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Chapter 13 - capitulo 13 – “LA CIUDAD DONDE NADIE MIRA AL CIELO”

⭐ EPISODIO 13 – “LA CIUDAD DONDE NADIE MIRA AL CIELO”

El amanecer llegó demasiado rápido.

Eiden apenas había dormido.

El recuerdo del entrenamiento, la tensión entre los líderes y la sensación de que algo estaba “fuera del tiempo” todavía le pesaban en los hombros.

La base estaba extrañamente silenciosa.

Ni bromas de Riku.

Ni el murmullo de los reclutas corriendo por los pasillos.

Ni la voz suave de Lia recordándole que debía desayunar algo.

Solo un silencio… limpio.

Como si hubieran dejado de respirar por un momento.

Eiden abrió la puerta del cuarto y vio que el pasillo estaba iluminado, pero la luz titilaba cada dos segundos, siempre con el mismo patrón. Nunca más, nunca menos. Como si la propia base estuviera pensando.

En la mesa del pasillo había un sobre, sellado, sin nombre.

Pero la letra era inconfundible: la del Líder Thomas.

Eiden lo abrió sin respirar.

“Misión 01.

Ciudad de Aster.

No informes a nadie.

No hagas contacto con reclutas.

No uses tu nombre.

No levantes la vista al cielo.”

Eiden parpadeó.

¿No levantar la vista al… cielo?

¿Era una metáfora militar? ¿Un código?

¿Un chiste de Thomas?

No, Thomas no hacía chistes.

Dentro del sobre había también una tarjeta metálica.

Sin símbolos.

Sin instrucción.

Cuando Eiden la tocó, la tarjeta se calentó apenas.

Como si lo reconociera.

No peligrosamente… solo lo suficiente como para recordarle que nada en esta misión iba a ser normal.

Al bajar a la entrada principal, esperaba encontrar a Thomas esperándolo.

O a algún mensajero.

O una escolta.

Pero solo había un vehículo negro estacionado, con el motor ya encendido.

En el asiento del conductor había un hombre desconocido, máscara simple, sin insignias.

Ni general, ni comandante.

Nadie que Eiden pudiera identificar.

El hombre bajó apenas la ventana.

—Sube. No me hables —dijo, sin emoción.

Eiden dudó un segundo… pero obedeció.

El vehículo arrancó sin ruido, como si flotara.

Durante varios minutos no hablaron.

Eiden notó que no estaban tomando el camino habitual hacia las ciudades dominadas por los Tops.

De hecho… no parecía un camino oficial.

Era un sendero viejo, de tierra, rodeado de árboles que parecían haber sido plantados artificialmente. Todos rectos. Todos iguales.

Ninguno tenía ramas bajas.

Como si no quisieran permitir sombra.

Eiden tragó saliva.

—¿Dónde está la ciudad de Aster? —preguntó al fin.

El conductor no respondió por diez segundos.

Pareció comprobar algo en un pequeño panel.

Luego dijo:

—Siempre estuvo ahí.

—¿…Qué…?

—Pero nadie la ve hasta que entra.

Eiden sintió un escalofrío.

Un segundo después, el camino se abrió y apareció frente a ellos una muralla altísima, completamente blanca, sin escrituras, sin torres, sin guardias visibles.

La muralla no debería existir ahí.

Ni en mapas.

Ni en reportes.

Pero estaba.

Un portón se abrió solo, lento, como si los estuviera oliendo.

El conductor frenó.

—Regla de Aster —dijo—:

No mires el cielo.

Nunca.

Eiden iba a preguntar por qué, pero el hombre ya había cerrado toda comunicación.

El portón terminó de abrirse.

Y Eiden dio su primer paso dentro de la ciudad donde nadie mira hacia arriba.

El aire era distinto.

Fresco, pero cargado.

Las personas caminaban con normalidad, pero todas tenían la misma expresión: calma rígida. Como si actuaran natural… pero practicamente forzados a ser “tranquilos”.

Nadie discutía.

Nadie gritaba.

Nadie reía demasiado.

Y todos caminaban con la vista fija al frente o al piso.

Una mujer chocó sin querer con Eiden, y al volverse a disculparse, se detuvo al ver sus ojos.

No por reconocerlo.

Sino porque…

—Tus ojos… tienen movimiento… —susurró ella, casi aterrada, antes de apartarse rápido.

Eiden tocó su propio rostro, confundido.

¿Qué se supone que tenían sus ojos?

Cuando llegó a la plaza central, la tarjeta metálica vibró en su bolsillo.

Eiden la sacó y vio que un pequeño símbolo se había formado que antes no existía.

Un símbolo circular, incompleto.

Y la tarjeta se calentó otra vez, tan leve como un suspiro.

Eiden se dio cuenta de algo:

La tarjeta no lo guiaba.

Respondía a algo que lo estaba observando a él.

Y entonces…

Aster entera se quedó en silencio.

Todos los ciudadanos, al mismo tiempo, se detuvieron.

Como si un mismo pensamiento los hubiera atravesado.

Eiden sintió un hormigueo en la nuca.

Las personas miraron todas al piso.

Y alguien, no supo quién, dijo con voz casi inaudible:

—No… lo mires…

Demasiado tarde.

La curiosidad humana ganó por un instante.

Eiden levantó la mirada, apenas unos centímetros.

No llegó a ver el cielo.

Solo una sombra.

Algo enorme… pero silencioso.

Tan silencioso que la ciudad entera parecía contener la respiración para no despertarlo.

El aire se volvió pesado.

Pesado como si algo estuviera midiendo su existencia.

La tarjeta en su mano ardió.

Y una palabra apareció en el metal, como escrita por un dedo invisible:

"NO AHORA."

El símbolo incompleto de la tarjeta volvió a vibrar.

Esta vez no como calor… sino como un pequeño pulso que recorrió el brazo de Eiden, como un latido que no era suyo.

Los ciudadanos, todos a la vez, dieron un paso atrás.

Ni lo miraban.

Pero sabían que algo acababa de activarse.

Eiden tragó saliva.

—¿Qué… te pasa? —susurró, mirando la tarjeta.

El metal respondió con un sonido suave, casi un clic microscópico…

y el símbolo incompleto se contrajo un milímetro.

Solo un milímetro.

Pero la ciudad entera pareció sentirlo.

Un viento artificial recorrió las calles.

Una vibración profunda subió por el piso, como una respiración retenida.

Y entonces…

—Eiden…

La voz no vino de arriba.

Ni de abajo.

Ni de nadie.

Fue un susurro directo en la parte posterior de su mente.

Una voz tranquila, tan suave que casi parecía un recuerdo.

—Eiden… no mires más. Ya te vi.

Su corazón saltó.

Buscó de dónde venía.

No había nadie a su alrededor hablándole.

Los ciudadanos seguían mirando al piso, temblando.

La tarjeta volvió a emitir otro clic.

El segundo clic abrió una grieta luminosa en el símbolo, como si una línea estuviera tratando de dibujarse sola.

Y cuando esa delgada línea apareció…

CLONK.

Las gigantescas puertas de Aster se cerraron detrás de él.

Eiden se volvió de golpe.

El portón blanco, que antes parecía tan liviano… ahora era un bloque imposible de mover.

Sin mecanismos visibles.

Sin guardias.

Solo cerrado.

Tragó saliva.

Estaba atrapado.

Un ruido metálico corrió por toda la muralla, como una serpiente de hierro deslizándose por dentro.

Las luces de la calle parpadearon tres veces.

Y los ciudadanos murmuraron todos al mismo tiempo, sin verse entre ellos:

—No volvió a dormir…

—No volvió a dormir…

—No volvió a dormir…

Eiden dio un paso atrás.

—¿Quién…? —intentó preguntar.

Pero antes de que pudiera acercarse a nadie, el piso vibró de nuevo.

No un temblor.

Sino un paso.

Como si algo enorme, allá arriba —lo que no debía mirar— hubiera movido un dedo.

La tarjeta ardió en su mano.

Esta vez, el símbolo terminó de formarse solo a la mitad.

La forma incompleta apuntaba hacia un edificio al fondo de la plaza:

una torre pequeña, sin ventanas, sin puertas visibles, y con la piedra perfectamente lisa.

Una torre que no estaba ahí cuando entró.

Era imposible que hubiera aparecido.

Pero estaba.

El aire a su alrededor se curvaba apenas, lo suficiente como para que Eiden sintiera que algo intentaba empujarlo lejos… o acercarlo.

No sabía cuál.

Los ciudadanos, sin levantar la cabeza, empezaron a alejarse de la torre.

Sin correr.

Sin hablar.

Como si la presencia misma del edificio fuera un riesgo al que no querían exponerse.

Eiden respiró hondo.

El susurro volvió, esta vez más calmado:

—Si entras… te oiré mejor.

Se quedó helado.

Su mano tembló.

El instinto le gritaba que corriera.

Pero algo dentro de él —algo mezcla de curiosidad y obligación— lo hizo dar un paso hacia la torre.

Solo uno.

Y en ese instante, la ciudad reaccionó.

Luces rojas se encendieron bajo las piedras del suelo.

Pequeñas líneas triangulares recorrieron las calles como circuitos, activándose una por una.

Eiden entendió:

No lo estaban atacando.

No estaban activando defensas.

La ciudad se estaba reorganizando.

Cambiando sus calles.

Moviendo sus rutas.

Bloqueando salidas que antes existían.

Aster se cerraba como un laberinto alrededor de él.

Cientos de ciudadanos se escondieron dentro de sus casas, con movimientos mecánicos, como si hubieran ensayado ese protocolo toda su vida.

En menos de diez segundos, la plaza quedó vacía.

Solo Eiden.

La torre.

Y las calles sistémicas moviéndose lentamente… como si respiraran.

El susurro volvió, casi con ternura:

—Ven, Eiden. Quiero saber por qué despertaste temprano.

El viento se detuvo.

El silencio pesó.

Y la tarjeta, por primera vez, mostró un símbolo completo.

Pero no lo reconoció.

Y eso fue lo peor.

La torre no tenía puertas.

Ni grietas.

Ni ventanas.

Era un bloque perfecto, como si hubiese sido tallada de una sola pieza de piedra.

Pero al acercarse, Eiden sintió algo extraño…

La superficie estaba demasiado fría.

No era el frío del clima.

Era un frío limpio, como si la torre no perteneciera al aire que respiraba.

Eiden estiró la mano, dudando.

La tarjeta metalizada vibró otra vez, como si le advirtiera algo.

—¿Quieres que entre… o que no? —murmuró.

No hubo respuesta.

Solo silencio.

Y esa sensación en la nuca de que la ciudad entera lo estaba mirando sin ojos.

Cuando sus dedos tocaron la torre, la piedra reaccionó.

No se rompió.

No se abrió.

Solo hizo un sonido:

TOC.

Un golpe seco, como el golpecito de un dedo desde el otro lado de la pared.

Eiden retiró la mano de inmediato.

El corazón le latía rápido.

—¿…Hola? —dijo, casi sin querer.

TOC.

Esta vez, más fuerte.

Pero no amenazante.

Como si alguien estuviera probando la “textura” de su voz a través de la piedra.

La tarjeta en su mano se iluminó por primera vez.

Una línea roja fina, casi imperceptible, se formó sobre el borde…

y en cuanto la luz tocó la torre…

La piedra cambió.

No se derritió.

No se abrió.

Se onduló.

Como si hubiera sido una tela tensa… que alguien desde adentro hubiera tocado con la punta de un dedo.

La superficie formó un pequeño hundimiento, perfecto, justo del tamaño de una palma.

Como si la torre quisiera que Eiden pusiera la mano allí.

El susurro volvió, suave, casi amable:

—Si pones tu mano… sabré si eres tú.

Eiden se congeló.

—¿Qué significa “si soy yo”…?

Silencio.

La línea roja de la tarjeta empezó a encogerse, como si el tiempo se estuviera acabando.

Eiden respiró hondo, levantó la mano…

y la acercó al hueco de la torre.

Lo tenía a dos centímetros cuando—

CRACK.

El sonido vino detrás de él.

No de la torre.

Del suelo.

Eiden giró rápido.

Una de las calles que había cambiado de forma se partió como si algo estuviera empujando desde abajo.

Las piedras vibraron…

y del hueco emergió una figura.

No una criatura gigantesca.

Ni un monstruo.

Ni un soldado del Top.

Era un hombre.

Un civil.

Con ropa común.

Pero su cuerpo estaba temblando como si hubiera sido arrastrado a la superficie.

Su piel tenía marcas de presión, como si algo lo hubiera mantenido abajo… por horas.

El hombre levantó la cabeza.

No miró el cielo.

Miró directo a Eiden.

Con ojos aterrados.

Y dijo con un hilo de voz:

—No entres… todavía no estás listo…

No cometas… mi error…

Eiden dio un paso hacia él.

—¿Qué error…? ¿Qué hiciste?

El hombre se llevó ambas manos al rostro, temblando.

—Los que escuchamos demasiado… —susurró— no podemos… volver a mirar arriba…

Eiden iba a preguntar más, pero el hombre se arqueó hacia atrás, retorciéndose.

No como si lo atacaran.

Sino como si recibiera una orden que no podía resistir.

—Corre… —dijo.

Eiden no se movió.

—¡Corre! —gritó ahora, con una voz que no parecía humana, como forzada por algo dentro de él.

Su cuerpo convulsionó una vez más…

y se desplomó.

No muerto.

No inconsciente.

Solo… apagado.

Como si le hubieran quitado el “encendido”.

Eiden estaba helado.

La tarjeta brilló otra vez y mostró dos palabras nuevas:

“NO ENTRÓ.”

Y debajo, lentamente, se formó otra:

“AÚN.”

La torre volvió a quedar quieta.

La mano marcada desapareció.

El susurro también.

Pero el mensaje había quedado claro:

La torre lo estaba esperando.

Y ahora sabía que él estaba ahí.

Eiden retrocedió.

Sus piernas temblaron sin que él se diera cuenta.

La torre ya no hacía sonidos.

El agujero en la pared había desaparecido como si nunca hubiera existido.

Solo quedaba el hombre caído detrás suyo, respirando lento en el suelo.

—No… no puedo entrar —murmuró Eiden, mirando su propia mano—. No todavía.

Se giró rápido y empezó a caminar hacia la calle de donde había venido.

Dos pasos.

Tres.

Y entonces, el primer problema.

La calle no estaba donde debía.

El pasillo que había recorrido hace minutos ahora era una fila interminable de puertas rojas idénticas, una al lado de la otra, como si hubieran duplicado la misma casa cientos de veces.

Eiden se acercó a una puerta.

Tenía un número: 34.

Se acercó a la siguiente.

Tenía el mismo número.

Y la siguiente.

Y la siguiente.

No había salida al final del pasillo.

Solo puertas repetidas.

Eiden apretó la mandíbula.

—Perfecto… —susurró con frustración—. La ciudad cambiando otra vez.

Dio media vuelta para buscar otra ruta.

Las calles a sus espaldas cambiaron también.

Donde antes había una avenida ancha con faroles blancos, ahora había un callejón estrecho, completamente recto, sin sombras, como si la luz no supiera dónde caer.

Eiden respiró hondo y avanzó por ese callejón.

No podía quedarse quieto.

El callejón era demasiado silencioso.

Incluso para Aster.

Ni un paso, ni un murmullo, ni un cierre de puerta.

Solo su respiración y el leve zumbido de las luces.

Pasó frente a una casa.

Tenía una ventana.

La ventana estaba empañada desde dentro.

Eiden se acercó un poco…

Y una sombra se movió detrás del vidrio.

Pero la sombra no tenía forma humana.

Era recta.

Perfectamente recta.

Como si fuera la sombra de un poste…

… pero moviéndose.

Eiden se congeló.

La sombra chocó contra el vidrio.

No con violencia.

Con insistencia.

Como si intentara salir…

o como si quisiera que él entrara.

—No… —susurró Eiden, retrocediendo—. Aquí no me meto.

Siguió avanzando.

Llegó finalmente a una esquina donde las casas terminaban…

pero había algo peor.

La calle se repetía.

Literalmente.

Dobló a la derecha…

y apareció en el mismo callejón, con la misma ventana empañada, la misma sombra moviéndose detrás del vidrio.

Dobló a la izquierda…

mismo callejón.

Retrocedió…

mismo callejón.

—¿Me estás… encerrando? —dijo Eiden, buscando cámaras, sensores, algo.

La ciudad respondió con una vibración suave.

Una sola.

Un pulso.

Como un latido.

La tarjeta en su mano hizo lo mismo.

Eiden empezó a comprender.

La ciudad no quería matarlo.

No quería lastimarlo.

No quería siquiera atacarlo.

La ciudad quería llevarlo a la torre.

Sin decirlo.

Sin forzarlo.

Sin violencia.

Solo… reorganizando todo alrededor.

Lentamente.

Pacientemente.

Como si supiera que él terminaría allí.

Eiden apretó los dientes.

—No voy a entrar —dijo, muy bajo—. No porque me lo digas. No así.

Y forzó sus pasos en dirección contraria, avanzando aunque el callejón se repitiera.

Una vez.

Dos.

Tres.

A la quinta repetición… pasó algo diferente.

Encontró al hombre que había aparecido del suelo.

De pie.

Mirándolo.

Pero no se estaba moviendo.

No respiraba.

No parpadeaba.

Solo estaba ahí.

Como una señal.

Una advertencia.

O una “pieza” que la ciudad había movido para convencerlo.

Eiden retrocedió varios metros.

Su corazón golpeaba contra el pecho como un tambor.

—No voy a—

TOC.

El sonido vino de la torre.

A kilómetros, según lo que recordaba.

Pero se escuchó como si estuviera a pocos pasos.

TOC.

otro golpe.

Y otro.

Como si la torre estuviera llamándolo con la misma paciencia inhumana que la ciudad.

Eiden abrió la mano.

La tarjeta estaba caliente.

El símbolo brilló con una intensidad que nunca antes había mostrado.

Y debajo del símbolo, apareció una frase nueva:

“PRUEBA TERMINÓ.”

La ciudad se detuvo.

Los callejones dejaron de moverse.

Las casas dejaron de reorganizarse.

La sombra detrás de la ventana desapareció.

El hombre dejó de estar de pie.

Todo se congeló.

Como si Aster hubiera tomado una decisión.

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