelo con un golpe seco, quedándose ahí, respirando con dificultad.

El jefe no se movió.

—¿Eso es todo? —preguntó—. ¿Ese es el cuerpo que va a sobrevivir al Límite?

Eiden apoyó una mano en el suelo, intentando levantarse otra vez. Los músculos no respondían. Algo dentro de él se negaba.

—No es el cuerpo —dijo, con esfuerzo—. Es… lo que queda.

El jefe lo observó en silencio.

Luego se dio vuelta.

—Bien —murmuró—. Todavía piensa.

Se dirigió a la puerta.

—Descansá hoy. Mañana empezamos a ver si ese espíritu sirve para algo más que impresionar criaturas antiguas.

Serela lo fulminó con la mirada cuando pasó a su lado.

—Si lo rompe—

—Ya está roto —respondió él—. Ahora veremos si se recompone.

El jefe salió.

El cuarto volvió a quedar en silencio.

Eiden seguía en el suelo.

Serela se acercó despacio y se sentó junto a él, sin tocarlo.

—Sos un idiota —dijo en voz baja.

Eiden sonrió cansado.

—Eso ya lo sabía.

Ella suspiró.

Y entonces Eiden lo sintió.

No dolor.

No cansancio.

Otra cosa.

Una presión leve… como si alguien estuviera parado del otro lado de la pared.

Giró la cabeza hacia la ventana.

El bosque estaba quieto.

Demasiado.

La bruma del Límite, a lo lejos, parecía… observar.

Parpadeó.

Y por un segundo, solo uno, juró ver una línea blanca desaparecer entre los árboles.

Eiden frunció el ceño.

—Serela… —murmuró—. ¿Vos viste eso?

Ella miró hacia afuera.

—¿Ver qué?

Eiden no respondió.

Porque la sensación ya había desaparecido.

Pero algo, muy dentro suyo, lo supo con certeza:

El Límite no se había ido.

Solo estaba esperando.

El día avanzó sin ceremonia.

La aldea siguió respirando como siempre: martillos golpeando madera, voces cruzándose, el humo subiendo recto al cielo. Nadie hablaba del Albor. Nadie hablaba de la prueba. Era una regla no escrita: lo que viene del Límite no se nombra más de lo necesario.

Eiden pasó la mañana sentado, apoyado contra la pared, mirando cómo la luz se movía lentamente por el suelo del cuarto. Cada tanto intentaba mover los dedos. A veces respondían. A veces no.

El cuerpo estaba ahí…

pero no obedecía como antes.

Serela no se fue.

No habló mucho tampoco.

Le cambió las vendas con cuidado, limpió la sangre seca sin decir palabra y dejó el cuenco de comida cerca, como si supiera que él no iba a tocarlo todavía.

—Comé cuando puedas —dijo al levantarse—. No cuando creas que “debés”.

Eiden asintió.

Ella se quedó un segundo más, dudando.

—Y… no mires tanto por la ventana —agregó—. Te hace mal.

Salió antes de que él pudiera responder.

Eiden volvió la vista hacia afuera.

El bosque seguía quieto.

Demasiado ordenado.

No había bruma espesa. No había movimiento extraño. Pero algo estaba… fuera de lugar. Como una nota mal tocada en una canción conocida.

Cerró los ojos.

Respiró.

Nada.

Los volvió a abrir.

Ahí.

Por un instante breve, casi imperceptible, una marca blanca apareció sobre el tronco de un árbol lejano. No era pintura. No era luz reflejada.

Era como una cicatriz fresca.

Eiden tragó saliva.

—No puede ser…

Parpadeó otra vez.

La marca ya no estaba.

El aire se enfrió apenas.

—Así que lo sentís —dijo una voz a su espalda.

Eiden se giró como pudo.

El jefe estaba ahí. No había escuchado sus pasos.

—No es normal —dijo Eiden—. El bosque… está distinto.

El jefe lo miró largo.

—El bosque es el mismo —respondió—. Vos no.

Se acercó y se agachó frente a él, quedando a la altura de sus ojos.

—Cuando el Límite reconoce a alguien, no lo hace gratis. No te dio fuerza. Te dio atención.

Eiden frunció el ceño.

—¿Eso es malo?

El jefe se levantó.

—Es peligroso.

Se cruzó de brazos.

—A partir de ahora, algunas cosas te van a mirar distinto. Algunas no te van a atacar. Otras sí. Y otras… van a esperar.

—¿Esperar qué?

El jefe clavó la mirada en el bosque.

—A que cometas un error.

Silencio.

—Por eso hoy no entrenás —continuó—. Hoy solo observás. Aprendés a quedarte quieto cuando todo en vos quiere avanzar.

Eiden apretó los puños.

—Eso no es entrenar.

El jefe sonrió apenas.

—Eso es lo más difícil.

Se dio vuelta para irse, pero se detuvo en la puerta.

—Una cosa más, muchacho.

—¿Sí?

—Si volvés a ver algo blanco que no estaba antes… no lo sigas.

El jefe salió.

Eiden se quedó solo otra vez.

El sol empezó a bajar.

La luz del atardecer tocó el borde del bosque… y por un segundo, solo uno, Eiden sintió una presión suave en el pecho, como un reconocimiento silencioso.

No dolor.

No amenaza.

Un recordatorio.

Cerró los ojos.

—Todavía no —murmuró—. Dame tiempo.

El viento sopló desde el Límite.

Y esta vez, Eiden juraría que algo escuchó su respuesta.

Ahí lo dejamos.

Nada explotó.

Nada atacó.

Pero el mundo ya se movió un centímetro…

El jefe no llevó a Eiden al campo de entrenamiento.

Eso ya fue una señal.

Caminaron despacio, sin hablar, hacia un claro que nadie usaba. No había armas clavadas en el suelo, ni marcas de combate, ni huellas recientes. Solo tierra húmeda y piedras viejas, gastadas por el tiempo.

El Límite estaba cerca.

No lo suficiente para tocarlo…

pero lo suficiente para sentirlo.

—Sentate —dijo el jefe.

Eiden obedeció, cruzando las piernas con cuidado. Cada movimiento le dolía, pero no se quejó.

El jefe se quedó de pie frente a él.

—Esta es tu primera prueba real —dijo—. No vas a pelear. No vas a entrenar el cuerpo. Hoy vas a aprender a no estorbarle a tu propio espíritu.

Eiden alzó la mirada.

—¿Meditación?

El jefe negó lentamente.

—No.

Meditar es buscar calma.

Esto es resistir sin moverte.

Señaló el suelo frente a Eiden.

—Vas a quedarte ahí hasta que el sol toque ese árbol —indicó—. No te movés. No reaccionás. No hablás. No respirás de más.

Eiden frunció el ceño.

—¿Y si pasa algo?

El jefe lo miró fijo.

—Va a pasar.

Dio media vuelta.

—Si te levantás, fracasás.

Si respondés al miedo, fracasás.

Si intentás defenderte… fracasás.

Eiden tragó saliva.

—¿Y si…?

—Entonces el Límite va a saber que todavía sos ruido.

El jefe se fue.

El silencio cayó de golpe.

Al principio, no pasó nada.

Solo el sonido del viento entre las hojas. El peso del cuerpo. El dolor lento, constante, como una marea que sube sin apuro.

Eiden cerró los ojos.

Respiró.

Despacio.

No Respirar —pensó—. No… todavía.

El dolor en las costillas empezó a reclamar atención. Luego la pierna. Después la espalda. Cada segundo quieto hacía que el cuerpo gritara un poco más fuerte.

No te muevas.

Una hora pasó.

Tal vez dos.

El sol avanzaba.

Y entonces…

la sensación volvió.

Esa presión suave, casi respetuosa.

Como si alguien se hubiera detenido a un metro de distancia.

Eiden no abrió los ojos.

No preguntó.

El aire se enfrió.

Un recuerdo apareció sin aviso.

Su padre, cayendo.

La sangre.

La mano extendida.

Eiden apretó los dientes.

No respondas.

Otro recuerdo.

Max, corrigiéndole la postura.

—No tensés tanto los hombros, pibe.

El pecho se le cerró.

No respondas.

El suelo frente a él crujió.

Un paso.

Eiden sintió claramente algo parado frente a él.

No hostil.

Observando.

Una presencia antigua, paciente.

Su respiración se desordenó por un segundo.

Y ahí estuvo el error.

Una chispa mínima de miedo.

El mundo se inclinó.

Eiden sintió un peso aplastándole el pecho, como si el aire se hubiera vuelto piedra. No era dolor físico. Era juicio.

No… ahora no…

Apretó los puños, pero no se movió.

Respiró una vez.

Solo una.

El peso disminuyó.

La presencia se alejó un poco.

El mensaje fue claro:

Todavía no.

El sol tocó el árbol.

El jefe volvió.

—Te moviste por dentro —dijo sin rodeos.

Eiden abrió los ojos lentamente.

—Lo sé.

—Eso te salvó —continuó—. Porque no mentiste. El Límite no tolera la mentira.

Se cruzó de brazos.

—Fallaste la meditación.

Eiden bajó la mirada.

—Entiendo.

El jefe lo observó unos segundos más.

—Pero no huiste. Y eso… no lo hace cualquiera.

Le dio la espalda.

—Mañana lo intentamos de nuevo.

Eiden exhaló despacio.

El claro volvió a sentirse normal.

Pero antes de levantarse, algo quedó grabado en su mente:

Durante un instante…

el Límite lo había mirado sin intención de matarlo.

Y eso, por alguna razón, le dio más miedo que cualquier

Bien.

El primer mes fue dolor.

No épico.

No inspirador.

Dolor torpe, repetido, casi humillante.

Cada amanecer, el jefe lo llevaba al mismo claro.

La misma tierra.

Las mismas piedras.

El mismo árbol marcando el tiempo.

—Sentate.

Y Eiden se sentaba.

El cuerpo todavía estaba roto. Las costillas sanaban lento. Las piernas temblaban incluso antes de empezar. El silencio no tardaba en volverse pesado, como una losa apoyada sobre el pecho.

Siempre fallaba.

A veces era el dolor.

Otras, un recuerdo.

O el simple impulso de abrir los ojos cuando sentía algo demasiado cerca.

—Te moviste por dentro —decía el jefe, todos los días—. Fallaste.

No había castigo.

No había gritos.

Eso era lo peor.

El segundo mes fue frustración.

El cuerpo ya no dolía tanto.

Pero la mente… sí.

Eiden empezaba a notar cosas.

El cambio del viento antes de que soplara.

El crujido exacto que no pertenecía al bosque.

La presión leve, educada, del Límite acercándose.

Lo sentía.

Y ahí fallaba.

Porque ahora sabía cuándo lo estaban mirando…

y eso lo hacía reaccionar.

Un músculo que se tensaba.

Una respiración de más.

Un pensamiento fuera de lugar.

—Fallaste —decía el jefe—. Sabés demasiado… y todavía no aceptás no hacer nada con eso.

Serela lo veía volver cada tarde, cubierto de tierra, con la mirada apagada.

—¿Hoy tampoco? —preguntaba.

Eiden asentía.

Ella no lo consolaba.

Le alcanzaba agua.

Eso bastaba.

El tercer mes fue distinto.

No hubo dolor.

No hubo rabia.

Hubo cansancio.

Un cansancio profundo, viejo, como si hubiera vivido demasiadas vidas en poco tiempo.

Una mañana, Eiden se sentó…

y no esperó nada.

No al Límite.

No al recuerdo.

No al juicio.

Solo se quedó.

El cuerpo respiró solo.

El corazón bajó el ritmo.

Los pensamientos pasaron como nubes que ya no valía la pena seguir.

El tiempo dejó de importar.

El sol avanzó.

La presión llegó.

Más clara que nunca.

Estaba ahí.

Frente a él.

Eiden lo supo sin abrir los ojos.

No apretó los puños.

No corrigió la postura.

No pensó en Max.

No pensó en su padre.

Por primera vez…

no hizo nada.

La presencia se acercó más.

Mucho más.

El aire se volvió denso.

Pesado.

Antiguo.

Eiden sintió que algo lo atravesaba… no el cuerpo, sino la intención.

Y no reaccionó.

El sol tocó el árbol.

El jefe volvió.

Se quedó quieto, observándolo.

—Te moviste —dijo.

Eiden bajó la cabeza.

—Sí.

El jefe no respondió de inmediato.

—Pero esta vez —continuó— fue después.

Eiden alzó la mirada.

El jefe lo miró serio, sin sonrisa.

—Tres meses fallando todos los días —dijo—. Y hoy… fallaste tarde.

Silencio.

—Eso es avanzar.

Eiden cerró los ojos un segundo.

No sonrió.

No celebró.

Porque lo entendió.

No había ganado nada.

Pero algo…

algo dentro suyo había aprendido a quedarse.

Y desde el borde del bosque, invisible para todos menos para él,

el Límite observó…

sin intervenir.

Todavía.

El claro estaba igual que siempre.

La misma tierra.

Las mismas piedras.

El mismo árbol.

Pero Eiden… no.

Se sentó.

No acomodó la postura.

No buscó la respiración perfecta.

No esperó nada.

El cuerpo se quedó quieto solo.

El dolor no vino.

El miedo tampoco.

El tiempo pasó.

El Límite llegó.

No como antes.

No con presión.

No con peso.

Llegó… presente.

Eiden lo sintió frente a él.

Muy cerca.

Tan cerca que, en otro momento, habría reaccionado.

No lo hizo.

Un recuerdo quiso subir.

Lo dejó pasar.

Un pensamiento quiso formarse.

No lo siguió.

Por primera vez desde que había llegado a ese mundo…

Eiden no fue ni débil ni valiente.

Solo estuvo.

El sol tocó el árbol.

El jefe apareció.

No dijo nada de inmediato.

Se acercó un paso.

Luego otro.

Eiden no abrió los ojos.

—No te moviste —dijo el jefe finalmente.

Eiden respiró una vez.

Normal.

—No.

El jefe lo observó largo.

—Hoy… no fallaste.

Silencio.

No hubo felicitación.

No hubo sonrisa.

Solo una frase más.

—A partir de mañana, el Límite va a empezar a responderte.

El jefe se fue.

Eiden se quedó un rato más sentado.

Cuando abrió los ojos, el bosque estaba igual que siempre.

Pero él sabía que no lo era.

Esa tarde, la aldea estaba tranquila.

Demasiado.

Serela estaba cerca del pozo, acomodando recipientes. Eiden se acercó despacio, sin hacer ruido.

—Serela —dijo.

Ella no se giró enseguida.

—¿Qué necesitás? —respondió, seca.

Eiden se detuvo.

—Nada… solo quería hablar.

—Estoy ocupada.

La respuesta fue correcta.

Educada.

Y aun así… le dolió.

—¿Hice algo? —preguntó.

Serela apretó los labios.

—No.

—Entonces…

—Eiden —lo interrumpió, por fin mirándolo—. No todo tiene que resolverse hablando.

Había distancia en su voz.

No enojo.

No tristeza.

Algo más frío.

Eiden sintió el impulso de decir algo.

De explicar.

De justificarse.

De pedir.

Lo sintió nacer…

y lo dejó morir.

Respiró.

Recordó el claro.

El silencio.

No reaccionar.

—Está bien —dijo simplemente.

Serela lo miró, sorprendida.

—¿Eso es todo?

Eiden asintió.

—Sí.

Ella bajó la mirada un segundo.

—Me alegro.

Pero no sonó a alivio.

Se dio vuelta y siguió con lo suyo.

Eiden se quedó ahí, quieto.

El pecho le dolía.

No como antes.

Más hondo.

Se fue caminando despacio.

No estaba triste.

No estaba enojado.

Estaba… vacío.

Y por primera vez, no intentó llenarlo.

Esa noche, sentado afuera de su cabaña, Eiden miró el bosque.

El Límite estaba oscuro.

Silencioso.

Atento.

Eiden cerró los ojos.

No pidió fuerza.

No pidió respuestas.

Solo aceptó.

Y en algún lugar entre los árboles,

algo antiguo comprendió que ese humano…

More Chapters