📜 Capítulo 23 — Parte 2
“EL DOLOR QUE ELIGE”
(Arco: Del Renacer Caído)
🌑 OTRO MUNDO — EL DÍA QUE EL BOSQUE DESPERTÓ
El fuego pequeño que Eiden había logrado encender la noche anterior ya era ceniza fría.
El chico abrió los ojos antes de que amaneciera.
Su cuerpo todavía dolido.
Su cabeza… más clara que nunca.
Se levantó despacio, limpiándose las hojas pegadas a la ropa.
—Hoy… hoy tengo que avanzar más lejos.
El bosque estaba distinto.
Los árboles parecían… atentos.
Las raíces estaban tensas, como si supieran que Eiden se había atrevido a hablarle a Dios en un mundo donde Dios no manda.
Un crujido lejano lo hizo girar. No era una criatura.
Era el propio suelo acomodándose… o preparándose.
Eiden tragó saliva.
El aire tenía ese silencio antiguo, el que aparece antes de una prueba verdadera.
—Bueno… —murmuró—. Decís que querés que sea fuerte…
Entonces mandá lo que sigue.
Y el mundo respondió.
Un rugido hueco surgió desde muy lejos, pero no era sonido:
era vibración.
Como un latido enorme en la tierra.
Eiden sintió que su cuerpo lo reconocía.
No por experiencia… sino por instinto.
—Ese… —susurró—. Ese no es uno nuevo.
🌑 EL ENCUENTRO REPETIDO
Entre los árboles, avanzando lento…
El coloso de hueso y sombra.
El mismo.
El de las cuchillas sin dedos.
El del hueco en el pecho.
El que no lo había matado… aunque podía.
Pero esta vez…
Venía más rápido.
Los golpes que sus pies hacían al pisar el suelo eran más pesados.
Más decididos.
Como si ya no estuviera dudando.
Eiden dio un paso atrás.
Pero algo raro pasó:
El monstruo se detuvo al verlo.
No como la vez anterior, cuando parecía confundido.
Ahora se quedó quieto… como un perro esperando orden.
El hueco en su pecho brilló con ese rojizo vivo.
Eiden apretó los puños.
—¿Otra vez vos…?
¿Por qué siempre me encontrás?
La criatura inclinó la cabeza, como si analizara sus movimientos.
Y entonces dio un golpe al suelo.
No para atacar.
Para marcar una distancia.
Un círculo.
Eiden lo entendió al instante.
—¿Querés… que entrene con vos?
El monstruo no respondió.
Solo retrocedió un paso, levantando sus cuchillas.
Listo.
Esperándolo.
Eiden respiró hondo.
—Está bien… —dijo con un temblor leve—. Pero si hago esto…
más te vale no matarme.
🌑 PRIMER ENTRENAMIENTO REAL
El monstruo se movió primero.
Un latigazo de aire.
Un corte que partió una roca cercana.
Eiden saltó hacia la izquierda, apenas a tiempo.
Sus piernas ya respondían mejor.
Su mente anticipaba más rápido.
La luz de la grieta en su mano empezó a arder ligeramente.
El monstruo lanzó otro corte.
Eiden se agachó.
Otro más.
Eiden rodó.
Y sin darse cuenta…
Sonrió.
No una sonrisa de alegría.
De desafío.
—Ya no corro —murmuró—. Hoy aprendo.
El monstruo lanzó un golpe directo al pecho.
Eiden levantó ambos brazos para bloquearlo.
El impacto lo tiró hacia atrás varios metros…
…pero no lo partió.
No lo dejó tirado.
Y eso era un milagro por sí solo.
Eiden jadeó, pero se levantó de inmediato.
—¡Vamos! ¡Dale! ¡Pegame otra vez!
El monstruo obedeció.
Y así empezó:
Eiden esquivando.
Bloqueando a medias.
Tropezando.
Volviendo a levantarse.
Aprendiendo cada movimiento como si copiara los pasos de un maestro brutal.
Cada golpe que lo alcanzaba lo dejaba sin aire…
pero cada golpe que evitaba reforzaba algo nuevo en su pecho.
Determinación.
Convicción.
Una fe que ya no era solo espiritual… sino física.
Eiden empezó a ver el ritmo.
El patrón.
La postura.
—Te entiendo… —dijo entre respiraciones pesadas—.
No me estás enseñando a pelear.
Me estás enseñando a… aguantar.
El monstruo retrocedió y bajó la guardia.
Entrenamiento terminado.
Por hoy.
Y desapareció entre los árboles, no huyendo…
sino dejándole claro que volvería.
Eiden cayó de rodillas.
Se reía.
Cansado.
Roto.
Pero feliz.
—Gracias… —susurró—.
Dios… sigo acá por vos.
Y vos, bestia… aunque no hables… sé que querés que siga vivo.
Se levantó, tambaleando.
Y miró hacia el horizonte.
—Mañana… más.
🔥 BASE DELTA — MIENTRAS EIDEN SANGRA, EL MUNDO SE MUEVE
Azu caminaba sola por el pasillo central.
Los soldados la evitaban con miradas tensas:
había entrenado toda la noche sin descansar.
Se frotó el puente de la nariz.
—Ese mocoso… más vale que vuelva distinto.
Porque este mundo se está rompiendo…
En ese momento una alarma sonó.
Zeran apareció, armadura puesta.
—Tenemos movimiento en la frontera norte.
Una energía que no veíamos desde hace años.
Azu apretó los dientes.
—¿Un Top?
Zeran negó despacio.
—Peor.
Un precursor.
Azu sintió un escalofrío.
—Entonces estamos en problemas…
Zeran la miró con gravedad.
—Más que problemas, Azu.
Esto es una advertencia.
Azu cruzó los brazos.
—Entonces ojalá que el tonto esté sobreviviendo…
porque lo que viene… no lo vamos a soportar solos.
🌑 REGRESAMOS CON EIDEN — “LA SENDA NO ES OPCIONAL”
Eiden seguía caminando.
Sangrando un poco.
Temblando un poco.
Sonriendo un poco.
El monstruo lo había dejado lastimado, pero no quebrado.
Su cuerpo, aunque hecho pedazos, se sentía más firme.
Sus piernas más fuertes.
Su temple más duro.
Y mientras avanzaba…
Algo en el cielo se movió.
Una sombra enorme atravesó las nubes.
Lenta.
Elegante.
Antigua.
Eiden levantó la vista.
—¿Qué… es eso?
La sombra giró…
como si también lo estuviera buscando a él.
“Fierro en la Tormenta”**
Seis meses.
Seis meses de golpes, cicatrices, oraciones y madrugadas donde el frío le mordía los huesos… pero él seguía, siempre seguía. No por orgullo, sino por ese juramento silencioso que le hizo a Dios y a la memoria de su padre: “Haceme fuerte para proteger. No para destruir.”
El viento del valle retumbó como un rugido de bestia.
Las nubes del cielo se abrieron… y de allí descendió una Manada de Kurth, criaturas de nivel alto, famosas por despedazar a todo lo que se moviera. Tenían garras como machetes, piel dura como metal vivo y ojos llenos de rabia antigua.
Eiden sonrió.
—Tiempo de entrenar —murmuró, levantando la mano. No era arrogancia… era confianza. La que te da sobrevivir a lo imposible durante medio año.
Los Kurth se lanzaron todos juntos.
Cuatro de ellos.
Nivel Alto.
Una estampida que hubiera hecho temblar a cualquier soldado.
Eiden ni parpadeó.
Primera criatura:
Saltó desde arriba intentando partirle el cráneo.
Eiden giró, dejó que la sombra pasara, y con un golpe de palma en el abdomen la lanzó como si pesara nada. La criatura chocó contra una roca y la partió en dos.
Segunda:
Le cortó el hombro con una garra. La sangre saltó.
Eiden ni lo sintió. Avanzó, agarró el brazo del monstruo y lo clavó contra el suelo. Una patada en el cuello bastó para dejarlo inconsciente.
Tercera y cuarta:
Vinieron juntas, rugiendo como demonios de guerra.
Eiden se relamió los labios, emocionado.
Había peligro.
Había adrenalina.
Había desafío.
Y a él le encantaba enfrentarlos.
—Vamos… ¡quiero ver qué tienen! —gritó, y esa voz no era de un chico débil: era la voz de alguien que se había ganado cada músculo, cada cicatriz y cada victoria con mortales.
Las criaturas chocaron contra él. El suelo tembló.
Eiden tomó impulso, saltó sobre la espalda del primero, se sostuvo de su cuello, lo usó como plataforma y giró con tal velocidad que generó una onda de choque. La segunda criatura fue golpeada directamente por la ráfaga y rodó por el suelo, gruñendo.
Eiden aterrizó, respiró hondo… y por primera vez notó algo:
Su cuerpo reaccionaba antes que su mente.
Reflejos más rápidos.
Fuerza sin esfuerzo.
Movimiento limpio, certero.
Dominio.
Control.
Confianza.
Le agradeció a Dios en silencio.
No por ganar… sino por tener la chance de seguir avanzando.
—Bueno, chicos. Uno por uno o los dos juntos… me da igual.
Los Kurth dudaron…
y retrocedieron.
Eiden frunció el ceño.
—¿En serio? ¿Ahora se asustan?
Un rugido diferente cortó el aire.
Profundo.
Pesado.
Viejo.
El suelo vibró.
Las aves del cielo se dispersaron como si una tormenta negra llegara.
Eiden levantó la mirada.
Del bosque salió un Kurth Alfa.
Tres veces más grande que los anteriores, cubierto de cicatrices, con un cuerno rojo como fuego vivo. Nivel muchísimo más alto que todo lo que Eiden había enfrentado hasta hoy.
Una sonrisa lenta se dibujó en sus labios.
—Al fin… algo difícil.
El Alfa bajó la cabeza, cargó como un toro de guerra…
Y Eiden… avanzó hacia él sin miedo.
El Alfa cargó como si un pedazo de montaña hubiera decidido vivir y aplastar todo a su paso. Cada pisada abría grietas. Cada respiro salía en forma de vapor caliente, como si su interior fuera un horno vivo.
Eiden no se movió.
Respiró.
Sintió el suelo.
Sintió su peso.
Sintió su fe, firme como un ancla en el centro del pecho.
—Vení —susurró.
BOOOOOM
La embestida del Alfa impactó.
Una nube de polvo se levantó como una explosión.
Las criaturas menores huyeron despavoridas.
Pero dentro de la nube…
Algo se movió.
Una mano.
La mano de Eiden.
Deteniendo el cuerno del Alfa.
Sus rodillas crujieron.
Su brazo tembló.
Sus músculos gritaban.
No era fácil.
No era cómodo.
No era “cheat”.
Era pura voluntad.
Eiden desvió la embestida lo suficiente para que el cuerno rozara su costado en vez de atravesarlo. Una línea de sangre se abrió, caliente, pero él apenas apretó los dientes.
—No… todavía no —dijo mientras se afirmaba de nuevo.
El Alfa rugió ofendido y bostezó fuego oscuro. Su aliento quemó el aire alrededor.
Eiden rodó hacia un costado justo a tiempo, sintiendo el calor rozar su mejilla.
El monstruo atacó sin pausa.
Garra.
Cola.
Colmillos.
Pisotón.
Eiden esquivó el primero.
Bloqueó el segundo.
Saltó sobre la cola del tercero.
Y al cuarto lo recibió de frente, cruzando los brazos.
El impacto lo lanzó varios metros.
Cayó de pie… pero clavó una rodilla en el suelo para no desmoronarse.
Se rió.
—Sos más fuerte de lo que pensé. ¡Gracias!
El Alfa, enfurecido, golpeó el suelo. El terreno se levantó en astillas de roca.
Eiden saltó por encima del temblor y le dio un golpe directo en el cuello.
El Alfa retrocedió dos pasos.
Dos pasos.
Era la primera vez que retrocedía en su vida.
Eiden lo sintió.
Y se lanzó.
Ahora era él quien atacaba.
Tres golpes rápidos al torso.
Un giro.
Una patada al mentón.
Un codazo al costado.
El Alfa gruñó, mareado. Nunca nadie lo había presionado así.
Eiden sintió la oportunidad.
Rezaba por dentro, cortito, simple:
“Dame fuerza, solo un poco más.”
El Alfa abrió la boca para lanzar su rugido final.
Eiden saltó.
Pero no cualquier salto.
Un salto perfecto.
Preciso.
Entrenado.
Aterrizó arriba de la cabeza del monstruo, sostuvo el cuerno rojo con ambas manos…
y con toda la fuerza construida en seis meses de entrenamiento y cicatrices, lo giró hacia abajo.
El Alfa cayó de rodillas.
Otra torsión.
Otro grito.
Un empuje final.
¡BOOOOM!
El Kurth Alfa quedó inmovilizado, temblando, sometido.
Eiden bajó lentamente, respirando entrecortado, con el pecho ardiendo y las manos sangrando.
Apoyó una mano en el lomo del monstruo y murmuró, sin burla, sin arrogancia:
—Gracias… necesitaba esto.
El Alfa, aun consciente, emitió un gruñido bajo. No era rabia.
Era respeto.
Eiden se enderezó, mirando el valle.
Las criaturas menores lo observaban desde lejos, sin atreverse a acercarse.
Después de seis meses…
Eiden ya no era presa.
Tampoco era un simple aprendiz.
Era un guerrero en construcción.
De los que el mundo recuerda.
Y cuando el viento sopló, él levantó la vista al cielo.
—Dios… si estás ahí… —sonrió— …voy por buen camino, ¿no?
Después de derrotar al Kurth Alfa, el cuerpo de Eiden estaba al límite. Aunque había ganado, su respiración era áspera, los músculos le ardían, y sus manos temblaban por dentro.
La adrenalina se apagaba… y llegaba ese viejo cansancio que solo aparece después de una guerra corta pero intensa.
Caminó sin rumbo fijo hasta que el bosque se abrió, mostrando algo que no esperaba:
Una aldea.
Casas de madera tallada, humo saliendo de fogatas tranquilas, banderas hechas con hojas enormes, personas con piel marcada por pinturas tribales y ojos amables. Nada de hostilidad.
Nada de maldad.
Cuando Eiden apareció, algunos guerreros levantaron sus lanzas… pero el jefe de la tribu levantó la mano.
Un hombre grande, barbudo, con el porte de un oso y los ojos sinceros de un padre.
—Joven… tenés sangre, pero no en tus manos —dijo, señalando las heridas en su cuerpo—. Vení. Descansá. Nadie pelea solo para siempre.
Eiden bajó la cabeza y aceptó.
No por debilidad, sino porque necesitaba un lugar donde su alma respirara un rato.
Los Hálmer lo recibieron como si fuera uno de ellos.
Le ofrecieron agua fresca, un ungüento que ardía como el infierno pero curaba como el cielo, y un lugar donde acostarse.
Y ahí apareció ella.
La hija del jefe.
Cabello largo, recogido con flores raras del bosque.
Ojos grandes y brillantes, llenos de curiosidad.
Sonrisa dulce y segura, de esas que no necesitan palabras.
Lo miró.
Y se le iluminó la cara.
—¿Sos el guerrero que venció al Alfa? —preguntó acercándose demasiado rápido.
Eiden se atragantó con su propia saliva.
—¿Eh? No, o sea… sí, pero… no fue tan—
—¡Impresionante! —dijo ella tocándole el brazo sin pensarlo—. Estás herido. Tenés que dejar que te cuide.
Eiden quedó congelado.
Ni Kurth Alfa, ni monstruos, ni embestidas.
Esto sí lo asustaba.
—N-no hace falta, de verdad, estoy bien— respondió nervioso, retrocediendo como si ella fuera un dragón.
La chica se rió. Su risa era suave, musical, y eso lo incomodaba aún más.
—Me llamo Sárela. Y vos sos…
—Eiden —respondió rápido.
—Eiden… —repitió ella. Como si le gustara el sonido.
El jefe los observó desde lejos, con una sonrisa de “ya entiendo lo que está pasando”.
Eiden tragó saliva.
“Dios… esto sí que no me lo enseñaron a enfrentar.”
Sárela se le acercó otra vez.
—Quiero mostrarte algo cuando estés curado —dijo ella con voz baja—. Un lugar especial.
—¿Un lugar… especial? —Eiden palideció.
—Sí. Pero es secreto. Solo llevo a gente que… me gusta.
Eiden casi se desmaya.
Le habían tirado monstruos gigantes, pruebas imposibles, mundos peligrosos… pero esto era su jefe final emocional.
La tribu lo dejó descansar.
El fuego ardía.
El aire era cálido.
La gente era amable.
Por primera vez en meses, Eiden podía bajar la guardia.
Pero cada vez que Sárela pasaba cerca y lo miraba con esos ojos que brillaban como estrellas…
Él se escondía más dentro de la manta.
—Estoy DEFINITIVAMENTE no listo para esto… —susurró para sí.
Y desde lejos, Sárela sonrió, observándolo con paciencia.
Como quien ve una flor que recién empieza a abrirse.
Eiden despertó con el sonido de ramas moviéndose. Los Hálmer ya estaban activos: mujeres cocinando raíces y carnes aromáticas, niños jugando con pequeñas criaturas domesticadas, y los guerreros afilando lanzas con una calma casi ceremonial.
Su cuerpo todavía dolía, pero con cada respiración sentía que las heridas habían cerrado un poco más.
Ese ungüento de la tribu era milagroso. Doloroso como un látigo, pero milagroso.
Mientras se sentaba para estirarse, una sombra cayó sobre él.
—Buenos días, guerrero Eiden.
Era Sárela.
Traía una bandeja con desayuno, y lo peor (para él): una sonrisa que te hacía olvidar que estabas en un mundo lleno de monstruos asesinos.
—B-buen día… —respondió Eiden, intentando sonar normal.
Ella dejó el desayuno a su lado y se sentó también, sin pedir permiso, sin miedo, como si lo conociera desde siempre.
—Hoy te ves mejor —dijo, examinándolo como si fuera una obra de arte incompleta—. Ya casi estás listo.
—¿Listo para qué? —preguntó Eiden, con un presentimiento peligroso.
Sárela se inclinó, sus ojos brillando como luciérnagas en la noche.
—Para llevarte a mi lugar especial.
Eiden tragó saliva tan fuerte que un guerrero cercano levantó la ceja.
Antes de que él pudiera inventar alguna excusa torpe, el jefe los observó desde la distancia, cruzado de brazos con una sonrisa de “esto va a estar bueno”.
Sárela tomó la mano de Eiden.
—Ven. No te preocupes, no es nada malo… a menos que tengas miedo.
—¿M-miedo? ¡No! ¡Yo no tengo miedo a nad—!
Sárela apretó su mano.
Eiden se calló como si le hubieran puesto un sello en la boca.
Caminaron hacia el bosque, alejándose de la aldea. El aire allí era distinto: más fresco, más limpio, como si todo el lugar guardara un secreto. Las hojas eran enormes, el suelo estaba cubierto de flores que brillaban levemente y había un silencio profundo, respetuoso.
—¿Sárela? —preguntó Eiden, intentando no sonar nervioso—. ¿Qué… qué es este lugar?
Ella sonrió, misteriosa.
—Un sitio que mi madre me mostró cuando era niña. Dijo que solo debía traerte aquí si encontraba a alguien… valiente de verdad.
—Ah… —Eiden se rascó la nuca—. Bueno, yo solo hago lo que pue—
—Pero también alguien bueno —continuó ella, sin dejarlo terminar—. De corazón limpio.
Eiden parpadeó.
Eso lo golpeó más fuerte que cualquier Kurth.
Llegaron a un claro escondido.
Y ahí estaba: un árbol enorme, gigantesco, con raíces que parecían brazos y hojas que brillaban en dorado. El aire alrededor tenía una paz extraña, casi sagrada.
Sárela lo observó, nerviosa por primera vez.
—Este árbol… —dijo en voz baja— …solo reacciona ante gente que trae verdadera luz dentro. Si lo toca alguien con maldad, se seca. Si lo toca alguien noble… florece.
Eiden abrió los ojos, sorprendido.
—¿Por qué querés que yo…?
—Porque quiero saber quién sos de verdad, Eiden —dijo ella con sinceridad pura—. No por tu fuerza… sino por tu alma.
Él respiró hondo.
Sintió un hormigueo en el pecho.
Y luego… puso su mano sobre la corteza.
Por un instante, no pasó nada.
Ni un sonido.
Ni una brisa.
Ni una luz.
Solo su mano, el árbol… y su corazón latiendo.
Y entonces…
FWOOM
Las hojas del árbol brillaron.
Su tronco emitió una luz suave, cálida, como la de un amanecer.
Pequeños pétalos dorados comenzaron a caer alrededor, flotando como si el viento los guiara.
Sárela abrió la boca, sorprendida.
Nunca lo había visto brillar tanto.
Eiden retrocedió, impactado.
—¿Qué… qué significa eso?
Sárela lo miró con un rubor enorme en la cara.
—Significa… que sos más puro de lo que pensaba —dijo en voz baja—. Mucho más.
Eiden sintió que el corazón se le subía a la garganta.
Podía enfrentar un monstruo gigante sin parpadear… pero esto lo desarmaba por completo.
Ella se acercó, con calma.
Eiden retrocedió un paso.
Ella avanzó otro.
—No te asustes, Eiden. No voy a morderte —dijo riendo.
—¡N-no estoy asustado!
Ella lo tocó en el hombro, suave.
—Gracias por venir conmigo. Y por confiar en mí.
Eiden bajó la mirada.
Una paz cálida, rara, distinta a cualquier batalla, lo envolvió.
Por primera vez desde que llegó a ese mundo…
No se sintió solo.
Con fuerza.
Con luz.
Y con algo que Eiden nunca había enfrentado:
